Cristina Pacheco
La
conferencia empezó 30 minutos después de lo anunciado y concluyó media
hora tarde de lo previsto. A los aplausos por la magnífica disertación
del doctor Paniagua acerca de las afinidades entre música y
arquitectura siguió el rumor de pasos, el consabido intercambio de
opiniones y de señas particulares.
Formidable, ¿no? Perdí tu teléfono, dámelo otra vez.
Espero que nos veamos muy pronto.Decir pronto en una ciudad donde todo se vuelve remoto e imposible, las promesas de futuros encuentros están condenadas a extraviarse en el calendario.
Alguien a la salida del auditorio me preguntó si tenía coche.
Lo dejé en el estacionamiento de la otra esquina, contesté apresurada, sin ganas de dar pie a un ofrecimiento. Quería caminar sola, demostrarme que, pese a innumerables opiniones en contra, sigue siendo una experiencia maravillosa recorrer las calles antiguas. Aunque sembradas con bolsas negras repletas de basura, convertidas en estancia nocturna de menesterosos y borrachos, conservan su majestuosidad y un misterio fascinante.
Me propuse caminar hasta el viejo hotel donde, como en otras
ocasiones, pediría un taxi. El portero, un anciano de casaca gris de
quien aún ignoro el nombre, se aprestó a facilitarme el servicio en
unos minutitos. Calculé que serían por lo menos diez, tiempo apenas suficiente para deleitarme con la traza de la calle y el perfil de las cúpulas recortadas contra la oscuridad.
Escuché un claxon, un coche se detuvo frente a mí y enseguida apareció en la ventanilla una cara sonriente:
Sube, te llevo.Me dio gusto reconocer a Esteban Lira. Acepté su invitación porque el taxi ya se había retrasado mucho, pero sobre todo por el gusto de conversar con mi antiguo vecino en la Del Valle. Cuando se cambió con su familia a Echegaray siguió frecuentando los viejos rumbos hasta que al fin desapareció.
II
En diciembre, después de años de no vernos, Esteban y yo coincidimos
en una tienda de discos. Me dio mucho gusto el encuentro y comprobar
que, pese a la calvicie incipiente y los kilos de más, Esteban conserva
la expresión afable, aniñada, que a los ojos de mis padres lo volvían
un muchacho confiable.
Durante nuestra breve charla entre dependientas agobiadas y
compradores ansiosos, Esteban hizo gala de su buena memoria recordando
nuestra época en la Del Valle, las tardes que pasamos tomado café
soluble en la farmacia Potosina y los planes locos que hacíamos para
nuestro futuro. Los evocó sin nostalgia: no había logrado convertirse
en político, pero le iba muy bien con la fábrica de ropa.
Esta noche, cuando nos rencontramos, abordó otra vez el tema de
nuestra época adolescente, pero centrándose en las sorpresas que nos
tiene reservadas la vida. Le di la razón. Cuando nos refugiábamos en la
Potosina jamás imaginé que al cabo del tiempo vería a Esteban casado
con una mujer ocho años mayor que él y convertido en empresario.
Supongo que entonces él tampoco adivinó el futuro que me esperaba:
proyectista en un despacho de arquitectos.
III
El semáforo nos marcó el alto. De pronto, como
desprendido de las piedras, apareció un hombre que sin ser jorobado, lo
parecía. Detenido junto a mi ventanilla, con la cabeza algo inclinada,
agitó el papel blanco que llevaba en la mano temblorosa.
No te asustes. Quiere dinero, murmuró Esteban.
El suplicante insistió con tal urgencia que bajé el vidrio decidida
a entregarle la mitad de mi capital: cien pesos. En el momento en que
tomó el billete alcancé a ver en su cara el lunar rojo que abarcaba su
mejilla derecha y volvía inconfundible a Mireles, mi compañero de la
preparatoria, célebre por su estilo al declamar y motivo de burlas por
su sueño: convertirse en un gran actor.
Él también me reconoció. Noté en sus ojos el destello de la sorpresa
y en sus labios dibujada la primera sílaba de mi nombre. No lo
pronunció. La luz del semáforo nos dio el paso y Esteban aceleró:
No debiste darle nada.
Traía una receta. Necesitaba dinero para una medicina, afirmé.
Esteban se rió:
Ese tipo es un vivales. Me lo he encontrado por aquí en varias ocasiones y siempre con la misma receta. La primera vez que me la enseñó yo venía con mi esposa. Maggy le regaló 50 pesos después de que él le dijo casi llorando que le urgía dinero para las medicinas de su bebé enfermo. La segunda ocasión en que me topé con él me hizo el mismo numerito, pero cambiando su relación con el enfermo: era su suegra quien requería una operación urgente en una pierna.
Estaba desconcertada, sin saber qué decir. Dejé que Esteban siguiera
hablando: lamentó que los mexicanos emplearan su talento en inventar
trucos para sorprender a la gente en vez de usarlos en algo creativo, y
me puso un ejemplo:
Ese tipo, el de la receta, por la forma en que monta su numerito, se ve que podía haber sido un gran actor.
Esteban no advirtió mi sonrisa. Dueño del terreno, se refirió a su
reciente viaje a Tokio, donde jamás había visto una colilla tirada, ni
bolsas de basura a media calle y mucho menos timadores como el que
acababa de estafarme con su recetita y su cara de sufrimiento. Por mi
silencio, Esteban creyó que ponía en dudas sus palabras:
Estuviste a punto de llorar y le diste el dinero.
Imposible negar los hechos y acabé riéndome de mi ingenuidad.
Esteban siguió hablando, pero no le puse atención. Cuando llegamos a mi
casa dijo que muy pronto me invitaría a la suya para que conociera a
Maggy.
IV
No descarto la posibilidad de toparme otra vez con
Mireles. Esteban me dijo que aparece en los cruceros del centro,
siempre de noche y con el mismo cuento del enfermo. De ser así tendré
que aceptar que mi amigo –por razones que imagino– se ha sumado al
grupo de los sinvergüenzas que atestan la ciudad, pero también a otro
minoritario: el de los grandes actores.
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