El señor Ildefonso
Guajardo Villarreal, secretario de Economía del presidente Enrique Peña
Nieto, se está apresurando para viajar a Atlanta con la esperanza de
finalizar un nuevo acuerdo económico internacional –el Acuerdo de
Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés)– que ampliará
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) a otras nueve
economías de Asia y el Pacífico.
A partir de la experiencia pasada con acuerdos comerciales liderados
por Estados Unidos, y lo que hemos podido deducir de documentos
filtrados de debates de carácter confidencial, es claro que las
esperanzas del presidente Peña Nieto se encuentran fuera de lugar. Los
negociadores de México parecen estar a punto de rendirse ante las
demandas de las empresas de los países avanzados, sin beneficios para su
país.
Todavía se mantiene la controversia acerca del TLCAN. Muchos
sostienen que la crisis financiera que ocurrió en menos de un año
después de iniciado el acuerdo, se debió al propio TLCAN. Los
agricultores mexicanos de maíz pobres debieron competir con agricultores
estadunidenses que recibían altos subsidios. Era vergonzoso incluso
llamarlo tratado de libre comercio.
Pero esas batallas quedaron atrás; un criterio sencillo para las que
se avecinan en el futuro, como la del TPP, debería ser si implica una
mejora sobre el TLCAN en cuanto a aumentar el bienestar económico del
pueblo mexicano. Y esto mismo debe ser el punto de partida para los
negociadores mexicanos. De acuerdo con la información filtrada, en este
momento, no están ni siquiera cerca.
El TPP pretende comprometer a los negocios, trabajadores y
agricultores mexicanos a una apertura económica desigual que
posiblemente debilite a las principales industrias mexicanas. El TPP,
sin embargo, irá más allá; probablemente requiera cambios fundamentales
en las instituciones jurídicas, judiciales y regulatorias: una concesión
a los cabilderos adinerados que tienen más acceso al proceso de
negociación que los legisladores electos o los ciudadanos interesados. E
infligirá estos daños a una escala mucho más grande.
Típicamente, uno piensa en la negociación como en un lado que da algo
a fin de obtener otra cosa a cambio. Pero con el TPP, México está
pagando un precio muy elevado por muy poca cosa a cambio. El país ya
cuenta con un tratado de libre comercio con Estados Unidos; no tiene una
gran necesidad de mayor acceso a los mercados estadunidenses ni a otros
mercados internacionales.
Primero, la noción de que el TPP puede fijar un acuerdo de estándares
altos para el libre comercio en cuyo marco los países miembros
prosperen se ve socavada por la continua falta de acuerdo acerca de las
reglas de origenen la industria automotriz y de fabricación de partes. Estas disposiciones especificarían qué proporción de un auto o partes de auto puede provenir de fuera de la región del TPP, a la vez que cumple con los requisitos para mantener el acceso preferencial a los mercados del TPP. Actualmente, bajo el TLCAN, 62.5 por ciento del contenido en autos y partes debe provenir de un país del TLCAN, pero un acuerdo tentativo entre Japón y Estados Unidos bajaría el contenido requerido a 45 por ciento para vehículos y 30 por ciento para las partes.
En otras palabras, el TPP abriría los mercados a productores
extranjeros –como China– que no necesitan seguir las reglas y
obligaciones del TPP ni necesitan brindar una apertura de comercio
recíproca a los países del TPP para obtener los beneficios del acuerdo.
Esta disposición es claramente un retroceso de las disposiciones del
TLCAN por las cuales se luchó tanto y cambiará drásticamente el mercado
integrado de automóviles de América del Norte y afectará a los
productores que alimentan la manufactura automotriz: acero y otros
metales, plásticos y materiales avanzados.
El presidente Obama argumentó a favor del TPP, sosteniendo que
importa quién escribe las reglas, y que no debe ser China. Ahora el
representante comercial de Estados Unidos (USTR, por sus siglas en
inglés) confeccionó un pacto comercial en el cual China (que ni siquiera
es parte del acuerdo) y Japón son los ganadores y las industrias
automotrices de México, Canadá y Estados Unidos son las perdedoras. El
presidente Obama tiene razón en que importa quién escribe las reglas, y
es claro que no es México. Al que ni siquiera se lo escucha.
Segundo, el TPP consolidaría la ventaja desigual de las empresas de
economías avanzadas al elevar la protección de los derechos de propiedad
intelectual (DPI) de manera que fortalezca los monopolios de los DPI a
costa de todos los demás. En esta área, el TPP exige mucho más de México
que lo que TLCAN exigió. Los mexicanos sentirán el golpe especialmente
en sectores esenciales como el farmacéutico.
Impulsados por los cabilderos de las grandes empresas farmacéuticas,
los negociadores de Estados Unidos están presionando a los países del
TPP para que acepten protecciones que dificultarán el acceso a los
medicamentos genéricos, aumentarán las ganancias corporativas, no por la
innovación de nuevos medicamentos que salvan vidas, sino porque
mantendrán a los competidores potenciales fuera del mercado y cobrarán
precios más altos a los consumidores.
El TPP logra esto por medio de una variedad de cambios regulatorios aparentemente oscuros –enterrados en jerga sobre
vinculación de las patentesy
datos biológicos– que colectivamente le permitirían a las compañías de medicamentos extender sus patentes (y por lo tanto sus monopolios) por muchos más años de lo que pueden hacerlo actualmente. Esto sería especialmente costoso en México, cuyas reglamentaciones actuales alientan más el intercambio de datos y la investigación.
Mylan, un fabricante de medicamentos genéricos, ha alertado
que el TPP podría de hecho dejar a su negocio fuera de los países
participantes; es decir, no sólo la gente en México pagará más por los
medicamentos, sino que también la gente dejaría de tener acceso fácil a
algunos fármacos que salvan vidas.
Incluso Obama se opuso supuestamente a los 12 años de exclusividad
para datos biológicos. El verdadero punto es que fijar estas normas en
un tratado difícil de modificar, con ciencia que evoluciona rápido, es
un gran error. Debería haber un proceso para fijar normas
periódicamente, de manera que se incluya a los poderes ejecutivo y
legislativo de los países del TPP. Los acuerdos comerciales bien
diseñados del siglo XXI pueden fortalecer los procesos democráticos;
éste hace exactamente lo opuesto.
Tercero, el TPP limitaría que los gobiernos de los países miembros
–incluido México– aprueben reglamentaciones para proteger la salud
pública, la seguridad y el medio ambiente, o cualquier otro aspecto del
bien público. Esto se debe a que el TPP podría crear mecanismos de
solución de controversias entre inversores y estados (ISDS, por sus
siglas en inglés) que permitirían a extranjeros demandar al gobierno
cuando creen que una reglamentación perjudicará sus ganancias. El
arbitraje sería privado –y por lo tanto opaco al público– y vinculante,
incluso si el resultado contradice las leyes nacionales. Y la empresa
recibiría compensación por la pérdida de sus ganancias esperadas, no
sólo por sus inversiones pasadas, incluso si sus ganancias se generan
con la venta de productos que matan a la gente y si no hay
discriminación en la reglamentación.
Estas no son amenazas hipotéticas: ya existen acuerdos de inversión
similares y han causado este tipo de demandas. México mismo ha hecho
frente a estos retos muchas veces. En 1997, lo árbitros fallaron que
México debía pagar más de 15 millones de dólares por la decisión del
gobierno municipal de Guadalcázar de cerrar un vertedero de desechos
tóxicos construido sin permiso, porque se halló que filtraba en las
aguas subterráneas. En 2003 y 2004, los árbitros ordenaron a México que
pagara 58 millones de dólares a la empresa estadunidense Corn Products
International, 37 millones a Archer Daniels Midland Corporation y 91
millones a Cargill por gravámenes impuestos sobre bebidas que usaban
edulcorantes producidos con jarabe de maíz rico en fructosa, conectados
con un aumento en la incidencia de la obesidad.
En otras partes, Australia está afrontando una demanda presentada por
empresas de tabaco estadunidenses por poner etiquetas de advertencia en
las cajas e cigarrillos, lo mismo que Uruguay (que no es un socio de
TPP). Canadá, ante la amenaza de juicio, abandonó una reglamentación de
tabaco similar.
Estos son sólo algunos de los cientos de casos indignantes que
inversionistas multinacionales han presentado contra reglamentaciones en
beneficio del público. Con mucha frecuencia los árbitros fallan a favor
de los intereses de los inversionistas o los gobiernos nacionales optan
por resolver la disputa para evitar las presiones legales.
Los mecanismos de ISDS cambian drásticamente el entendimiento
anterior de los derechos y obligaciones de los inversionistas y los
estados. Bajo el TPP, los gobiernos deberán pagar a los inversionistas
extranjeros por no perjudicar al público, en vez de tener la libertad de
regular el alcance de una actividad comercial justa. Los mecanismos de
ISDS existentes ya son suficientemente malos. Su ampliación radical bajo
el TPP sería un desastre.
Ciertamente, una mayor integración comercial y de inversión con el
mundo es muy prometedora para México, pero el TPP no es la manera de
lograrla. No hay evidencia que sus protecciones a los inversionistas y
un fortalecimiento de los derechos de propiedad aumentarán la inversión
extranjera o traerán más innovación a la economía mexicana. Lo que harán
es asegurar que una mayor parte de los sueldos de los esforzados
trabajadores mexicanos termine en los bolsillos de las corporaciones
extranjeras.
Los líderes políticos han alardeado que con el TPP están promoviendo
el bienestar de sus pueblos y sus países. Pero eso es pura retórica
política. La realidad es que se ha brindado a los intereses especiales
–en Estados Unidos y en todas partes– demasiada influencia en las
negociaciones.
Si el presidente Peña Nieto desea hacer lo correcto por el pueblo
mexicano, instruirá al secretario Guajardo Villarreal para que rechace
un acuerdo que dejará el futuro económico de México en manos de
inversionistas multinacionales.
*Joseph E. Stiglitz, premio Nobel en Economía, es profesor en la
Universidad de Columbia y economista jefe en el Instituto Roosevelt.
Adam S. Hersh es economista sénior en el Instituto Roosevelt e
investigador visitante en la Iniciativa para el Diálogo Político de la
Universidad de Columbia.
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