Gabriela Rodríguez
Periódico La Jornada
“Queremos decir que,
emancipada la mujer, no necesitaría de la ayuda expresa del hombre para
poder subsistir (…) En la escuela, no hay que dudarlo, está la base de
nuestra emancipación. Allí bulle, allí se agita ese atributo nuestro,
bello y grandioso, contra el despecho de los retrógrados, de la Iglesia y
de sus santos…” (Marta Rocha, Feminismo y Revolución, en G.D. Espinosa y Ana Lau Jaiven, Un fantasma recorre el siglo, México 2011). Así se expresaba Hermila Galindo hace 100 años; en 1915 ella fundó el semanario La Mujer Moderna,
publicación que promovió el desarrollo de las mujeres. Afirmaba que la
igualdad política e intelectual debía extenderse a la educación, el
trabajo y las relaciones personales. Y fue también de las primeras con
acceso a la escuela normal; paradójico, que la inserción de la mujer en
la educación superior se diera en el porfiriato, se vinculaba al ingreso
al mercado laboral. A principios de siglo la tasa de escolaridad
efectiva era de 23 por ciento, la educación primaria llegaba a las
ciudades importantes, atendiendo principalmente a una porción de las
clases medias urbanas y semiurbanas. La discriminación a las mujeres era
obvia: existían instituciones de educación exclusivas para niñas y
otras para niños con planes de estudio diferentes; a ellas se les
preparaba para hacer mejor su papel dentro del hogar. A la Escuela
Nacional Preparatoria llegaban muy pocas mujeres; ahí se pretendía una
formación científica a la manera del positivismo, de lo más abstracto a
lo más concreto: se iniciaba con matemáticas, se continuaba con ciencias
naturales y se incluían materias como lógica, ideología, moral y
español. En la Escuela de Instrucción Secundaria para personas del sexo
femenino las asignaturas eran lecturas en español y correspondencia
epistolar, gramática castellana, rudimentos de álgebra y geometría;
geografía física y política, algo de historia de México, teneduría de
libros, primeros auxilios, higiene y economía doméstica. Además, estaban
los deberes de la madre en relación con la familia y el Estado; había
dibujo lineal, de figura y ornato, idiomas, música, labores manuales,
artes y oficios que se podían ejercer por mujeres, horticultura y
métodos de enseñanza comparados. Al terminar estos estudios, las
señoritas podían optar por el título de profesoras de primera clase, una
vez examinadas y aprobadas, o, por otra parte, ser unas buenas mujeres
de hogar. Aumentó el número de maestras y se graduaron algunas abogadas,
médicas y dentistas (Martha Córdova, La mujer mexicana como estudiante
de educación superior, Sicología para América Latina, Número 4, 2005).
Hermila Galindo consideraba que incorporar a las niñas a la escuela,
impartir educación sexual y abrir el derecho al voto de la mujer era
crucial: “Un pudor mal entendido y añejas preocupaciones privan a la
mujer de conocimientos que no le son sólo útiles, sino indispensables,
los cuales una vez generalizados serían una coraza para las naturales
exigencias del sexo: me refiero a la fisiología y anatomía que pueden
conceptuarse como protoplasmas de la ciencia médica que debieran ser
familiares en las escuelas y colegios de enseñanza secundaria y que se
reservan únicamente a quienes abrazan la medicina como profesión (...)
Es que el instinto sexual impera de tal suerte en la mujer y con tan
irresistibles resortes que ningún artificio hipócrita es capaz de
destruir, modificar o refrenar… (…) justamente la música, el baile, la
poesía, la novela, en una palabra, la vida ideal, la vida del espíritu,
son los más crueles verdugos de la mujer. Si la mujer en vez de exceso
de sensibilidad que preconiza el escritor citado tuviese una buena dosis
de razón sólida y supiese pensar y discurrir justo; si poseyese, como
quiere Stuart Mill, la ciencia del mundo de los hombres y de las fuerzas
de la naturaleza, en vez de ignorar completamente cómo se vive y tener
sólo la forma y la etiqueta de lo bello, la mujer sería más dichosa y el
hombre más honrado. Mientras se descuida y omite el desarrollo de su
razón ella puede padecer una hipertrofia de vida intelectual y
espiritual, y es más accesible a todas las creencias religiosas; su
cabeza ofrece un terreno fecundo a todas las charlatanerías religiosas y
de otro género, y es materia dispuesta para todas las reacciones”
(Hermila Galindo, La Mujer en el Porvenir, Primer Congreso
Feminista de Yucatán, enero de 1916). “Hay que emancipar el sexo débil
de la criminal tutela que hacen pesar sobre él la tradición y el
fanatismo religioso (…) “para liberar a las mujeres de la tutela
clerical e instruirlas en la escuela laica, además de exigir el derecho
ciudadano a tomar parte activa en el movimiento político por ser miembro
integrante de la Patria (Rocha, Ibídem).
Las oportunidades educativas se han equilibrado entre los
sexos, aunque la mitad de la población (de ambos sexos) sigue sin
acceder a la preparatoria y cerca de 80 por ciento sigue excluida de la
formación universitaria. El reto sigue siendo el derecho a elegir a
nuestros gobernantes y la paridad de las mujeres en la política; además,
el derecho a decidir sobre el cuerpo es incipiente y sigue siendo
privilegio de clase. No sólo hay estancamiento, se están sufriendo
retrocesos. Opino que esto se debe a que el sometimiento a las mujeres
es clave para sostener las relaciones de poder. Maquiavelo lo tenía
claro desde el siglo XVI: “el que adquiere una ciudad acostumbrada a
vivir en libertad y no destruye su régimen legal, debe esperar ser
derrocado posteriormente, pues tal ciudad fincará su rebelión en su
libertad y en sus leyes (…) por más que el conquistador se esfuerce, si
no desune a sus habitantes nunca olvidarán la antigua libertad, ni sus
leyes propias, y recurrirán a ellas en la primera oportunidad (Nicolás
Maquiavelo, El Príncipe, Libros de ayer, hoy y siempre, Vol 9, México, 2008).
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