Más
de seis meses han pasado de los acontecimientos de Iguala en los que,
como es conocido, tres jóvenes estudiantes de la Normal Rural de
Ayotzinapa y tres personas más perdieron la vida, y fueron
desaparecidos 43 más. A estas fechas, el país continúa en plena
descomposición política y social, además de la crisis económica que se
avecina. Visto en perspectiva, Iguala no ha resultado un hecho
excepcional sino la exacerbación de tendencias y comportamientos
presentes de manera persistente en los órganos de Estado en su relación
con la sociedad. En un país donde se contabilizan al menos 22 mil
desaparecidos (“personas no localizadas”, en el eufemismo empleado
oficialmente para no reconocer la lacerante realidad de violencia de
régimen) y más de 100 mil asesinados en los últimos ocho años, las
víctimas de Ayotzinapa hubieran podido pasar simplemente a la
estadística, sin mayores consecuencias sociales.
Sin embargo, la
evidencia de los abusos policiacos, de la intervención u omisión de
diversas autoridades y el desinterés mostrado por el gobierno federal y
el presidente Peña Nieto en las primeras semanas frente a una
ostensible y grave violación de los derechos humanos condujo a un
despertar y una movilización sociales sin precedentes en el país y en
el contexto internacional. El antecedente es, desde luego, el
Movimiento por la Paz con Dignidad iniciado y conducido desde 2011 por
Javier Sicilia, que sensibilizó al visibilizar a las víctimas de
desaparición, secuestro o asesinato, pero no alcanzó las dimensiones de
las movilizaciones por Ayotzinapa.
Lo cierto es que la raíz
de esta marca sangrienta sobre la sociedad no está sólo en el auge de
una actividad criminal como el narcotráfico sino en la estructura
asumida por el régimen político en las últimas décadas. Es la captura
de los órganos del Estado por los poderes económicos de todo signo,
nacionales y extranjeros, así como la corrupción generalizada en los
tres órdenes de gobierno que abrió la puerta también a las bandas
criminales para incidir en la política y la economía de manera cada vez
más determinante.
Las reformas estructurales inspiradas en el
neoliberalismo, iniciadas con la apertura comercial de Miguel de la
Madrid, profundizadas particularmente en el gobierno priistas de Carlos
Salinas de Carlos Salinas y culminadas en el actual sexenio de Peña
Nieto no sólo fortalecieron económicamente a las oligarquías y poderes
monopólicos poniendo a su disposición la tierra, los recursos naturales
y el control mediático; también modificó la forma del Estado y del
orden político haciendo de éste un régimen canallesco, ajeno e incluso
opuesto al interés social y popular.
El empobrecimiento de
las clases trabajadoras del país y la informalización de la población
económicamente activa no fue sólo un efecto coyuntural propio de los
periodos de crisis, sino se ha convertido en un rasgo estructural de la
economía con el fin de elevar, a costa del abaratamiento de la fuerza
de trabajo y la reducción del gasto social, la competitividad en los
mercados internacionales. Al mismo tiempo ha permitido la manipulación
política por los gobiernos y partidos, a través de programas de
supuesto combate a la pobreza que han venido a sustituir al
corporativismo de viejo cuño basado en las grandes organizaciones
sociales. Estamos entrando una vez más a un proceso electoral en el que
este nuevo clientelismo “carga los dados” —como dijera Vicente Fox— en
favor del PRI como partido oficial y de los gobiernos locales y
políticos que también usan recursos públicos para comprar el voto, más
que para resolver de fondo las insultantes y cada vez más graves
desigualdades sociales.
Han seguido las reformas laboral y educativa
como medios de control sobre la fuerza de trabajo y las demás reformas
llamadas estructurales: fiscal, financiera y de telecomunicaciones que,
lejos de democratizar la propiedad y el acceso a los recursos propiedad
de la nación, tienden a consolidar la economía de monopolio y el
llamado capitalismo amiguista o de compadres que beneficia
particularmente a los grupos y empresas más ligados al poder político.
Televisa y el grupo HIGA de Juan Armando Hinojosa Cantú son los
ejemplos más evidentes en el presente sexenio; pero no debe descartarse
al Grupo México y otros consorcios mineros, ni al recién agregado grupo
MVS, que ya dio un vocero a la presidencia y un subsecretario de
Gobernación. Como lo señaló el economista y premio Nobel Douglas North,
es ''el asalto de grupos de intereses que se supieron aprovechar del
Estado en su propio beneficio y se protegen de la competencia cerrando
las economías''.
Un régimen así —que incorpora corruptamente
también, en gran medida, a los partidos considerados de oposición, como
en el marco del Pacto por México firmado a inicios del sexenio— se
vuelve cada vez más abiertamente contra la sociedad. La matanza de
Tlatlaya, a cargo del Ejército, y los hechos de Iguala, con
responsabilidad de funcionarios locales del PRD y autoridades
federales, son dos de las manifestaciones recientes y más visibles de
la perversión y reversión antipopular de los órganos del Estado. La
colocación de elementos de la casta política hermanados con los
intereses de la televisora más fuerte del país en la Suprema Corte de
Justicia y en la Procuraduría General de la República, y el despido de
Carmen Aristegui de su programa radial transparentan la captura del
Estado y la tendencia autoritaria del régimen.
“No voy a
polarizar a la sociedad mexicana”, dijo Enrique Peña Nieto durante su
campaña en 2012. No otra cosa que polarizar ha hecho desde que llegó a
la presidencia el 1 de diciembre de ese año en medio de un aparato de
represión que costó la vida a Juan Francisco Kuykendall y lesiones y
encarcelamiento a decenas de activistas y meros transeúntes. Y las
cifras de la violencia en el país, así como las de las violaciones a
los derechos humanos no han hecho sino crecer desde entonces.
Pero las respuestas de la sociedad han empezado. El surgimiento de
diversas modalidades de grupos de autodefensa, el movimiento en torno a
Ayotzinapa, el apoyo social a Aristegui, las luchas de las comunidades
locales contra la sobreexplotación de los recursos mineros, la
ocupación y desposesión de la tierra y la apropiación y acaparamiento
del agua, o la reciente huelga de jornaleros (que derivó en motín, como
la de Río Blanco hace más de un siglo, ya que viven y trabajan en
condiciones similares a las de hace más de un siglo) en el Valle de San
Quintín, no son hechos aislados. Son el producto de la profundización
de las contradicciones sociales que han llevado en muchos casos al
límite el agravio a las comunidades y sectores de la sociedad. Son el
anuncio de una oleada de luchas de resistencia y dignificación, y de
sublevación desde la sociedad ante la violación de los pactos sociales,
que apenas inicia y que puede integrar a muchos más grupos a la
movilización.
Mientras esas luchas se mantengan aisladas,
pueden ser reprimidas mediante la provocación y el terror de Estado. Es
una respuesta que también se anuncia. El secretario de la Defensa
Salvador Cienfuegos ya ha amenazado con que si los padres de los
estudiantes de Ayotzinapa se vuelven a manifestar en los cuarteles, los
soldados abrirán fuego. Pero el costo político será enorme para un
régimen que se desliza sin freno al desprestigio nacional e
internacional, y es unánimemente condenado por los organismos
internacionales de derechos humanos. Una dictadura, a la colombiana,
con procesos electorales y gobierno civil, pero en la que las fuerzas
armadas tienen un papel central, sin control por el Congreso y
sobreponiéndose al mismo Ejecutivo. El reportaje de Jesús Esquivel en Proceso
(2004, 29 de marzo de 2015) que da cuenta de la compra a Estados Unidos
por el gobierno de Peña Nieto en un solo año de más de mil 300 millones
de dólares —casi el triple de los 500 millones otorgados desde 2007 por
ese país a través de la Iniciativa Mérida— en equipo bélico y asesoría,
comprueba la tendencia a la militarización por el actual gobierno y el
riesgo de que el Ejército se convierta en un poder fáctico más, copando
el área del seguridad interna del Estado mexicano.
Desde los años 90 del siglo pasado, el gobierno estadounidense calificó como Estados canallas
a los países que, sin alinearse con su política exterior, asumían un
rostro represivo y de violación a los derechos humanos, y propiciaban
el terrorismo. Pero la política de alineamiento con los Estados Unidos
derivó en una serie de Estados canallescos, no importa si con régimen
civil o militar, que se han vuelto contra su propia población y han
regresado a formas de autoritarismo que se consideraban formalmente
superadas. Que prevalezca esa tendencia ya visible y ese escenario ya
presente en nuestro país y frenar el baño de sangre sin fin es lo que
la sólo la movilización social puede evitar en la etapa actual.
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