Silvia
Federici (1942, Parma, Italia), escritora, profesora y activista
feminista estadounidense, se sitúa en el movimiento autónomo dentro de
la tradición marxista. Es autora de Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria y de Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas,
ambas publicadas por la editorial Traficantes de Sueños. Silvia
Federici pertenece a un grupo de pensadoras que rechazan firmemente la
idea de que patriarcado, trabajo doméstico y desigualdad de las mujeres
se sitúen “fuera” del capitalismo. Federici plantea en esta entrevista
que el trabajo doméstico de las mujeres es en realidad un conjunto
complejo de actividades que contribuyen a la reproducción de la fuerza
de trabajo para el capital, y de las cuales el capital se beneficia
porque se trata de un trabajo no remunerado. Además, Federici comenta
los mecanismos mediante los cuales se impuso esta condición a las
mujeres durante el periodo en el que tuvo lugar la acumulación
primitiva mediante la violencia y la exclusión social, y no como
continuación natural de una relación previa. Publicamos esta
conversación entre la autora y Tesa Echeverria y Andrew Sernatinguer,
publicada en Marxismo Crítico.
Tesa Echeverria (TE): ¿Háblanos un poco de ti? ¿Cómo te implicaste en la lucha feminista y cómo te convertiste en escritora?
Silvia Federici (SF):
Me impliqué en el movimiento feminista en la década de los setenta
porque, como muchas mujeres de mi generación, compartíamos un
sentimiento de frustración ante nuestras perspectivas de una vida
dedicada al trabajo doméstico. A finales de la década de los sesenta,
llegué a EEUU para trabajar en mi tesis. Participé en el movimiento
estudiantil y pacifista, y sentí que estaba en un entorno muy
masculino.
La razón de mi implicación con el
feminismo es mucho más profunda. Me crié en la época de posguerra en
Italia. El impacto de segunda guerra mundial contribuyó a que se
generara cierta desafección hacia la cuestión de la reproducción. La
masacre provocada contribuyo a que nos resultara muy extraña la sola
idea de idealizar la maternidad como lo hicieran nuestras madres.
Por otra parte, por supuesto, Italia era una sociedad profundamente
patriarcal. La influencia del fascismo fue muy fuerte, y el fascismo
ensalzaba la maternidad y una imagen abnegada de la feminidad: la mujer
se sacrifica por el bien común. Todos estos elementos provocaron mi
entusiasmo inmediato por el movimiento feminista.
Andrew
Sernatinguer (AS): Hay pocas feministas radicales economistas, y el
pensamiento marxista se ha preocupado poco por el trabajo de las
mujeres en particular. Se te conoce por tu defensa del “salario para el
trabajo doméstico”, ¿podrías explicarnos en qué consiste y dónde radica
su importancia?
SF: En 1972 leí un artículo de una
economista italiana, Maria Dalla Costa, «El poder de la mujer y la
subversión de la comunidad». En dicho artículo, Dalla Costa presentaba
un análisis del trabajo doméstico que respondía a muchos de los
interrogantes que yo me planteaba. Ella defendía, en contra del
planteamiento dominante en la literatura tanto radical como liberal,
que el trabajo doméstico y todo el conjunto de actividades esenciales
para la reproducción de nuestras vidas, en realidad, constituyen un
trabajo esencial para la organización del trabajo capitalista. Se trata
de actividades que no solo producen comida o ropa limpia, sino que
reproducen la fuerza de trabajo. Esto las convierte, en cierto sentido,
en el trabajo más productivo del capitalismo. Sin él no podrían darse
otras formas de producción.
El argumento me
produjo una enorme impresión y, en el verano de 1972, viajé a Italia
para conocer a Dalla Costa. Entonces, me impliqué en la fundación del
International Feminist Collective [Colectivo Feminista Internacional]
que lanzó la Campaña Salario para el Trabajo Doméstico. Constituía la
puesta en práctica de ese análisis, que básicamente ponía de manifiesto
la infravaloración del trabajo doméstico bajo el capitalismo y la
invisibilidad de esas tareas porque no estaban remuneradas con un
salario.
Muchas feministas no veían con buenos
ojos esta campaña porque consideraban que con ella se
institucionalizaba el papel de las mujeres en el hogar. Sin embargo,
una de las cosas que pretendía la campaña era precisamente visibilizar
el trabajo doméstico, plantear una redefinición de en qué consistía
realmente esa forma de trabajo y concienciar a la sociedad en ese
sentido. Queríamos poner de manifiesto que se trata de un trabajo
esencial, fundamental, y no un servicio personal prestado a los hombres
y a la prole. La reivindicación tenía también una dimensión económica
importante, en el sentido de que veíamos cómo muchas mujeres se veían
abocadas a una relación de dependencia con los hombres al no estar
remunerado su trabajo. Ahí residía la raíz de las relaciones de poder,
en los casos, por ejemplo, en los que las mujeres no podían abandonar
una relación de abuso por su situación de dependencia.
Esta condición de no asalariadas perseguía a las mujeres en todos los
ámbitos, incluso cuando aceptaban un trabajo fuera del hogar. Para
nosotras, ese trabajo no remunerado que acompañaba a las mujeres de por
vida, explicaba indudablemente las condiciones a las que se enfrentaban
al trabajar fuera del hogar: salarios más bajos y en ocupaciones en su
mayor parte entendidas como extensiones del trabajo doméstico.
Esa reivindicación nunca fue nuestro último objetivo, pero sí una
manera de equilibrar las relaciones de poder entre mujeres y hombres, y
entre las mujeres y el capital. Exigía analizar el salario en sí y a
preguntarnos por ¿qué es el salario? Nos llevaba a superar a Marx.
Para Marx, el salario oculta el trabajo no remunerado que realizan los
trabajadores, pero él no acertaba a ver cómo además el salario ha sido
utilizado para establecer jerarquías en el ámbito del trabajo, por
razones de género, pero también raciales.
Creíamos que
el salario para el trabajo doméstico era un elemento desestabilizador
que socavaba una división sexual-social del trabajo injusta y basada en
la desigualdad. En cierto sentido, cumplía la misma función que en otro
tiempo cumplieran las revueltas contra la esclavitud. Solíamos decir
que había una importante diferencia entre la lucha por el salario de
las personas esclavas y la lucha por unas mejores condiciones
salariales de los trabajadores. Echaba por tierra toda una arquitectura
social extremadamente poderosa capaz de dividir a las personas y
naturalizar el hecho de que una inmensa cantidad de trabajo no
estuviera remunerado.
Este era el objetivo y la
lógica que sustentaban la campaña que, como ya he comentado, encontró
la oposición de muchos sectores del movimiento feminista. En los
últimos tiempos, sin embargo, he percibido un cambio en este sentido.
Algo que creo que refleja tu pregunta. Hay un interés renovado por el
tema que creo que guarda relación con el hecho de que treinta años
después se ha desvanecido en buena medida la ilusión del potencial
emancipador del trabajo asalariado fuera del hogar, que entonces
albergaba el movimiento feminista.
TE: La lectura de los primeros ensayos recogidos en Revolución en punto cero
en los que abordas el tema de la reproducción y en los que destacas
hasta qué punto se trata de una forma de trabajo valioso, y cómo el
salario para el trabajo doméstico constituye una herramienta para
ponerlo de manifiesto, ha sido muy esclarecedora para mí.
SF:
¡Sí! De hecho titulé el primer ensayo del libro «Salarios contra el
trabajo doméstico», porque para nosotras era evidente que los salarios
para el trabajo doméstico eran a la vez salarios contra el trabajo
doméstico. Las mujeres que se han rebelado contra el trabajo doméstico
han padecido un enorme sentimiento de culpa.
Nunca se han
percibido a sí mismas como trabajadoras en lucha. Tampoco sus familias
o comunidades las han visto como trabajadoras en lucha cada vez que han
pretendido oponerse al desempeño de esas tareas; más bien se las ha
visto como mujeres malas. Hasta ese punto ha llegado el proceso de
naturalización. No te ven como trabajadora, sino que estás cumpliendo
tu destino natural como mujer. Para nosotras la reivindicación del
salario para el trabajo doméstico suponía cortar el cordón umbilical
entre nosotras y el trabajo doméstico.
TE: Y,
por abordar el debate de la economía doméstica. Muchos defenderían que
el modo de producción capitalista consiste en acudir a un lugar de
trabajo, vender su fuerza de trabajo, obtener un salario a cambio y se
acabó. El trabajo doméstico queda fuera de esa definición. ¿Me gustaría
saber qué opinas sobre esto?
SF: ¡Estoy absolutamente en contra! Ahí radica la razón por la que inicié el recorrido histórico recogido en Calibán y la bruja.
Quería fundamentar tanto histórica como teóricamente que el trabajo
doméstico no constituía un legado ni un resto de la era pre
capitalista, sino una forma específica de relación social construida
por el capitalismo. Es decir, que constituía una nueva actividad.
El trabajo que realicé estaba orientado a mostrar cómo el capitalismo
había construido la figura del ama de casa. Obviamente, esa
construcción se produjo a lo largo de los distintos periodos históricos
y en respuesta a distintas demandas. Arrancamos de los siglos XVI y
XVII, cuando tuvo lugar la bifurcación de las actividades derivadas del
trabajo, y que sentó las bases para que solo algunas de ellas fueran
reconocidas como tal, con la implantación de la economía de mercado.
Solo se valoraba el trabajo asalariado, y con ello se inició la
desaparición de las actividades reproductivas remuneradas. Ese fue el
primer paso fundacional y fundamental.
Obviamente, después, a lo largo del siguiente siglo y, en concreto, en
el siglo XIX es posible rastrear toda una serie de políticas muy
específicas. En Calibán y la bruja destaco que en Europa,
llegado el siglo XVII, las mujeres habían sido expulsadas de la mayor
parte de las ocupaciones que tenían fuera del hogar. Anteriormente, en
la Edad Media, se las expulsó de los gremios, en cierto sentido
equivalentes a las organizaciones de trabajadores que hoy conocemos. Al
poco tiempo, ya solo accedían a actividades relacionados con el trabajo
doméstico, como enfermeras, nodrizas, criadas, lavanderas, etc. A lo
largo de los siglos XVI y XVII emergió de un modo muy concreto y
preciso en términos históricos, una nueva forma de trabajo
crecientemente invisibilizado.
En la segunda
mitad del siglo XIX, se aprecia una construcción también específica del
ama de casa a tiempo completo y de clase obrera. Todo un conjunto de
políticas –el inicio del “salario familiar”, la expulsión de las
mujeres de las fábricas mediante distintas leyes de protección y la
institución del matrimonio– demostraban esa tendencia. Es una larga
historia que pone de manifiesto cómo el trabajo doméstico es una forma
de trabajo que ha quedado subsumida bajo la lógica de la organización
capitalista del trabajo.
Lo cierto es que forma
parte de “la cadena de montaje” productora de la fuerza de trabajo.
Marx nos habla de la reproducción de la fuerza de trabajo pero lo hace
de un modo muy peculiar. Para él se produce a través del salario y la
adquisición de mercancías por medio de ese salario. El trabajador
consume las mercancías. Básicamente utiliza la paga para comprar comida
y ropa; consume tales mercancías y se reproduce a sí mismo. En el
cuadro que nos presenta Marx no hay ni rastro de ningún otro trabajo.
Siempre he tendido a explicar este fenómeno basándome en que los
tiempos de Marx eran los tiempos de desarrollo del capitalismo
industrial, momento en que el empleo femenino alcanzó un punto álgido
en las fábricas, sobre todo en el caso de las mujeres jóvenes. Quizá
Marx se basara en esta mano de obra femenina industrializada, en
aquella fase inicial del desarrollo industrial, para afirmar que el
trabajo reproductivo era extremadamente escaso. Es una posible
explicación que esgrimo para explicar su malentendido. Pero,
obviamente, hay que profundizar mucho más para explicar la reproducción
de la fuerza de trabajo en términos tanto cotidianos como
generacionales. A partir de la década de los años sesenta del siglo
XIX, este trabajo se asignó definitivamente a las mujeres.
Con la llegada del siglo XX, y posteriormente con la primera guerra
mundial, tiene lugar un proceso que puede tildarse de producción
concertada del ama de casa. El trabajo doméstico pasa a convertirse en
una ciencia. Algo que se enseña en las escuelas a todas y cada una de
las niñas. Entonces se emprendió también una campaña ideológica que
convertiría el hogar en un centro de producción y de reproducción de la
fuerza de trabajo. El argumento que defiende que el trabajo doméstico
es esencial para el proceso de valorización del capital tiene una
fuerte raigambre histórica.
AS: Algo
fundamental en este sentido es que muchos marxistas se aferran a la
teoría del valor como pieza esencial para entender el capitalismo y
argumentar su crítica. Hablas de reproducción pero, si no me equivoco,
en el Libro primero de El capital Marx solo dedica un par de
páginas al tema, lo cual supone un reduccionismo similar al de afirmar
que toda reproducción es a su vez producción. Me preguntaba si a tu
defensa del salario familiar le corresponde una teoría del valor
equivalente. Algo que permita entender de qué forma las mujeres
contribuyen a la generación de plusvalía.
SF: La plusvalía
es un producto social. En ningún caso es un producto que pertenezca a
una persona o actividad concreta. Este aspecto desarrollado por Marx
sigue siendo muy importante y válido. Bajo el capitalismo, la
producción del valor nunca deriva de un lugar concreto sino que está
determinado socialmente. En otras palabras, se trata de una “extensa
cadena de montaje” (recurro al término en sentido figurado), necesaria
para la generación de plusvalía. Obviamente, la plusvalía se genera al
venderse en el mercado los productos del trabajo. Si tienes una fábrica
que produce una docena de coches que no llegan a venderse nunca, no se
genera plusvalía.
Lo que pretendo decir con esto
es que las actividades implicadas en la reproducción del trabajador
asalariado forman parte de esa cadena de montaje: son parte de un
proceso social que determina la plusvalía. Aunque no podamos precisar
una relación directa entre lo que tiene lugar en una cocina y el valor
que se genera, por ejemplo, con la venta de un coche o de cualquier
otro producto, cuando contemplamos la naturaleza social de la
producción de valor, se despliega una “fábrica social” más allá de la
propia fábrica.
TE: Partiendo de esa idea,
¿cómo podría cambiar esa dinámica algo como el salario para el trabajo
doméstico? ¿Entraría en una relación distinta la propia obtención de un
salario?
SF: Para nosotras, el elemento definitorio de la
Campaña Salarios para el Trabajo Doméstico era que contenía un elemento
para la unidad entre las mujeres. No solo con respecto a las
implicaciones que tendría en términos de una redistribución de la
riqueza, que daría a las mujeres más poder y abordaría la cuestión de
la relación de dependencia con respecto a los hombres, y, por tanto,
cambiaría la relación entre hombres y mujeres, sino por su poder de
cohesión. Lo primero que has de plantearte cuando formulas una
reivindicación es si favorece la unidad, si te da más fuerza para la
lucha, o si se trata de una reivindicación que acaba restableciendo o
ahondando en las divisiones entre las personas.
Salarios para el Trabajo Doméstico era una campaña por la unidad de las
mujeres porque, en efecto, veíamos que una minoría de mujeres eran como
hombres a todos los efectos prácticos desde su control del capital y
como capitalistas, pero la mayoría de las mujeres del planeta que
realizan el trabajo doméstico, sin embargo, están devaluadas, y muy a
menudo dependen económicamente de los hombres tanto en casa como fuera
de casa. De modo que para nosotras, esta reivindicación era prioritaria
para lograr la unidad a la vez que visibilizaba el trabajo que
estábamos realizando y ponía de manifiesto la devaluación del trabajo
doméstico bajo el capitalismo. Para nosotras nunca fue algo del tipo:
«Vale, llega un cheque a casa, pero todo sigue igual».
AS:
Me gustaría detenerme un poco en este punto. Una cosa de la que me di
cuenta al leer tus ensayos es que tomas una idea que por sí misma es
muy sencilla, como el salario para el trabajo doméstico, pero a partir
de ahí surgen muchas pequeñas distinciones y matices. ¿Podrías
profundizar en ellos? Por ejemplo, decías que el salario para el
trabajo doméstico debería provenir del capital, y que no defiendes que
el trabajo doméstico pase a formar parte de la fuerza de trabajo
asalariada. ¿Podrías hablarnos de la reivindicación del salario para el
trabajo doméstico y cómo funcionaría? ¿Quiénes son sus agentes y cómo
concibes que se “administre”?
SF: Se nos pidió muchas veces
que explicáramos “el programa” pormenorizadamente, y nosotras siempre
nos hemos resistido a ello. Somos conscientes de que, como en las
prestaciones sociales y muchas otras formas de asistencia social, todos
estos programas pueden organizarse y administrarse de muchas formas
diferentes: pueden ser definidos de forma que unan a la gente, que la
dividan, que creen jerarquías o que no las creen. La seguridad social,
por ejemplo, se ha organizado de forma que queden excluidas las
personas que hacen el trabajo doméstico. Puedes estar trabajando toda
tu vida, pero en casa nunca tendrás seguridad social, salvo a través de
tu marido, e incluso en ese caso ¡solo después de una relación de nueve
años!
Nos resistimos a entrar en temas
específicos porque nos dimos cuenta de que en ese aspecto todavía
teníamos que construir un poder social que nos permitiera cuestionar
las políticas del Estado por la vía de la reivindicación del salario
para el trabajo doméstico en los términos en los que lo habíamos
concebido. En otras palabras, vimos que podía organizarse algo parecido
a lo que había sucedido con las prestaciones sociales, cuya estructura
iba bastante en detrimento de las mujeres que las recibían.
Siempre fuimos muy conscientes de la cuestión del poder social, «¿qué
poder tenemos para luchar por ciertas reivindicaciones?». Siempre
tuvimos claras algunas cosas: la primera, que tenía que el cambio
tendría que venir del Estado, y no de los hombres de forma individual.
Veíamos al Estado como representante del capital colectivo. La segunda,
todo empresario se beneficia del hecho de que hay alguien en casa
haciendo el trabajo doméstico, ya sean hombres, mujeres o niños-niñas.
Éramos muy conscientes de que teníamos que hacer hincapié en que se
trataba de salarios para el trabajo doméstico, no salarios para las amas de casa, ni salarios para las mujeres.
Considerábamos
que esta reivindicación tenía el potencial de desexualizar el trabajo
doméstico y veíamos que podía satisfacerse de muchas formas, no solo
por la vía monetaria, sino también con ayudas para la vivienda, por
ejemplo. Uno de nuestros argumentos es que para las mujeres, la casa es
la fábrica; en ella tiene lugar la producción. Por tanto, esperamos ser
pagadas por ello. Pero no queríamos luchar por el cuidado de los hijos
de la forma en que muchas lo han hecho, viendo en las reivindicaciones
de atención al cuidado de las criaturas una vía para liberar tiempo
para trabajar fuera del hogar.
Los salarios para
el trabajo doméstico se podían obtener a través de un salario, pero
también a través de todo un abanico de prestaciones y servicios que
permitieran el reconocimiento de las actividades que se desarrollan
dentro del hogar como un proceso de trabajo, y que las personas que lo
realizan tiene derecho a tener tiempo libre fuera de él. De modo que
nunca desarrollamos un plan de acción porque esperábamos obtener más
poder antes de vernos verdaderamente implicadas en una negociación que
abriera un mapa de posibilidades.
TE: Me gustaría pasar a otro tema y plantear la cuestión de la acumulación primitiva de la que hablas en Calibán y la bruja.
Marx expuso cómo el capitalismo creció y obtuvo su acumulación
originaria a través de la conquista, el robo y la esclavitud. En el
libro expones tus ideas sobre la acumulación originaria, que se
relacionan estrechamente con las de Marx, pero también guardan
importantes diferencias. ¿Podrías explicarlas?
SF:
La noción de acumulación primitiva fue elaborada por Adam Smith, de
quien la tomó Marx para desarrollar sus propios argumentos. Marx
explicó que para que se produjera el origen del capitalismo hubo un
proceso previo de ordenamiento de algunas de las relaciones
fundamentales y de acumulación de algunos de los recursos necesarios
para que despegara el capitalismo. En concreto, era necesario separar a
los productores de los medios de producción.
Marx describe ese proceso como un periodo de acumulación primitiva, lo
que equivale a decir, acumulación de tierra, trabajo y plata. En los
siglos XVI y XVII tuvo lugar la conquista de una parte del continente
americano y aquello trajo los recursos necesarios para impulsar la
economía de mercado. En muchos lugares de Europa, empezando por
Inglaterra y Francia, se inició el proceso de cercamientos que expropió
a la mayoría del campesinado. Esto transformó progresivamente a una
población de campesinos, granjeros, artesanos, etc., con cierto acceso
a los medios de su reproducción, en poblaciones totalmente desposeídas
y abocadas a trabajar por una miseria.
Lo que
defiendo en mi libro es que la descripción que Marx hace de este
proceso es extremadamente limitada. Probablemente él ve la importancia
de la conquista colonial y de los cercamientos de tierras como
esencial, pero lo que omite son otros procesos que, desde mi visión,
son fundamentales para lo que se convertiría en la nueva sociedad
capitalista.
En concreto, Marx ignoró el papel
de la caza de brujas, que fue una guerra en toda regla contra las
mujeres; cientos de miles de mujeres fueron arrestadas, torturadas,
asesinadas y quemadas en las plazas públicas. Tampoco aborda el papel
de la legislación que penalizaba todos los métodos de anticoncepción ni
el control sobre el proceso de reproducción biológica, o las leyes que
introdujeron un nuevo tipo de familia, un nuevo tipo de relaciones
sexuales. Eso situó el cuerpo de las mujeres bajo la tutela del Estado.
Lo que se empieza a ver con el desarrollo del capitalismo es una
política que ve el cuerpo de las mujeres y la procreación como un
aspecto fundamental para la reproducción de la fuerza de trabajo. En
ese sentido, con el desarrollo del capitalismo, los cuerpos de las
mujeres son convertidos en máquinas para la producción de trabajadores,
lo que explica por qué esas leyes tan violentas y sangrientas contra
las mujeres eran instituidas allí donde se aplicaba la pena capital
para cualquier forma de aborto.
Lo que he señalado en Calibán y la bruja
es que hay otra historia que está por escribirse: una historia no solo
del proceso de producción, sino de la transformación del proceso de
reproducción de la fuerza de trabajo. Es una historia que ve cómo el
Estado básicamente libra una guerra contra las mujeres, destruyendo su
poder, relegándolas a posiciones de trabajo no remunerado.
Ese es el trabajo histórico que he realizado, que no solo añade un
nuevo capítulo a lo que ya sabíamos de este periodo, sino que, de
alguna forma, redefine lo que es el capitalismo y cuáles son los
requisitos para la reproducción de la sociedad capitalista. Al escribir
esta historia, he desarrollado un marco teórico que más tarde he
utilizado para interpretar la reestructuración de la economía global.
TE: En Calibán y la bruja
hablas de los juicios de brujas y elaboras el concepto de Marx de
acumulación originaria, pero también amplías las categorías de aquello
que es acumulado. Te detienes a examinar la tierra, el trabajo y el
dinero, pero también hablas de los conocimientos de las mujeres sobre
anticonceptivos, por ejemplo, y cómo fuimos desposeídas del
conocimiento de nuestros propios cuerpos y de nuestra capacidad para
reproducir o formar las familias que eligiéramos.
SF: ¡Así
es! Partiendo de esa reelaboración de la acumulación originaria puedes
pensar en muchos otros cercamientos: no solo los relativos a la tierra,
sino también el cercamiento del cuerpo. Tu cuerpo queda cercado en el
momento en que estás tan aterrorizada que no puedes ni controlar tu
propia reproducción, tu vida sexual.
Podemos pensar en un
cercamiento del conocimiento porque, por ejemplo, hubo un ataque contra
los medios que las mujeres habían usado para controlar la procreación.
Las mujeres eran transmisoras de una inmensa cantidad de saberes. Hoy
podemos mirar con incredulidad hacia algunos de ellos y pensar que
quizá no fueran muy válidos como métodos anticonceptivos fiables, pero,
de hecho, se transmitieron muchas técnicas de generación en generación.
Mi objeción a la argumentación de Marx, siendo
importante como es, es su limitada concepción del proceso de
desposesión necesario para la creación del proletariado moderno.
AS: Uno de los puntos que mencionas en tu libro Revolución en punto cero
es una especie de crítica al canon marxista o anticapitalista. ¿Puedes
profundizar en esta idea y explicar qué impacto tiene el comprender los
aspectos de género del capitalismo sobre nuestra práctica política?
SF: Tengo la sensación de que la cuestión de la reproducción es
esencial no solo para la organización capitalista del trabajo, sino que
también es central en cualquier proceso revolucionario verdadero,
cualquier proceso genuino de transformación social. Creo que
actualmente es especialmente importante porque vemos en primer lugar
que ni el Estado ni el mercado contribuyen a la reproducción. El
desmantelamiento del Estado de bienestar se está llevando a cabo en
todo el mundo y de tal manera que prácticamente deja nuestra
reproducción desprovista de apoyo.
Existe otra
necesidad que tiene que ver con la desintegración del tejido social de
nuestras vidas y nuestras comunidades debido a la destrucción económica
que hemos visto en las últimas tres décadas. Las formas de organización
y los tipos de lazos de solidaridad que se habían construido a lo largo
de los años básicamente ya no existen. Deberá producirse todo un
proceso de reconstrucción si queremos reunir el poder para empezar a
cambiar nuestras vidas e imponer un modelo diferente de sociedad. El
trabajo reproductivo y todo lo que sucede en el hogar es fundamental
porque muestra de forma muy clara todas las divisiones que mantienen a
la gente esclavizada en esta sociedad, empezando por la división entre
mujeres y hombres, pero también entre jóvenes y viejos y también sobre
la base de la “raza”.
AS: Lo que sugiero es
que muchas personas de la extrema izquierda, tanto anarquistas como
marxistas, aunque piensan que los temas de las mujeres son importantes,
siguen poniendo el foco todavía en el trabajo formal. Pueden estar de
acuerdo con muchos de tus argumentos, pero dirían que con los recursos
que tenemos, debemos centrarnos en la fábrica capitalista o en el lugar
de la producción formal, porque es ahí donde descansa el máximo
potencial de transformación. ¿Qué opinión te merece esto?
SF: En mi opinión es una visión muy estrecha de lo que se ha llamado la
lucha de clases. Incluso en términos de nuestra historia reciente,
muchos de los movimientos que tuvieron un profundo impacto en los años
sesenta y setenta del siglo pasado eran movimientos cuya base de poder
estaba en buena medida fuera de la fábrica. El movimiento por los
derechos civiles, el movimiento del poder negro, no se basaban en la
fábrica. Con ellos debería haber quedado demostrado que existe un poder
que reside en la comunidad, y no solo en la fábrica. Con la
precarización del trabajo y el tipo de chantaje al que la población
asalariada está hoy sometida, encontramos que incluso las luchas en el
lugar de trabajo asalariado tienden a no tienen éxito a menos que
cuenten con el apoyo de la comunidad. Esa conexión entre fábrica y
comunidad era la regla antes de los años treinta y cuarenta con el New Deal.
Necesitamos repensar esa escisión. Me parece que el aspecto central de
la lucha hoy es cómo transformamos el tipo de reproducción que
generalmente se nos impone, cómo nos reproducimos como trabajadores y
trabajadoras, como fuerza de trabajo y como personas destinadas a
diferentes formas de explotación. Necesitamos transformar eso en un
trabajo reproductivo capaz de reproducirnos de acuerdo a nuestras
verdaderas necesidades y deseos. Ese es uno de los principales retos
que hoy debemos abordar.
Entrevista traducida al castellano por Olga Abasolo y Nuria del Viso con autorización de Silvia Federici.