Hace tiempo que tenía pendiente escribir algo en respuesta a
este artículo de Beatriz Gimeno
en la revista Pikara sobre la necesidad de que el feminismo elabore
valientemente un discurso antimaternal. El otro día Maite Garrido
Courel me envió unas cuantas preguntas sobre el tema para un reportaje
en la revista
Números Rojos,
y cuando quise responder me salió un texto larguísimo, que es más o
menos el que quería haber escrito, así que aquí lo vuelco, y agradezco
a
Números Rojos las preguntas, sin cuya presión seguramente no me habría puesto a ello.
Por supuesto, dentro del feminismo existe un discurso muy plural sobre
la maternidad (y casi sobre cualquier otra cosa), de ahí que siempre
estemos hablando de “feminismos”, en plural. Sin embargo, yo creo
–aunque es una opinión discutible, por lo que he pedido ver– que existe
algo que podemos llamar "feminismo
mainstream o
institucionalizado" en el que la pluralidad se desvanece. Para ese
feminismo, que es el más influyente en términos políticos (me refiero a
política institucional, a influencia sobre las políticas de las
administraciones públicas), la maternidad es, sobre todo, un punto
ciego, igual que para muchas de las teóricas del feminismo clásico (a
mí, desde luego, siempre me ha llamado la atención la cantidad de
textos clásicos del feminismo que pasan de puntillas por un fenómeno
tan central para las mujeres). Por ejemplo, en las miles de alusiones a
la brecha salarial entre hombres y mujeres muy, muy pocas veces (por no
decir ninguna) se habla del peso de la maternidad o los cuidados en la
conformación de esta brecha. Y como este ejemplo se podrían buscar
otros. Mi impresión es que se analiza desde una óptica de patriarcado
clásico algunos fenómenos (como puede ser el de la discriminación
laboral o salarial) que están muy ligados con la maternidad y los
cuidados.
Por supuesto, esta constatación no obturaría el
debate sobre la opresión patriarcal ni restaría fuerza a las
reivindicaciones feministas: pero sí las orientaría quizá por otros
derroteros. Por ejemplo, tocaría abordar con decisión el tema de por
qué son las mujeres las que siguen asumiendo mayoritariamente los
cuidados, y –tema espinoso donde los haya– cómo se conjuga este dato
con la (relativa) libertad de algunas mujeres para elegir su destino:
la idea de que cualquier mujer que elige cuidar está siendo víctima de
algún tipo de presión neopatriarcal no me vale. Es decir, soy
consciente de que existe un inmenso número de mujeres para las que el
cuidado no es una opción sino una obligación, y me parece fundamental
luchar por su liberación. Pero de ahí no cabe concluir que el cuidado
sea siempre una carga desagradable de la que debemos intentar
deshacernos. Y desde luego, me fastidia profundamente ese tic de cierto
feminismo que sólo reconoce la libertad de elegir de la mujer cuando
ésta realiza la elección "correcta": realizarse a través del trabajo,
amoldarse al modelo del trabajador varón adulto y autónomo... Muy
especialmente cuando cada vez somos más, hombres y mujeres, quienes
cuestionamos decididamente este modelo, que hace aguas por todas
partes. Se han hecho estudios, por ejemplo, sobre el número de mujeres
(todas ellas bastantes privilegiadas en términos socioeconómicos y
culturales) que estudian con muy buenos resultados másters como el
famoso MBA y luego no ejercen en los mismos puestos de alto nivel que
sus compañeros de clase.
Casi siempre, la retirada de la dura
carrera competitiva hacia la cumbre empresarial tiene lugar cuando esas
mujeres deciden tener hijos. Algunas se van a casa a cuidar, otras
eligen profesiones de menos prestigio y menos salario que les dejan más
tiempo libre. Lo habitual es intentar analizar eso en términos de
patriarcado y a mí, la verdad, me da un poco de rabia: es cierto que
hay que preguntarse por qué ellas sí y ellos no, pero no vale hacerse
la pregunta dando por supuesto que ellas pierden y ellos ganan, que
ellas se someten y ellos eligen. A ver, ¿no son estas mujeres más
sabias que sus compañeras y compañeros que trepan y trepan sin descanso
en bufetes de abogados y empresas dedicando 12 o 14 horas al día al
trabajo? ¿No deberíamos aspirar a que cada vez sea menor el número de
mujeres y también de hombres que se dejan engañar por ese abusivo
predominio del trabajo y lo económico en nuestras vidas? ¿No existe una
presión tremenda –que se ejerce sobre hombres y mujeres, pero quizás
más sobre los hombres– para que seamos individuos competitivos
productivos y consumistas hedonistas? ¿No puede ser que estas mujeres
estén aprovechando su posición ventajosa para desafiar esa presión
mercantil? Puede que suene demasiado ingenuo, y ya sé que hasta que no
hay mujeres en puestos de responsabilidad muchas veces las empresas no
elaboran políticas de conciliación y demás. También sé que algunas de
las mujeres que se retiran de la carrera hipercompetitiva lo hacen
movidas por una rechazable ideología machista que sigue encuadrando a
la mujer en el hogar como su lugar natural. Pero el discurso estándar
en estos casos a mí no me sirve. Me parece que debemos profundizar un
poco más, sin miedo y sin prejuicios.
Por otra parte, los
feminismos han tenido (y aún tienen) que librar una batalla muy, muy
ardua por el derecho al aborto y la anticoncepción. En este sentido, es
lógico que los esfuerzos se hayan centrado en la lucha contra la
maternidad como imposición. Pero, por el camino, la reivindicación y el
análisis de la maternidad deseada desde una óptica feminista ha tendido
a quedar en los márgenes. Asimismo, el discurso de mi cuerpo es mío y
yo decido, perfectamente razonable en la lucha por el aborto, también
nos ha dejado en mala posición para reivindicar la maternidad como
hecho social, o para reclamar la implicación de toda la sociedad en los
cuidados de los hijos. Como decía Yvonne Knibiehler, una feminista
francesa a la que admiro, una vez conquistado el derecho a no ser
madres, nos queda conquistar el derecho a serlo sin perdernos en el
camino. Y creo que somos muchas las mujeres que al tener hijos nos
hemos sentido un poco huérfanas de discurso feminista en el que
encajar, sobre todo cuando algunas hemos decidido que la maternidad
“externalizada” (escolarización temprana, formas de disciplina
encaminadas a conseguir que los críos no estorben, crianza y cuidados
entendidos exclusivamente como una carga, etc.) no iba con nosotras.
Muchas feministas reivindican firmemente su derecho a no ser madres, y
denuncian que en la sociedad patriarcal actual sigue vive la ideología
que equipara el ser mujer con el ser madre y presiona a las mujeres
para que seamos madres antes que ninguna otra cosa. Otras reivindicamos
nuestro derecho a ser madres de ciertas formas que no encajan con el
ideario feminista
mainstream y aseguramos que las presiones que
hemos recibido han ido más bien en dirección contraria: trabaja,
consigue, trepa, logra, disfruta, goza, sigue con tu vida y no te
enfangues en cosas de críos que no te van a reportar nada bueno. Por
supuesto, cada una sabrá lo que ha experimentado en sus carnes o cuál
de las dos presiones le ha resultado más molesta. Pero más allá de ese
debate estéril que contrapone experiencias personales, creo que
deberíamos hacer un análisis sosegado del mundo ideológico en el que
vivimos. Según mi hipótesis, la presión patriarcal para identificar a
la mujer con la madre es una ideología en retirada, una ideología
secundaria, mientras que la presión antimaternal está en auge.
La
primera, la pro-maternal, es muy visible y directa y un tanto, digamos,
ingenua. Y aunque no me extrañaría que en términos estadísticos aún
hubiera más mujeres que se sintieran víctimas de esta presión, me
atrevo a afirmar que está en decadencia en un sentido profundo. La
segunda presión, la anti-maternal es más ladina y menos fácil de
identificar. Está mezclada con la ideología productivista habitual de
nuestras sociedades capitalistas, está mezclada con el consumismo y el
hedonismo en el que nos hemos socializado, y recoge, para mayor
confusión, muchos de los temas y conceptos del discurso feminista, lo
que hace las cosas aún más complicadas. Así es como yo lo veo, al
menos: todo conspira para que “elegir” hijos aparezca como la elección
incorrecta. Desde luego, para mí no tiene sentido que nos dejemos
engañar por el discurso sensiblero, carca y muy de boquilla de “los
niños son el bien más preciado” y “madre no hay más que una”: la
realidad es que cuidar (y por tanto, también ser madre) aquí y ahora es
duro y difícil y está muy desincentivado. Por otra parte, además de la
maternidad como punto ciego o como silencio obstinado, ciertas
facciones del feminismo más mainstream han sido abiertamente
antimaternales. Es el caso de Simone de Beauvoir, por ejemplo, y de
otras muchas para las que la pérdida de autonomía que supone asumir a
fondo una relación de cuidado constituye un defecto inaceptable de la
maternidad.
Muchas feministas han identificado –correctamente,
en mi opinión– la maternidad como fuente de opresión y sufrimiento en
nuestras sociedades. Pero en lugar de luchar y denunciar este hecho,
han preferido dar la espalda a la maternidad, confundiendo, tal vez,
los problemas que entraña la maternidad en una sociedad como la nuestra
con problemas intrínsecos de la maternidad. Para muchas feministas las
reivindicaciones actuales de una maternidad intensiva en tiempo y
esfuerzo (con sus concreciones en forma de lactancia prolongada,
colecho, escolarización tardía, educación no autoritaria, etc.) suponen
un paso atrás y una atroz pérdida de autonomía. Es curioso, porque a mí
me parece tremendamente evidente que la mayor pérdida de autonomía que
existe en este mundo y el principal sumidero de tiempo y esfuerzo, es
el trabajo asalariado, y sin embargo no suelo oír tantas quejas...
El otro día, en un foro de Internet, una madre que se preguntaba cómo
podría ser una crianza feminista. Decía algo así como: “¿sería aquella
que disciplina a los niños para que no obstaculicen la realización
personal de la madre adaptada al molde del varón? ¿o sería más bien
aquella que, partiendo del conocimiento de la posición del débil y el
oprimido, establece lazos de solidaridad y unión con los niños, que son
también débiles y oprimidos en nuestras sociedades?”. Obviamente, la
forera era partidaria de la segunda opción. Y creo que yo también.
Ahora bien, como sucede siempre, las cosas se complican porque en esta
reivindicación neomaternalista que yo, en términos generales puedo
defender o compartir, hay también compañeros de viaje muy indeseables,
y posturas muy excesivas y olímpicas, que no tienen en cuenta el tipo
de sociedad en el que se articulan. Pero sea como sea, no todo se
reduce a una ofensiva neomachista legible en términos de lucha de sexos
y explicable por la negativa de los hombres a perder privilegios, ni
creo que pueda considerarse en términos generales un paso atrás.
Precisamente, creo que si los feminismos abrieran sus oídos a estas
reivindicaciones maternales conseguiríamos entre todas elaborar
discursos mucho más matizados, que no dejaran a tantas madres huérfanas
de feminismo, y podríamos luchar más eficazmente contra los elementos
machistas de estas ideologías, sacando a la luz los aspectos
potencialmente liberadores de la maternidad intensiva, y luchando de
paso contra esos estereotipos maternales que nos encasillan,
como denunciaba Brigitte Vasallo en Pikara con tanta razón
(estereotipos que, por cierto, también resultan opresivos para los
hombres que asumen la responsabilidad del cuidado). Para terminar, y
por volver un poco al texto de Beatriz Gimeno, hay dos puntos en su
artículo que me descolocan bastante:
1- El primero es la
confianza y seguridad con las que parece plantear que el tema de la
maternidad AL COMPLETO se dirime en al ámbito de lo social y cultural,
excluyendo por principio cualquier consideración natural, biológica o
animal. Gimeno parece estar totalmente segura de que la “compulsión” a
la maternidad es puramente social y cultural, que el deseo de ser madre
es un deseo socialmente construido, que el amor a los hijos una vez que
los tienes es un fenómeno puramente social y, por tanto, tan natural o
tan poco natural es quererlos como no quererlos… En definitiva, tal
como yo lo veo, al discurso de Gimeno le sobra constructivismo social.
Es un asunto, el del constructivismo social, que me da mucha rabia, no
porque no coincida con mi opinión, sino porque me parece que hacemos
muy mal en dejar el tema de la naturaleza mayoritariamente en manos de
gente que pasa alegremente de defender la existencia de una base
biológica para la respuesta cuidadora ante una cría, a decir que la
evolución ha hecho que las mujeres seamos empáticas, torpes para las
matemáticas y monógamas, mientras ellos son competitivos, promiscuos y
no sé qué más. Creo que las personas razonables, progresistas y
feministas hacemos muy mal en dejar (casi) todo ese ámbito de reflexión
en manos de sociobiólogos y psicólogos evolucionistas. Es curioso
porque si en vez de hablar de maternidad estuviéramos hablando de sexo,
por ejemplo, dudo que todo el tema se enmarcara en lo social y
cultural: es decir, nuestro deseo sexual está profundamente moldeado
por lo cultural y social, y sin lo social y lo cultural
apenas
es nada. Pero creo que nadie niega que existe en nosotros una pulsión
sexual animal, natural, biológica o como queramos llamarla. Y el hecho
de que existan personas que se abstienen del sexo, o incluso gente a la
que el sexo le repugna, no contradice esa aseveración. ¿Por qué estamos
dispuestos a aceptar cierta animalidad para algunas cosas y no para
otras?
2- El segundo punto que me desconcierta, que creo que
está relacionado con el primero, es lo que dice en torno a la idea de
la mala madre y sus dudas acerca de la obligatoriedad de amar a los
hijos. Gimeno dice que el hecho de que la mera idea de ser mala madre
nos resulte devastadora es síntoma de lo “férreo que es el control
sobre la maternidad y, por ende, sobre las mujeres”. Creo que se trata
de otro fruto de su constructivismo social, para el que
–caricaturizando un poquito- si dios ha muerto, todo está permitido; o
sea, si no hay naturaleza, todo son opciones culturales igualmente
válidas: se puede querer a los hijos o no quererlos, se puede ser buena
madre o mala madre, se puede ser madre y después arrepentirse, y todo
es perfectamente razonable, válido, lógico… Se trataría, en suma, de
meras prácticas sociales o culturales algunas de las cuales reciben la
sanción de nuestra sociedad (o están impulsadas por el patriarcado) y
otras no, pero podría ser de otra manera. Pues bien, yo no estoy de
acuerdo. Y no lo estoy en al menos dos planos: por un lado, como ya he
dicho, le reconozco un cierto papel a la biología en todo esto (por
cierto que la biología enseña, entre otras cosas, que, en ciertas
condiciones particularmente duras, la respuesta maternal más razonable
en términos evolutivos es el aborto, la supresión de la fertilidad o el
infanticidio; es decir, la naturaleza no es sólo ni siempre una fábrica
de "buenas madres"). Por otro lado, aun dejando de lado la biología,
creo que la red de relaciones sociales en la que vivimos, esa red de
reciprocidades en la que estamos siempre inmersos y que nos sostiene (y
de la que forma parte la maternidad), exige el cumplimiento de ciertas
normas, de ciertas obligaciones morales. No puedes tener hijos y luego
mandarlos a una exclusa como hizo Rousseau. Eso está feo. Aquí y en
Pernambuco.
Por eso, entre otras cosas, es fundamental luchar
contra la maternidad como imposición, y es fundamental también luchar
por conseguir unas condiciones sociales decentes en las que poder tener
hijos, cuidarlos y quererlos sin que eso suponga sufrir como una mula y
vivir en algo parecido a un arresto domiciliario; unas condiciones
sociales que no pongan a la madre entre la espada y la pared,
haciéndole tantas veces sacrificar totalmente su bienestar por el de
sus hijos o, algunas veces, viceversa. ¿Por qué el amor de una madre ha
de ser incondicional –se pregunta Gimeno– cuando el del padre no lo es?
Me parece evidente que la pregunta correcta es: ¿cómo es posible que,
tantas veces a lo largo de la historia, el amor del padre no haya sido
incondicional y cómo podemos conseguir que lo sea siempre y en todo
momento? Porque el amor de una madre (sea madre o padre o lo que sea,
es decir, el amor de la persona, hombre o mujer, que asume a fondo el
cuidado de un niño) por supuesto que debe ser incondicional. ¿Qué
significa esto? Pues que no puede estar condicionado a si el crío sale
listo o tonto, guapo o feo, gracioso o sosaina. Y es que de eso tratan
los compromisos: de estar ahí aunque no te apetezca, de “amar” aunque
quizá pudieras desear que la persona a la que estás amando fuera de
otro modo.
Quizá el problema sea nuestro concepto de amor: si
creemos que todo tienen que ser rosadas estampas almibaradas, es
posible que nos llevemos un chasco. Y parte del problema puede ser
también la difundida idea de que cada relación social de la que
formamos parte ha de ser elegida, deseada y, a ser posible, revocable.
En el contexto que nos ocupa, amar debería significa estar ahí, cuidar,
respaldar, apoyar, respetar, ayudar y un largo etcétera que no tiene
nada que ver con elegir, desear, apetecer y ese otro largo etcétera de
verbos a los que estamos demasiado acostumbrados en nuestras sociedades
consumistas. Si luego resulta que te apetece y deseas cuidar a tu hijo,
respaldarlo, apoyarlo, etc., pues mejor que mejor. Y aquí aparece de
nuevo el comodín de la naturaleza que seguramente es responsable, al
menos en parte, de que la mayor parte de la gente encuentre
gratificante tener hijos, criarlos, cuidarlos, amarlos. Sobre todo
cuando las condiciones sociales acompañan...
Fuente:
http://dondeestamitribu.blogspot.com/2014/04/construir-un-discurso-maternal-decente.html