10/04/2015

El gobierno debe exigir un acuerdo transpacífico que beneficie a los mexicanos


Joseph E. Stiglitz y Adam S. Hersh*
El señor Ildefonso Guajardo Villarreal, secretario de Economía del presidente Enrique Peña Nieto, se está apresurando para viajar a Atlanta con la esperanza de finalizar un nuevo acuerdo económico internacional –el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés)– que ampliará el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) a otras nueve economías de Asia y el Pacífico.
A partir de la experiencia pasada con acuerdos comerciales liderados por Estados Unidos, y lo que hemos podido deducir de documentos filtrados de debates de carácter confidencial, es claro que las esperanzas del presidente Peña Nieto se encuentran fuera de lugar. Los negociadores de México parecen estar a punto de rendirse ante las demandas de las empresas de los países avanzados, sin beneficios para su país.
Todavía se mantiene la controversia acerca del TLCAN. Muchos sostienen que la crisis financiera que ocurrió en menos de un año después de iniciado el acuerdo, se debió al propio TLCAN. Los agricultores mexicanos de maíz pobres debieron competir con agricultores estadunidenses que recibían altos subsidios. Era vergonzoso incluso llamarlo tratado de libre comercio.
Pero esas batallas quedaron atrás; un criterio sencillo para las que se avecinan en el futuro, como la del TPP, debería ser si implica una mejora sobre el TLCAN en cuanto a aumentar el bienestar económico del pueblo mexicano. Y esto mismo debe ser el punto de partida para los negociadores mexicanos. De acuerdo con la información filtrada, en este momento, no están ni siquiera cerca.
El TPP pretende comprometer a los negocios, trabajadores y agricultores mexicanos a una apertura económica desigual que posiblemente debilite a las principales industrias mexicanas. El TPP, sin embargo, irá más allá; probablemente requiera cambios fundamentales en las instituciones jurídicas, judiciales y regulatorias: una concesión a los cabilderos adinerados que tienen más acceso al proceso de negociación que los legisladores electos o los ciudadanos interesados. E infligirá estos daños a una escala mucho más grande.
Típicamente, uno piensa en la negociación como en un lado que da algo a fin de obtener otra cosa a cambio. Pero con el TPP, México está pagando un precio muy elevado por muy poca cosa a cambio. El país ya cuenta con un tratado de libre comercio con Estados Unidos; no tiene una gran necesidad de mayor acceso a los mercados estadunidenses ni a otros mercados internacionales.
Primero, la noción de que el TPP puede fijar un acuerdo de estándares altos para el libre comercio en cuyo marco los países miembros prosperen se ve socavada por la continua falta de acuerdo acerca de las reglas de origen en la industria automotriz y de fabricación de partes. Estas disposiciones especificarían qué proporción de un auto o partes de auto puede provenir de fuera de la región del TPP, a la vez que cumple con los requisitos para mantener el acceso preferencial a los mercados del TPP. Actualmente, bajo el TLCAN, 62.5 por ciento del contenido en autos y partes debe provenir de un país del TLCAN, pero un acuerdo tentativo entre Japón y Estados Unidos bajaría el contenido requerido a 45 por ciento para vehículos y 30 por ciento para las partes.
En otras palabras, el TPP abriría los mercados a productores extranjeros –como China– que no necesitan seguir las reglas y obligaciones del TPP ni necesitan brindar una apertura de comercio recíproca a los países del TPP para obtener los beneficios del acuerdo. Esta disposición es claramente un retroceso de las disposiciones del TLCAN por las cuales se luchó tanto y cambiará drásticamente el mercado integrado de automóviles de América del Norte y afectará a los productores que alimentan la manufactura automotriz: acero y otros metales, plásticos y materiales avanzados.
El presidente Obama argumentó a favor del TPP, sosteniendo que importa quién escribe las reglas, y que no debe ser China. Ahora el representante comercial de Estados Unidos (USTR, por sus siglas en inglés) confeccionó un pacto comercial en el cual China (que ni siquiera es parte del acuerdo) y Japón son los ganadores y las industrias automotrices de México, Canadá y Estados Unidos son las perdedoras. El presidente Obama tiene razón en que importa quién escribe las reglas, y es claro que no es México. Al que ni siquiera se lo escucha.
Segundo, el TPP consolidaría la ventaja desigual de las empresas de economías avanzadas al elevar la protección de los derechos de propiedad intelectual (DPI) de manera que fortalezca los monopolios de los DPI a costa de todos los demás. En esta área, el TPP exige mucho más de México que lo que TLCAN exigió. Los mexicanos sentirán el golpe especialmente en sectores esenciales como el farmacéutico.
Impulsados por los cabilderos de las grandes empresas farmacéuticas, los negociadores de Estados Unidos están presionando a los países del TPP para que acepten protecciones que dificultarán el acceso a los medicamentos genéricos, aumentarán las ganancias corporativas, no por la innovación de nuevos medicamentos que salvan vidas, sino porque mantendrán a los competidores potenciales fuera del mercado y cobrarán precios más altos a los consumidores.
El TPP logra esto por medio de una variedad de cambios regulatorios aparentemente oscuros –enterrados en jerga sobre vinculación de las patentes y datos biológicos– que colectivamente le permitirían a las compañías de medicamentos extender sus patentes (y por lo tanto sus monopolios) por muchos más años de lo que pueden hacerlo actualmente. Esto sería especialmente costoso en México, cuyas reglamentaciones actuales alientan más el intercambio de datos y la investigación.
Mylan, un fabricante de medicamentos genéricos, ha alertado que el TPP podría de hecho dejar a su negocio fuera de los países participantes; es decir, no sólo la gente en México pagará más por los medicamentos, sino que también la gente dejaría de tener acceso fácil a algunos fármacos que salvan vidas.
Incluso Obama se opuso supuestamente a los 12 años de exclusividad para datos biológicos. El verdadero punto es que fijar estas normas en un tratado difícil de modificar, con ciencia que evoluciona rápido, es un gran error. Debería haber un proceso para fijar normas periódicamente, de manera que se incluya a los poderes ejecutivo y legislativo de los países del TPP. Los acuerdos comerciales bien diseñados del siglo XXI pueden fortalecer los procesos democráticos; éste hace exactamente lo opuesto.
Tercero, el TPP limitaría que los gobiernos de los países miembros –incluido México– aprueben reglamentaciones para proteger la salud pública, la seguridad y el medio ambiente, o cualquier otro aspecto del bien público. Esto se debe a que el TPP podría crear mecanismos de solución de controversias entre inversores y estados (ISDS, por sus siglas en inglés) que permitirían a extranjeros demandar al gobierno cuando creen que una reglamentación perjudicará sus ganancias. El arbitraje sería privado –y por lo tanto opaco al público– y vinculante, incluso si el resultado contradice las leyes nacionales. Y la empresa recibiría compensación por la pérdida de sus ganancias esperadas, no sólo por sus inversiones pasadas, incluso si sus ganancias se generan con la venta de productos que matan a la gente y si no hay discriminación en la reglamentación.
Estas no son amenazas hipotéticas: ya existen acuerdos de inversión similares y han causado este tipo de demandas. México mismo ha hecho frente a estos retos muchas veces. En 1997, lo árbitros fallaron que México debía pagar más de 15 millones de dólares por la decisión del gobierno municipal de Guadalcázar de cerrar un vertedero de desechos tóxicos construido sin permiso, porque se halló que filtraba en las aguas subterráneas. En 2003 y 2004, los árbitros ordenaron a México que pagara 58 millones de dólares a la empresa estadunidense Corn Products International, 37 millones a Archer Daniels Midland Corporation y 91 millones a Cargill por gravámenes impuestos sobre bebidas que usaban edulcorantes producidos con jarabe de maíz rico en fructosa, conectados con un aumento en la incidencia de la obesidad.
En otras partes, Australia está afrontando una demanda presentada por empresas de tabaco estadunidenses por poner etiquetas de advertencia en las cajas e cigarrillos, lo mismo que Uruguay (que no es un socio de TPP). Canadá, ante la amenaza de juicio, abandonó una reglamentación de tabaco similar.
Estos son sólo algunos de los cientos de casos indignantes que inversionistas multinacionales han presentado contra reglamentaciones en beneficio del público. Con mucha frecuencia los árbitros fallan a favor de los intereses de los inversionistas o los gobiernos nacionales optan por resolver la disputa para evitar las presiones legales.
Los mecanismos de ISDS cambian drásticamente el entendimiento anterior de los derechos y obligaciones de los inversionistas y los estados. Bajo el TPP, los gobiernos deberán pagar a los inversionistas extranjeros por no perjudicar al público, en vez de tener la libertad de regular el alcance de una actividad comercial justa. Los mecanismos de ISDS existentes ya son suficientemente malos. Su ampliación radical bajo el TPP sería un desastre.
Ciertamente, una mayor integración comercial y de inversión con el mundo es muy prometedora para México, pero el TPP no es la manera de lograrla. No hay evidencia que sus protecciones a los inversionistas y un fortalecimiento de los derechos de propiedad aumentarán la inversión extranjera o traerán más innovación a la economía mexicana. Lo que harán es asegurar que una mayor parte de los sueldos de los esforzados trabajadores mexicanos termine en los bolsillos de las corporaciones extranjeras.
Los líderes políticos han alardeado que con el TPP están promoviendo el bienestar de sus pueblos y sus países. Pero eso es pura retórica política. La realidad es que se ha brindado a los intereses especiales –en Estados Unidos y en todas partes– demasiada influencia en las negociaciones.
Si el presidente Peña Nieto desea hacer lo correcto por el pueblo mexicano, instruirá al secretario Guajardo Villarreal para que rechace un acuerdo que dejará el futuro económico de México en manos de inversionistas multinacionales.
*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel en Economía, es profesor en la Universidad de Columbia y economista jefe en el Instituto Roosevelt.
Adam S. Hersh es economista sénior en el Instituto Roosevelt e investigador visitante en la Iniciativa para el Diálogo Político de la Universidad de Columbia.

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