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Ayer
comencé un ritual, el del muro de los zapatos usados de mis hijos. Y
sus fotos. Pensé hacerlo desde hace tres años cuando logré arrancarle a
Diego, mi hijo mayor, lo que quedaba de sus botines preferidos que
estrenó cuando se fue a estudiar a Berlín. Me conmueven muchísimos los
zapatos viejos de mis personas más amadas. Ahora –hace unos días- se
fue Jerónimo a estudiar a Turín. Ese es el punto. Mi hijo Jerónimo
lleva varios días amaneciendo del otro lado del Atlántico. Les cuento:
es un mar inmenso el Atlántico.
Ayer comencé el muro: “Los pasos de mis hijos”, y hoy no puedo
pensar más que en sus zapatitos que se convirtieron en zapatotes.
Separarse. Corazón partío. Los pasos de nuestros hijos. Para no
entrarle al punto y como amanecí obsesionada con el tema de los
zapatos, ya hoy hasta me iba a largar escribiendo de la colección
histérica de zapatos de Evita Perón, carísimos y refulgentes, y de cómo
me ha llamado la atención encontrar un dato frecuente en la vida de las
mujeres parejas de hombres poderosísimos y dictatoriales: coleccionaban
zapatos.
Eva Perón acumuló cientos de zapatos lujosos y mal habidos, también
Imelda Marcos, y Eva Braun, la amante de Adolf Hitler. Creo que igual
la esposa de Mussolini, aunque tengo que revisar ese dato. Jerónimo se
fue a estudiar a Turín. El evidente análisis freudiano se impone en el
caso de las mujeres antes nombradas: la relación entre el ansia
desbordada de poder y los zapatos lujosísimos como significante
fálico. Pero lo que en realidad quiero decir es otra cosa: Jerónimo
estaba feliz -aquel lejano mediodía- en el tianguis de jóvenes
creadores con sus botines de tela. Ahora, antes de irse, colocó sus
botines preferidos, ya muy destartalados, junto a mi cama. Como una
amorosa señal de despedida. ¿Les confieso? También le confisqué sus
tenis. Los de las agujetas deshilachadas.
Los pasos que se acercan. Los pasos que se alejan. Parte/aguas.
Parte/corazón. Parte/madre. Es de esos zapatos de los que en realidad
quiero hablarles. Los primeros minúsculos zapatitos tejidos. Los
primeros pasos. Jerónimo caminó solo por primera vez en un
supermercado, aferrado a un carrito de bebés en el que podía apoyarse.
Empujaba el carrito entre gritos de triunfo y risas felicísimas. Se
alejaba de nosotros por el corredor rumbo al inmenso mundo.
Cuando su papá quiso retirarle el carrito y cargarlo, Jerónimo no se
lo permitió. El padre los cargó a los dos. En la caja, la señorita
retiró el código de barras del juguete con el bebé aferrado a esa
especie de manubrio y volando ambos en los brazos de su padre. Jerónimo
descubrió una forma fascinante de la libertad: podía caminar sin la
urgencia de la mano de un adulto. Ese carrito nos fue histórico.
Un día el bebé descubrió la independencia de andar en equilibrio.
Cercano, pero por su cuenta. Como ahora: tan cercano, tan lejos y tan
por su cuenta. Las alas del deseo. Avanzar rumbo al inmenso mundo. Las
maravillosas alas que nos llevan a empeñarnos en caminar nuestros
sueños. Oh, no es que una no entienda y no esté feliz de que cada una/o
de sus hijos elija sus singulares, únicos y diferenciados pasos. No es
que una no entienda que singularizarse es separarse. Construirse es
separarse. Necesariamente. Cada vez y paso a paso.
Desde el cordón umbilical ¿cómo no remontarse a los comienzos? Desde
la bienvenida que ofrece el padre (o la figura tutelar que acompañe a
la madre) cuando irrumpe en la diada madre-hijo/a y crea ese primer
triángulo libertario para el hijo/la hija. El primer biberón que ya es
biberón y no piel. La marcha. El acceso a las palabras. El momento en
el que ante un espejo el bebé comienza a reconocerse como uno/a
distinto a la madre. El fin de la fusión. La socialización. La escuela.
Los amigos. El amor de pareja. El trabajo. Los viajes reales y los
viajes imaginarios que ya son sólo suyos.
Cuando le dije a mi padre que su nieto quería irse a esa escuela
lejana, me dijo: “No puedes oponerte. Yo no podía oponerme cuando te
fuiste tú”. Así de rotundo. Ya lo sé, no es que una no entienda, es
que estos días me he despertado con ganas de ir a despertarlo, es que
he andado nuestra casa de un lado para el otro: acomodo, reviso
papeles, muevo muebles, cuelgo cuadros, los descuelgo, me apachurré un
dedo –tantito- con el martillo y lloré muchísimo. Muchísimo, no era
para tanto el apachurrón de dedo. Desbaraté el orden de la casa, me
sumergí en un caos de libros, papeles, fotos y objetos por todos lados.
Crear caos en el exterior para ordenarlo. Ordenarse por dentro.
Jerónimo es el segundo nombre de mi segundo hijo, el nombre que no
está inscrito en su acta de nacimiento, uno que elegimos juntos cuando
tenía ya dos años. Un acuerdo secreto: “Santi, me gustaría que te
llamaras también Jerónimo, como el indio Jerónimo, fue un gran jefe
apache”. Hasta una foto le enseñé del indio Jerónimo, tan valiente y
tan digno.
A Santi le gustó su nuevo (segundo) nombre y lo adoptó, con el
tiempo ese nombre nos ofreció una solución: Santi comenzó a darse
cuenta que a veces su madre escribía las historias que vivíamos juntos,
entonces me hizo una sugerencia: “Entiendo que tú quieras escribir de
tu hijo, y ese soy yo, pero para diferenciar entre yo y tu hijo del
cual escribes, ¿qué te parece si en tus textos me llamo Jerónimo?”.
Escribo esto que es sólo mío: mi inmensa nostalgia por Jerónimo,
mientras Santiago vuela en su patineta en una plaza bellísima que nunca
he visto. Escribo mientras ensayo y ensayo –yo que para la tecnología
soy madame la Australopitecus- para entender cómo se negocia con las veleidades del What’s Apps.
“No sé qué me pasa,” le dije ayer a Sebastián, mi hijo menor, “no logro
dejar de agitarme moviendo objetos por todos lados sin saber dónde
colocarlos. Creo que traigo un hueco enorme en el corazón”. “No me
digas, mamá, ¡no me había dado cuenta! Arrastraste un baúl lleno de
fotos por toda la casa”.
Parte/aguas. Parte/corazón. Parte/madre. Me conmueven los zapatos
viejos. Los zapatos llevan, traen, protegen, acompañan, marcan pasos.
Me conmueven esos zapatos que las personas terminan convirtiendo en
fetiches. Los que se van descalabrando y su propietario piensa: “No
puedo abandonarlos, me han sido tan leales”. Esos zapatos de las largas
caminatas, los que marcan el andar hacia una nueva vida, como los
botines de Diego entonces, como las botitas de Santi ahora. Como en el
futuro, los zapatos de Sebastián.
Diego me mostró sus botines antes de irse (hace años) me
encantaron, eran zapatos para andar firme, para caminar seguro y
zapateando. Sólo me pregunté si la suela era lo suficientemente gruesa
como para caminar nevadas, las vi como suelas para inviernos sin
inclemencias. Si él se aferraba a sus botines, siempre quedaba la
histórica solución del papel periódico adentro del zapato. Por
generaciones y generaciones ha dado sus pruebas.
Cuando Diego regresó en unas vacaciones sus botines ya eran una
desgracia. Se negó a traicionarlos. Los botines fueron tres veces al
Hospital del calzado, hasta ese día en que terminé arrancándoselos. Me
los cedió porque juré que un bote de basura no me parecía lugar para
compañeros tan entrañables. Como las botitas de tela de mi
Santiago-Jerónimo. Y sus tenis. Ayer comencé el muro con los zapatos de
mis hijos y sus fotos. Estoy rodeada de fotos. Sólo un muro, prometo
no desparramarme por toda la casa. Es el muro en el que
Santiago-Jerónimo y sus amigos dibujaron con lápiz cuando apenas se
anunciaban sus adolescencias. Primero él no quiso pintar la pared y
cubrirlos, luego no quisimos ninguno de los dos, ahora no quiero yo.
Nuestro muro que tiene sus palabras. “Los pasos de mis hijos”, como
un homenaje al pasado y una especie de llamado mágico en presente y
hacia el futuro: que las Diosas acompañen a mi amadísimo Santi
dientitos de conejo. Santorini. Santiamén. Que esa nueva lengua lo
arrope. Que la ciudad le sea maravillosa y buena. Que le sea dado
aprender y aprehender. Que su creatividad encuentre sus caminos, sus
dulzuras, sus amores. Eso, que su creatividad pueda zapatear dichosa en
sus ahora nuevos tenis. Hasta volvernos a ver.
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