Colectivo La digna voz
En
la última entrega se sostuvo que la guerra contra el narcotráfico no
es, en realidad, una guerra contra el narcotráfico. Que la guerra
responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados.
Que el resultado más tangible de esta guerra es la emergencia de un narcoestado,
un Estado facilitador de la empresa criminal. Que el Estado es un
protagonista en esta maquinación delincuencial, y no un “rehén” del
crimen organizado. Que ese relato que sitúa en la historia del
narcotráfico el germen de la guerra es tan sólo un mito. Y que este
primer mito, ampliamente aceptado no sin canallesco intelectualismo,
distorsiona la realidad que envuelve al escenario belicista en México,
e invita a la construcción de otros mitos que incluso académicos de
“alta ralea” reproducen hasta el hastío. (Ir a artículo anterior: http://rebelion.org/noticia.php?id=195691). Acá un breviario de esos mitos tercamente socorridos.
Segundo mito.
La guerra contra el narcotráfico encierra una disputa entre soberanías,
un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.
El razonamiento de este segundo mito se sostiene en un error teórico
crucial, cuya génesis se ubica en los dogmas de la doctrina liberal: a
saber, que el Estado está al servicio de la población, y que su
naturaleza es la de proteger el interés ciudadano, salvaguardar el
orden civil o jurídico, garantizar el disfrute de los derechos humanos
fundamentales, hacer respetar las reglas económicas vigentes, y que por
consiguiente “el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios
prohibidos por la ley operan por definición sin el concurso de los
Estados” (Valdés Castellanos en “La historia del narcotráfico en
México”).
Esta definición de Estado no resiste el menor
análisis. México es un catálogo de ejemplos que contradicen estos
presupuestos: normalización de los crímenes de lesa humanidad,
desapariciones forzadas a la alza (entre enero de 2007 y octubre de
2014 se registraron 23 mil 172 casos), negligencia institucional e
impunidad rampante (Amnistía Internacional destaca que “sólo se han
dictado siete condenas a escala federal por desaparición forzada, todas
ellas entre 2005 y 2010”: La Jornada 25-II-2015),
monopolios u oligopolios en todos los ramos de la economía nacional,
rescates financieros altamente lesivos para la economía popular,
ejecuciones extrajudiciales sistemáticas (Tlatlaya recientemente),
reformas inconstitucionales, represión a gran escala, desarticulación
de mociones ciudadanas autónomas (policías comunitarias, autodefensas
en Michoacán) etc.
Marcando distancia con las perogrulladas
liberales, cabe insistir que el Estado es básicamente una forma de
organización de la violencia al servicio de un poder. Que el Estado no
persiga legalmente al crimen (el porcentaje de impunidad, con ligeras
variaciones en las diferentes entidades federativas, oscila entre el 98
y el 100 por ciento), es un signo del predominio de la criminalidad en
la agenda del Estado. Vale decir: la violencia estatal se organiza
alrededor del crimen en sus distintas modalidades (la banca
internacional, los monopolios privados en áreas estratégicas de la
economía, el narcotráfico).
En esta trama no existe ninguna
disputa entre soberanías, ni un reto del crimen al Estado por el
control de las instituciones. No es un desafío del crimen al Estado: es
un Estado al servicio del crimen.
Esta lectura de una presunta “disputa entre soberanías” conduce a otro mito.
Tercer mito.
El crecimiento de la delincuencia organizada se alimenta de la
debilidad, vacíos e inoperancia del Estado (hipótesis engañosa de
Edgardo Buscaglia).
Que casi la totalidad de los crímenes
permanezcan impunes no es un signo de debilidad sino de enorme
fortaleza del Estado. Sólo un poder de la envergadura del Estado puede
proveer ese manto de impunidad. Si nos alejamos un poco de la narco-trama descubrimos
que el Estado se adhiere estructuralmente a un plan de acción único,
incluso allí donde se trata de situaciones inscritas en el presunto
orden legal: a saber, la protección a ultranza de intereses privados.
Es ilustrativo el accidente en la mina de Pasta de Conchos en Coahuila,
donde perdieron la vida 75 trabajadores, a causa de una ausencia de
estándares mínimos de seguridad. La empresa Industria Minera México,
subsidiaria del Grupo México de Germán Larrea, el segundo empresario
más poderoso del país, abortó la operación de rescate de los mineros,
arguyendo condiciones de alto riesgo. Más tarde se descubrió que se
pudo haber salvado a los trabajadores si los responsables hubieran dado
el visto bueno para el rescate. A pesar de la negligencia criminal, el
gobierno federal dispuso que la mina siguiera funcionando, y otorgó a
Larrea nuevas concesiones para los siguientes 50 años (Carlos Illades
en “Guerra de Estado”). O también recuérdese el incendio de la
Guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en el que fallecieron 49 niños y
76 resultaron heridos. La estancia infantil operaba con base en un
régimen de subrogación en beneficio de una sociedad civil privada. Y
aunque después se reveló que el incendio fue provocado intencionalmente
y que el establecimiento no cumplía con los requisitos de seguridad que
marca la ley, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió
exonerar a todos los funcionarios involucrados. Los dos son ejemplos
categóricos (dos entre cientos o miles) de figuras empresariales
delictuosas. Y el Estado intervino a favor de esa criminalidad y en
contra de las víctimas. ¿No es esa la función que desempeña el Estado
en la siniestra trama del narcotráfico? Por añadidura, el Estado
reprime brutalmente a maestros, trabajadores, estudiantes, y otorga
fuero legal a los delincuentes. ¿Dónde está el vacío? ¿Cuál debilidad?
La corrupción legal y la negligencia criminal son las cifras dominantes
del Estado, y no una mera excepcionalidad.
Gilberto López y
Rivas acierta cuando escribe: “Así, mientras el Estado desmantela
algunos de sus aparatos, da fuerza a otros… Lejos de la desaparición de
los ejércitos nacionales, para el caso de América Latina se observa su
modernización en todos los órdenes, el fortalecimiento de su capacidad
de fuego, mayor tecnificación, entrenamiento intensivo en tareas
contrainsurgentes, cambio en sus misiones para transformarse en fuerzas
de ocupación interna de los pueblos con la justificación ideológica,
como ocurre en México, de la supuesta ‘lucha contra el narcotráfico’” (http://www.jornada.unam.mx/2015/01/16/politica/017a2pol?partner=rss).
Este mito de los “vacíos de poder”, que a menudo desemboca allí donde
acaban todos los análisis estériles: en sostener que México es un
Estado fallido, lleva irreparablemente a otro mito.
Cuarto mito. El crimen organizado nulifica o reemplaza al Estado y crea un orden paralelo al orden legal e institucional.
Este mito viene a cuento por el cobro de “cuotas” o impuestos que
exigen las organizaciones criminales a los negocios y las familias,
presuntamente a cambio de protección o seguridad. Y que en este
sentido, el narco sustituye al orden institucional en el
suministro de ciertos bienes o servicios. Pero esta tesis tampoco se
sostiene. La alianza orgánica entre la clase política y el narcotráfico
se traduce naturalmente en vínculos “fiscales” y de “seguridad”. El
Estado delega ciertas facultades de coacción al crimen, pero recibe a
cambio una rebanada de los beneficios. El financiamiento de
candidaturas a cargos de elección popular es una de esas retribuciones.
Y con ello el narco asegura el funcionamiento sin freno o
contestación de sus negocios. Por adición, históricamente los nexos
entre los altos mandos civiles-militares y el narcotráfico abonaron a
la construcción de uno sólo orden, en el que la legalidad e ilegalidad
avanzan de la mano. Estado-crimen es un binomio, no un antagonismo. Los
Abarca sólo son la punta del iceberg.
Y este juicio errático de un “orden extralegal paralelo” redunda en un último mito.
Quinto mito. Los cárteles de la droga disputan las plazas con el propósito de asegurar el control sobre territorios específicos.
Acá se trata de una verdad parcial. Es cierto que el control
territorial-comercial es un asunto de primer orden para cualquier
empresa; el narco no es la excepción. Pero el error radica en asumir
que la disputa entre los cárteles se restringe a la variable
territorial. Los negocios mejor posicionados son aquellos que cuentan
con el apoyo resuelto del Estado. Y en este sentido, la disputa por las
plazas es sólo es una nota al pie de una estrategia general de los
cárteles: a saber, la monopolización de los recursos del Estado. Es
decir, si bien el mercado de la protección tiende a ser monopólico,
comúnmente se omite que el más fuerte competidor en el mercado de
protección es justamente el Estado. Guillermo Valdés describe esta
realidad, pero sin atinar en señalar al Estado: “Todo mundo tenderá a
contratar a la mafia más violenta y poderosa, la cual se volverá
monopólica pues sacará del mercado al resto de sus competidoras”. Pero
si se admite que el Estado es una forma de organización de la violencia
(legítima o ilegítima, es indistinto), que tiene a su disposición una
legión de recursos humanos e infraestructurales, es tan sólo natural
que las empresas criminales procuren el control de esos recursos. Lo
que acá se sostiene es básicamente que la disputa entre los cárteles no
es sólo por las plazas o la jurisdicción geográfica-territorial: la
pugna gira alrededor de una posible asociación con el principal
competidor en el mercado de protección: el Estado.
La
conclusión, desprovista de la mitología oficialista o academicista, es
que la guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. En sentido
estricto, la guerra es una política de Estado para organizar la
violencia en beneficio de la empresa criminal.
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