En
1969, el entonces presidente de Uruguay, Jorge Pacheco Areco, emitió un
decreto que prohibía a todos los medios de comunicación publicar
cualquier nota que contuviera la palabra “tupamaro”. Por esos años, el
Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaro no sólo crecía y se
adjudicaba espectaculares golpes mediáticos, sino que también ponía en
entredicho la legitimidad y el poder del anodino presidente y la clase
empresarial uruguaya. [1] Con
la idea de que si el sujeto no se nombra entonces no existe, se buscó
eliminar la palabra para eliminar el problema, sin embargo los
sinónimos saltaron por todos lados. Los tupamaros fueron conocidos por
la población uruguaya como “los tucutucu”, “los que te dije”, “los
innombrables”, y el decreto fue menos una prohibición que una afrenta
para la sociedad, representando, al mismo tiempo, el reto y la
posibilidad de nombrar aquello que se pretendía silenciar desde el
poder.
Hoy en México, bajo el mandato de Peña Nieto, se busca con
un decreto de hecho, eliminar del vocabulario de la población, y por
ello del imaginario público, el caso de los 43 estudiantes
desaparecidos de Ayotzinapa. De ahí que el plan mediático emprendido
por el Estado mexicano busque, a toda costa, imponer una “verdad
histórica”. La estrategia Estatal contiene algunos elementos en los que
vale la pena reparar.
A) El cerco en los medios masivos de
comunicación. Es obvio cómo han disminuido las notas en torno a
Ayotzinapa. Hoy, especialmente en el duopolio televisivo, las noticias
al respecto son mínimas por no decir inexistentes, así lo que no
aparece en la pantalla de televisión no se ve, no es.
B)
Cuando el caso se nombra es para silenciarlo de manera definitiva. Se
explota al máximo la voz gubernamental, encumbrando la versión
sostenida por la PGR y Murillo Karam, no obstante el cúmulo de
inconsistencias contenidas en ella. Además, las denuncias de los
padres, así como del equipo de peritaje argentino, son presentadas sólo
para denostarlas. De tal manera, el gobierno aparece mostrando la
“verdad histórica” y cualquier versión distinta a la suya es, desde
luego, una mentira.
C) Eliminar, de una buena vez y para
siempre, la responsabilidad del Estado en su conjunto reduciendo este
horroroso acontecimiento simplemente al “crimen organizado”. En este
aspecto, se bloquean a las voces que señalan la responsabilidad y la
participación del Ejército en el operativo del 26 y 27 de septiembre en
Iguala.
D) Inocular en la opinión pública que no hay más
qué hacer pues, según la versión de Murillo Karam, los 43 estudiantes
fueron asesinados y calcinados. Por lo tanto, no se abren más líneas de
investigación y el caso está definitivamente cerrado.
La versión
de los hechos dibujada desde el poder, no es simplemente la táctica
constante de descalificación hacia los normalistas y quienes con ellos
se movilizan, sino que representa la construcción de una ficción que
muestre la “verdad histórica” moldeando así la realidad. En ese
sentido, el Estado busca ostentarse como el poseedor de la vida y del
destino de todos y cada uno de los mexicanos. De ese modo, enmascara
los hechos y, sobre todo, oculta afanosamente los acontecimientos de
septiembre pasado. El espaldarazo que los empresarios han dado al
Ejército-institución a la que, en voz de Enrique Solana Sentíes,
consideran como “las entrañas de la sociedad mexicana, lo más íntimo de
nuestro ser”-, no deja lugar a dudas de lo que se pretende: eximir de
cualquier participación y responsabilidad a los militares; eximir, por
ello, al Estado de una participación directa en el operativo montado
contra los normalistas. Desde luego, esta pelea por la presentación con
vida de los estudiantes, significa conocer los hechos fielmente
arrebatándole la verdad al Estado; demostrando, primero, cuán falaz es
su construcción y, segundo, castigando a los responsables en todos sus
niveles. Mientras la sociedad mexicana no conozca qué ocurrió, mientras
no se castigue a los responsables materiales e intelectuales, la
batalla ha de continuar y es, en suma, una batalla por la verdad, por
deshacer la ficción del Estado, por nombrar a Ayotzinapa.
Luego
de varios meses de movilización en torno a la demanda de presentación
con vida de los 43, en estos momentos hay una suerte de impasse para
quienes, de diversas maneras, se sumaron a la demanda. Si bien el
Estado mueve todas sus piezas con el objetivo de finiquitar la
incomodidad que le ha representado la palabra Ayotzinapa, muy a pesar
suyo, incluso a pesar del decreto de hecho, existe en el ambiente
público la referencia a los normalistas. Las miles de personas que
salieron a las calles en meses anteriores continúan allí, pero hasta el
momento no hay una convocatoria fortalecida que las aglutine. Este
segundo episodio, de una larga batalla, cuenta con el elemento adverso
que representó el periodo vacacional decembrino, cuyo reflujo natural
dispersó al contingente estudiantil. Sin embargo, eso no significa que
no existen las condiciones para, nuevamente, poner en el centro de la
discusión a nivel nacional la presentación con vida de los 43.
El
próximo 26 de febrero es una oportunidad para demostrar que el caso no
está cerrado. Que la ficción Estatal no puede superar la atrocidad
real. Esta pelea por la verdad significa, en el fondo, una pelea por la
transformación de este país. Nombrar a Ayotzinapa representa la
posibilidad de que la mentira sea derribada y es, al mismo tiempo, la
confrontación de dos narraciones diferentes de lo que México vive. A
pocos días de cumplirse cinco meses de lo sucedido en Iguala, se abre
una ocasión inmejorable para reabrir la discusión con la sociedad en
general, para señalar la necesidad de lucha, la necesidad de
movilizarse. Sólo con una sociedad organizada, y en pie de pelea, se
puede narrar y nombrar más allá del silencio que el gobierno pretende
imponer. Quizá, como en el Uruguay de 1969, es hora de buscar sinónimos
para nombrar y romper el silencio.
[1] Ver Samuel Blixen, Sendic, Montevideo, Ediciones Trilce, 2000.
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