Jerónimo
y Sebastián son pequeños, caminamos los tres unas cuadras para llegar a
la escuela. Mi hijo mayor –para entonces- ya está en la prepa y toma el
transporte escolar muy temprano. Tenemos dos caminos posibles, a veces
los discutimos, a veces los tres caminamos hacia un lado sin demasiadas
palabras. Uno de los caminos incluye pasar junto a una barra alta y
larga en la que cada niño trepa y camina haciendo equilibrios con la
mochila al hombro. Los sostengo con una mano. Se bajan de un brinco. La
barra de nuestro imaginario Gran Circo de Bratislava es el momento
temerario de la travesía hacia la escuela primaria. También cantamos:
“Alarga la pierna que la ruta es larga…” y otros himnos cuyo objetivo
es preparar a los intrépidos viajeros hacia una jornada de enseñanzas,
jornadas que no siempre son “bonitas” y a las que habrá que aprender a
encontrarles una constante de luminosidad, aún en los días en los que
el/la amiguito/a preferida/o miró sobre todo hacia otro lado, y la
maestra alzó la voz, y el equipo de geometría se quedó en la mesa de
la casa, por no hablar de los anti-estéticos y siempre “injustos”,
cuatros en matemáticas.
Nos sentamos en un bordecito del
macetero de la entrada. Suena el timbre. Antes de entrar al patio donde
ya no podré verlos, voltean a mirarme y agitan sus manitas.
La
cotidianidad. Nos despedimos. Nos reencontramos. Separarse es el
aprendizaje- proceso- infinito de la relación madre/hijo. El
aprendizaje que nunca se termina. Nunca. Por más que una haya vivido la
separación muchas veces, por más que una sepa que es la ley de la vida,
y no sólo: es una de las leyes más sanas e indispensables de la vida.
¿Podría haber salud emocional sin distancia con las reglas, demandas,
exigencias del clan? ¿Podría un ser humano construir su singularidad
sin hacer su atadito y lanzarse hacia los viajes que lo separan de sus
orígenes? ¿Podría un ser humano amar más allá del umbral -con todo y de
a de veras- si antes no descubre sus deseos, los que son sólo suyos?
Sus palabras, sus necesidades, sus preferencias.
El viaje está
allí todos los días. No necesariamente implica una distancia
geográfica. Es –para los hijos- la descubierta de los territorios
ajenos al hogar. Y regresan a la casa llenos de emociones, temas
nuevos, nombres de amiguitos, palabras recién adquiridas. Diego mi hijo
mayor comenzó su escolaridad en París, pero él y yo nos hablábamos en
castellano. Un día las narraciones de sus aventuras en la escuela
comenzaron a incluir palabras en francés que yo no conocía; el lenguaje
infantil no está incluido en los cursos de lenguas. No traía un moretón
en el brazo, sino un “bobó”. “¿Un qué?” Un día una niñita le reventó el labio porque él le hizo “guiliguili”. Me asusté mucho: “¿Cómo que le hiciste “guiliguili”?
La verdad es que yo no tenía la menor idea del significado de esa
palabra, pero dado el contexto, me lo imaginé gravísimo. Apuradísima le
llamé a una amiga para preguntarle. El “guiliguili,” son cosquillitas. Largo suspiro aliviado de una madre.
Esta
historia de palabras nuevas e incomprensibles para mí se me quedó en el
corazón como una metáfora. “Así va a ser”, me dije. “Acá es más
evidente porque de plano es otro idioma, pero así va a ser”. Un día va
a hablar, y no voy a entender tan fácil lo que me dice. Un día voy a
hablar y no va a entender lo que le digo. Como sucede en toda relación
humana. Un día él habrá conquistado otros mundos ajenos a mí, estará
lleno de referencias que no conozco, de dolores y felicidades, y
riquezas que serán sólo suyas. La separateidad. Eso.
El cordón umbilical
El
problema con la maternidad, es que cuando ha sido afortunada, se da en
una fusión casi perfecta: la madre y el hijo se entienden, se aman,
coinciden, están pegaditos. Y ese modo de relación es tan intenso y
gratificante, que una se queda enganchada en la tremenda ingenuidad de
que se puede prolongar punto menos que for ever. No es que
una lo crea racionalmente , no, ¿cómo creen? Si todas sabemos que es
sólo un tiempito, y que hay que educar hijos para la vida, y hasta
hemos leído a cantidad de poetas, y psicoanalistas infantiles que nos
recomiendan aquello de: “las alas son para volar”, escrito desde las
maneras más sencillas, hasta las más sofisticadas y complejas. Y sin
embargo…
“El corazón tiene razones, que la razón desconoce”,
como escribió Blas Pascal. Sé que mis hijos están bien. Me da
felicidad su felicidad. Visitan lugares interesantes, me llegan fotos
de una calle, una pintura, una risa con fondo de ciudad ajena. Las
maravillas de la tecnología me permiten mirar a Jerónimo buscando un
sartén en una cocinita, y me muestra el paquete de pastas, y vivimos un
tramito de lo más cotidiano: “¿Estas pastas las dejo ocho minutos o
diez, ma? Y yo opino como si el alma se me fuera en ello: “Déjalas ocho
y prueba si están al dente” ¿Tienes aceite de oliva? ¿Ya
hirvió el agua? Tiene dieciocho años. Los dos sabemos que tiene claro
cómo hacer una pasta. Pero él juega a que no está seguro para
permitirme acompañarlo.
Sebastián me mandó fotos de la piedra
Rosetta, uno de nuestros fetiches familiares, y muchas imágenes de
puentes. Y esa madre dizque asumida en la libertad de sus hijos que yo
pretendo que soy… se retira de la compu hecha un mar de lágrimas y
emociones confusas: felicidad, susto, ternura, admiración, aprensiones
vagas y absurdas, unos inconfesables celos hacia aquellas/os que sí
están cerca de ellos. ¡Cuánto de inconfesable! ¡Cuánto de tan
primitivo y egoísta! Shame on me. Cuando eran pequeños y nos
separábamos les llenaba de abrazos a cada uno… su baulito imaginario, y
los guardábamos en sus maletas. “¿Traes tu baulito? Que le digo a
Sebastián, y me llega la carcajada de sus dieciséis años. Después me
escribe comprensivo: “Sí mami, lo traigo conmigo todo el tiempo”.
Camino
hacia la escuela, sus manitas en mis manos. “Cómo pasa el tiempo”, que
me digo, con tonos de Libertad Lamarque. Disculpen lo que les comparto,
pero quiero decirles: a una madre se le desborda el corazón a cada
rato. Así. Como narran en los manuales de la ultra derecha, porque no
es que no coincidamos en ese punto del desbordadero materno, la inmensa
diferencia es que no respeto ni me parece deseable, lo que ellos
quieren hacer con eso. Para el fin de semana el corazón se me empezó a
encoger de a poquitos. Se me va a desencoger, puesto que se los estoy
contando. Tuve ganas de llorar en el supermercado ante el queso
preferido de Sebastián, le encanta con nuez molida y mermelada de
zarzamora. Lagrimée en el MUAC ante el cortometraje de Archibaldo
Burns, que a Jerónimo le hubiera encantado.
¿Y cómo podría
llamarse este sentimiento como de tristeza que no es tristeza, como de
abandono que no es abandono, como de desasosiego que no es desasosiego?
Como que a una le sobran manos, como que a una se le hace más hondo y
presente el espacio vacío entre los brazos. Sus cabellos revueltos por
las mañanas. Ahora los dos están enamorados, los dos tienen novias que
les revuelven el corazón y los cabellos. A mí también me tuvieron que
jalar los cabellos para que regresara a la realidad ésta de ahora, y me
bajara –un rato- del túnel del tiempo. Tenemos tanto que hacer cada uno
por su lado. Y sin embargo…
Le llamo a mi hijo mayor que ya
tiene 26 años y vive desde hace cuatro con su novia. Recorremos nuestro
montón de despedidas y bienvenidas. “Pero Tere, ya deberías ser una
experta en aviones, barcos y trenes. Horizontes y lontananzas”, y se
ríe. “No me digas “Tere” igualado, que aún soy tu madre”. Jugamos a
decir gran cantidad de tonterías. Me consuela hablándome en una lengua
que se llama “polaco”, que inventamos cuando él era niño, y que por
supuesto no tiene nada que ver con el polaco de Polonia. Su novia toma
el teléfono y también me habla en polaco. Los siento muy cerquita..
Cada
vez que mis hijos me hablan en lenguas que no existen, reencuentro en
ellos esa manera boba/bella de amar que es la de mi padre. Mi padre se
la pasaba inventando lenguas misteriosas y palabras raras. Ahora un
poco menos, porque está muy cansado. Es maravilloso como cada familia
va creando sus referencias, sus chistes privados, sus maneras de jugar.
Es maravilloso el lugar de lo lúdico en el amor. En todas las formas de
amor. Me invitan a una librería de segunda mano que nos encanta a
Diego, a mi nuerita y a mí, se llama “El hallazgo”. “Los hallazgos
curan las penas de las madres sobreprotectoras”, dice Diego, con aires
de hijo psicoanalizado. Es cierto.
La maternidad y la hijeidad
son historias profundísimas bordadas de minucias: el cuento de la
noche, las confesiones, la caricia, la torta del recreo, las
vocecitas por la casa, los zapatos junto a la cama, las conversaciones,
el cepillo de dientes y la pasta apachurrada por todos lados. Lo que
aprenden de nosotros, y lo que aprendemos de ellos. Todo lo que
aprenden allá afuera.
La
realidad y los imaginarios. La lonchera (tan concretita) y las
historias de unicornios y animales fantásticos. Hoy extraño tanto a mis
hijos -niños. Extraño tanto al lagarto imaginario y gigantesco que
teníamos en la casa y se turnaba para dormir debajo de sus camas. Casi
estoy a punto de ir a buscarlo. Al lagarto. Si lo encontrara me
abrazaría a él y le diría: “Mira tú bichejo con la prehistoria inscrita
en la piel, mira tú, cómo pasa el tiempo”.
Cuando mis hijos no
están y me entran días como lloricoidales y telúricos, leo el poema “El
viaje a Itaca” de Kavafis. Me ha acompañado muchísimo. Una madre tiene
que aprender a domesticarse. A mirar más allá de su fanático cordón
umbilical. Ajá. Quisiera tanto que mis hijos aprendan todo lo que
tengan que aprender para asumir cada uno su singularidad. Y será
tantas veces a pesar mío y a pesar de sus padres. Quisiera tanto que
aprendan de la vida: las palabras y la bondad.
Que sepan que la
bondad y lo justo, el intento de aprender y de entender, el deseo de
amar y sus compromisos, son parte fundamental de la belleza. Y que la
belleza nos construye y nos salva. Y que la belleza a veces es un
abrazo solidario, y otras la posibilidad de trabajar y otras la risa, y
otras aprender qué hacer con el dolor y lograr transformarlo en
creatividad y en palabras. Y a veces la belleza es una mano que se
extiende hacia nosotros con las palmas hacia arriba, y otras una
música, y lo que nos es entrañable. Y un cierto tono de azul en el
cielo, una descubierta, un árbol, una lagartija, una piedrita.
Que
aprendan que el centro del amor y de la felicidad, es la humildad. Que
aprendan que no tenemos derecho a hacer juicios sumarios, y que en los
caminos sinuosos de lo humano, en sus inevitables claroscuros, es bueno
intentar entender. Hacer un esfuerzo por entender. Entender no es
justificar. No es permitir de más, es entender.
Cada quien tiene
sus cartas de navegación en esto que se llama “Vivir la vida”. No digo
que una logre seguirlas cada vez, sólo digo que es bueno intentarlo con
muchísima voluntad. Eso quisiera que aprendan: ese arte dificilísimo de
la esperanza y la voluntad. Y que como en el poema de Kavafis que acá
les comparto en la versión de Luis Llach, lo importante no es llegar a
Itaca, sino hacer de la travesía una experiencia entrañable.
Trishmirguinbajtekendash versitjencrack alblinjarvakatan,
que en el polaco que no es de Polonia, sino de nuestro hogar
(transportable) significa: “No me hagas caso con mis nostalgias, las
madres somos también eso: guardadoras de una cierta memoria del pasado.
Guardamos frases de nuestros hijos, mechones de cabellos, soldaditos de
plomo, cuadernos con dibujos. Las memorias de sus primeros amores.
Guardamos en baulitos. Por si un día les hace falta. Y aunque no haga
falta”.
Y les digo esa palabra (para que viaje hasta por allá y
por allá) que concentra la manera de amar que les deseo y me deseo (en
mis intentos de madre excesiva en proceso –infinito- de
auto-domesticación): Namaste.
Mis amadísimos chamucos
de alas largas: “Yo honro el lugar de ti donde el Universo entero
reside/yo honro el lugar dentro de ti de amor y luz, de verdad y paz”.
Y el mundo y sus galaxias están para ser descubiertos por ti, si ese es
tu deseo. Anda. ¿Acaso yo no hice lo mismo aunque me de por olvidarlo?
Pero,
“¿Estás seguro de que te abrigaste lo suficiente? ¿Está planchada tu
camisa? Trata de desempolvar tu inconsciente con una cierta
frecuencia. ¿Qué leíste anoche? ¿Con quién paseas? ¡No comas fritangas!
Namaste, mis adorados.
No se pierdan esta belleza de música y letra.
El viaje, y sus metáforas.
El poema de Kavafis y la música y voz de Lluís Llach.
(En algún momento parece que termina, no se salgan, sucede en dos tiempos)