Cristina Pacheco
Para
el 85, la mayoría de las viviendas eran bodegas y sólo quedábamos dos
familias en la vecindad: nosotros en el primer patio y los Rodríguez en
el segundo. Todos murieron. Lo mismo nos hubiera pasado de no haber
sido porque aquel jueves mis niños y yo tuvimos que salir de la casa
más temprano que de costumbre. A las siete de la mañana ya andábamos
como locos buscando una papelería dónde comprar a Paulo, el mayor de
mis hijos, unas cartulinas que necesitaba para un trabajo de la escuela.
Por las prisas los niños no desayunaron. Yo, que entonces trabajaba
de demostradora de filtros, no pude planchar mi ropa. Me vestí con la
del día anterior y agarré el portafolios donde cargaba mi muestrario.
Cuando salimos a la calle iba furiosa. Me pasé todo el tiempo regañando
a Paulo por descuidar los asuntos de la escuela y vivírsela jugando
futbol con los vagos. Heidi y David, que adoran a su hermano, se
pusieron a llorar y a hacer berrinche. Les advertí que iba a acusarlos
con su papá cuando volviera del trabajo.
Federico llevaba apenas tres días de manejar un taxi de su primo
Joaquín. Esa chamba fue nuestra salvación, porque ya andábamos bien
ahorcados de dinero. Mi esposo estaba muy agradecido con Joaquín y yo
también, pero me parecía mal que lo hubiera puesto en el turno de las
seis de la mañana a sabiendas de que para recoger el taxi en un taller
de Lago Gascasónica, Federico tendría que salir de madrugada. A esas
horas está muy oscuro y estos rumbos siempre han sido peligrosos.
Quién iba a decirme que por circunstancias molestas –el descuido de
Paulo y el horario de Federico– el jueves l9 de septiembre, a la hora
del temblor, ni mi esposo ni mis hijos ni yo estaríamos en la vecindad:
salvamos la vida.
II
Por más que hago la lucha no puedo recordar bien qué
hicimos los niños y yo en el momento en que todo empezó a moverse. No
entendía nada; mis hijos menos, y nos quedamos como tontos frente a un
zaguán, hasta que Laureano, el velador de la pensión, me jaló del brazo
y me gritó:
¡corran, corran!
Lo seguimos entre un montonal de gente que iba empujándose, huyendo,
gritando. El polvo, el ruido de los vidrios que se estrellaban contra
el suelo, el olor a gas eran terribles. De pronto ya no vi a Laureano,
tuve miedo de que mis hijos fueran a perderse entre el gentío y, sin
pensarlo, me regresé con ellos a la vecindad, el único lugar donde
estaríamos a salvo. Cuando llegamos al 77 sólo encontramos un pedazo de
fachada.
Con la esperanza de hallarla en pie, quise ver nuestra vivienda: 8A.
Era la última del primer patio. Llegar hasta allá caminando entre
escombros, cajas, diablos, maniquíes, rollos de tela y plástico y
huacales fue muy difícil. Ver tanto destrozo me causó miedo y dolor; en
cambio no puedo decir lo que sentí al ver que de nuestros cuartos sólo
quedaba un amasijo de ruinas. Lo único reconocible era la puerta de
lámina que protegía la pérdida de todo.
Mis hijos estaban tan asustados que ni se movían. Me dio mucho dolor
que, siendo tan chicos, vieran algo tan horrible y los abracé fuerte,
como si quisiera guardármelos en el cuerpo. Pensé en los Rodríguez.
Llamé a cada uno por su nombre. Nadie contestó. Decidí ir a buscarlos,
pero no pude llegar al segundo patio: los escombros me lo impidieron.
Quise, como nunca, que Federico estuviera a nuestro lado para darme
fuerzas, tranquilizar a los niños y decidir qué haríamos con nuestra
casa: aún llamaba así a la vivienda convertida en ruinas. Escuchamos
pisadas. Tuve la esperanza de que fuera mi esposo hasta que oí un
grito:
¿Quién está allí?Contesté que nosotros y enseguida apareció un joven. Había ido a ver si quedaba alguien atrapado. Le pregunté por los vecinos del segundo patio y me dijo que los cuatro habían muerto.
Desde la calle alguien lo llamó por su nombre pidiéndole ayuda.
Antes de irse, Luis me aconsejó que nos fuéramos a los camellones, al
jardín o al atrio: lugares donde estaríamos a salvo de hundimientos y
derrumbes.
Me convenció, pero necesitaba dejar a Federico una seña de que sus
hijos y yo estábamos vivos y dónde podría encontrarnos. En la
confusión, los niños habían perdido sus mochilas y yo el portafolios
donde llevaba el muestrario y un plumil. Recordé que el día anterior
había comprado un bilet rojo –cosa rara, porque siempre usaba tonos
nacarados– y que lo llevaba en la bolsa de mi falda. Con el labial
nuevo escribí un mensaje:
Federico: estamos en el atrio. Ve a buscarnos. Las letras, junto al 8A, parecían gotas de sangre.
III
Aquella noche el cielo estaba muy bonito, lástima que
tantas personas ya no tuvieran vida para mirarlo y muchas más no
encontraran en su belleza un bálsamo para disminuir el dolor de las
pérdidas, la desolación y el miedo a nuevos temblores.
Las luces a lo lejos y una fogata disminuyeron la oscuridad debida a
la interrupción de la corriente eléctrica. Por todas partes se oían
gritos, sirenas, la campanilla de los bomberos, los motores de los
trascabos. En el atrio todos hablábamos en voz baja y esperábamos, como
un milagro, el amanecer o el rencuentro con los seres queridos.
Mis hijos a cada momento me preguntaban cuándo iba a llegar su padre.
Pronto, ya no tarda, les decía. Por fortuna, se presentaron voluntarios con agua, tortas y cobijas. Me alegré de tener algo que ofrecerles a mis niños. Cuando al fin se durmieron sentí alivio: al menos por un rato olvidarían el desastre; en cambio, yo permanecí despierta y sintiéndome culpable por quedarme con mis hijos en vez de ayudar a otros damnificados. De pronto oí que alguien me llamaba. Era Federico. Tratando de no despertar a los niños me levanté para ir a su encuentro. En silencio, lloramos abrazados. Mientras duró la cercanía de nuestros cuerpos el mundo volvió a ser como antes del temblor.
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