Por: Carmen R. Ponce Meléndez*
Para
la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la llave
maestra de la igualdad es el empleo; claro, siempre y cuando éste sea
con calidad, un empleo con salario digno.
Lo cierto es que las mujeres trabajadoras en México tienen empleos
precarios y salarios muy bajos, y el mercado laboral les ha dado
presencia en la vida pública, pero con marginalidad y pobreza.
De tal forma que la diferencia sexual se convierte en desigualdad social y persiste la división sexual del trabajo.
En palabras de la feminista Cristina Marini: el trabajo ha representado
un innegable momento de emancipación para las mujeres frente a la
opresión masculina, pero hoy este factor sólo conserva de manera muy
parcial la capacidad de encarnar una experiencia positiva (“Por amor o
a la fuerza. Feminización del trabajo y biopolítica del cuerpo”).
Según esta autora, las mujeres no sólo son funcionales a un mercado de
trabajo flexible, tanto en términos de entrada como de salida, según
las exigencias productivas y sociales del momento, sino que condensan
también en sí, en un único cuerpo, la posibilidad de asumir los roles
productivo y reproductivo.
Tienen la ventaja de constituir un inmenso ahorro de costes para el
capitalismo. Si existe una modalidad histórica que pueda encarnar la
explotación total de la persona por parte del capitalismo, esta figura
es femenina.
La fábrica, el hogar y el mercado son integrados en una nueva relación
y los lugares de las mujeres resultan cruciales; deben ser analizados
en relación a las diferencias entre mujeres; ya que como producto de la
feminización del trabajo existen nuevas jerarquías entre ellas: entre
la mujer rural y la urbana, las indígenas, migrantes; las trabajadoras
formales e informales, o bien, las sindicalizadas y las que carecen de
un gremio.
Son jerarquías femeninas con enormes desigualdades. El mosaico es
complejo y fragmentando, individualiza y no permite reconocerse entre
sí con objetivos comunes; aparecen nuevas líneas de separación y de
jerarquías en las que el capital organiza a la sociedad y ejerce sus
mecanismos de control.
El común denominador es que sus condiciones laborales y de vida son
precarias aquí y en el mundo globalizado y globalizador. La precariedad
individualiza, está construida sobre la base de contrataciones
individuales, y por tanto las trabajadoras no tienen puntos de contacto
visibles entre sí.
Por eso es insuficiente analizar o referirse a la feminización del
trabajo sólo desde el punto de vista cuantitativo y su crecimiento
(cuántas mujeres están en el mercado laboral). Es indispensable que se
analice cómo están ellas en el mercado laboral, cuál es la calidad y
condiciones de sus empleos, lo que lleva a las características de la
economía informal.
Entre otras razones, porque cuando se habla de la feminización del
trabajo se intenta subrayar no sólo el papel que las mujeres
desarrollan en la economía, sino su papel paradigmático, único,
diferenciado.
Las desigualdades son enormes no sólo entre mujeres, sino también
respecto al universo masculino. A las jóvenes se les rechaza en el
mundo laboral en mucha mayor medida que a los varones.
Cifras de la Cepal indican que el porcentaje masculino de jóvenes de
entre 15 y 29 años de edad que no estudian ni trabajan es de 21.1; en
cambio en las jóvenes este porcentaje crece a 78.9, más de las tres
cuartas partes.
Y cuando por fin logran insertarse en un empleo, éste tiene
condiciones muy precarias. La precariedad del trabajo, por otra parte,
resulta también adecuada a la individualización y a la personalización
de las trayectorias sobre las que se construyen la producción y la
reproducción, esto es, la vida contemporánea.
Precariedad que ha sido introducida precisamente con la finalidad de
facilitar la absorción de las diferencias en el circuito productivo, en
la forma de un saber que de único e individual se ha vuelto colectivo y
transmisible.
Cómo olvidar que la reforma a la Ley Federal del Trabajo se presentó
con “perspectiva de género” por el hecho de legalizar la precariedad de
los pagos por hora, supuestamente para atender las “necesidades
laborales femeninas”.
Cuando en realidad tanto las mujeres del primer mundo como las del
tercero son piezas de un vasto juego económico del que no han escrito
las reglas; para empezar son reglas masculinas, algunas no escritas.
Existe una relación sistémica entre globalización y feminización del
trabajo asalariado, y para muestra está el caso de la industria
maquiladora en México, donde las estructuras susceptibles de ser
transferidas al extranjero pueden utilizar mano de obra de bajos
salarios en los países subdesarrollados, mano de obra femenina.
También está la creciente cadena de servicios entre mujeres que
mantienen un nuevo orden. Las mujeres del Sur del mundo (entre ellos
México), a través de los circuitos de la economía globalizada, son
transformadas en sustitutas asalariadas –trabajadoras del hogar y
niñeras– de la reproducción de las mujeres del Norte del mundo, en
perjuicio de su propia capacidad de reproducción.
Es el caso de una buena parte de las trabajadoras mexicanas que emigran
a Estados Unidos y laboran como niñeras y/o empleadas del hogar.
A todo este panorama se suma el progresivo desmantelamiento del Estado
social, situación que prevalece en toda Europa. En México se ha
presentado con la creciente carencia de seguridad social; implica una
erosión del salario que favorece formas privatizadoras de la seguridad
social, ante la falta de respuestas de las instituciones públicas.
La paradoja de este “modus operandi” es que la riqueza se produce como
resultado de la cooperación de las mujeres, pero la extracción de dicha
riqueza sólo y precisamente es posible por su condición fragmentada en
diferentes situaciones individuales, donde priva la atomización de las
condiciones laborales. En contraparte, se homologan el consumo, los
estilos de vida, las marcas y los lenguajes.
Todo en el marco del Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
Twitter: @ramonaponce
*Economista especializada en temas de género.
Cimacnoticias | México, DF.-
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