La Jornada
Las razones del Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) para entrevistar a
27 oficiales y soldados del 27 batallón de infantería del Ejército en
Guerrero son simples. Como se decía en la entrega anterior, sus
testimonios pueden resultar clave para la dilucidación de lo sucedido la
noche del 26 de septiembre de 2014 y la madrugada del 27 en Iguala. A
su vez, las preguntas formuladas en Washington a dos subsecretarios de
Estado mexicanos (Roberto Campa y Eber Omar Betanzos) por la presidenta
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), así como por
el relator para el Caso México, Rose Marie Antoine y James Cavallaro,
respectivamente, en el sentido de que aclararan quién manda en México,
si el presidente de la República o el secretario de la Defensa, tenían
que ver con la negativa del jefe del Ejército, general Salvador
Cienfuegos, a colaborar con las indagatorias judiciales del caso.
Como surge de la propia investigación de los expertos –esa
gente desconocida, que no son mexicanos, según los calificó el general Cienfuegos–, hay suficientes elementos que indican que la presencia del Ejército en varios escenarios de los crímenes puede resultar crucial para el conocimiento de qué ocurrió realmente.
Existen evidencias de que soldados del 27 batallón al mando del
capitán José Martínez Crespo fotografiaron, interrogaron, amenazaron y
agredieron verbalmente a 25 estudiantes y un maestro en la Clínica
Cristina, donde además negaron asistencia médica al normalista Édgar
Andrés Vargas, quien herido de un balazo en la boca, estaba ahogándose
en su propia sangre.
Otro dato relevante es la declaración ministerial del médico
responsable de la Clínica Cristina, Ricardo Herrera, quien llegó al
recinto hospitalario después de que se habían retirado los soldados y
prácticamente exoneró al capitán Martínez Crespo y sus hombres de
cualquier tipo de responsabilidad. Su testimonial respondió a un pedido
del general Alejandro Saavedra, mando de la 35 Zona Militar con sede en
Chilpanginco, y la rindió en el batallón 27 de Iguala, luego de platicar
con personal de la justicia militar. ¿Fue aleccionado Herrera por
elementos de la justicia castrense acerca de qué declarar y cómo?
¿Rindió falso testimonio ante la justicia? ¿Dio por válidas esas
declaraciones la Procuraduría General de la República (PGR)?
Está comprobado también que dos escuadrones del Grupo de Fuerza de
Reacción (GFR) patrullaron esa noche las calles comandados por el
capitán Martínez Crespo y un teniente no identificado. Los soldados
llevaban fusiles G-3, arma habitual del Ejército. En dos de los
escenarios de los crímenes, personal de la Procuraduría General de
Justicia (PGJ) de Guerrero –que realizó las primeras diligencias hacia
las 3:20 horas del 27 de septiembre– encontró casquillos percutidos
calibre 7.62 (que corresponden a los fusiles G-3) y 5.56, utilizados por
los fusiles G36 y Beretta, armas usadas por la policía municipal de
Iguala. Otra información significativa es que en su segunda salida del
cuartel, hacia las 23 horas, el teniente que estaba al mando de uno de
los GFR ordenó cambiar una camioneta Cheyenne por un vehículo blindado y
artillado Sand Cat, que llevaba en la escotilla a un soldado empuñando
una ametralladora.
De lo anterior surgen varias interrogantes inquietantes: si
desde que habían salido de Tixtla, las autoridades de distintos niveles
del Estado mexicano sabían que los estudiantes de la normal iban
desarmados, ¿por qué el Ejército salió a patrullar con un vehículo
artillado Sand Cat? ¿Por qué y contra quién dispararon sus fusiles G-3
los soldados? ¿Por qué no se les hizo la prueba de rodizonato de sodio a
quienes accionaron los G3? De acuerdo con el Protocolo de Minnesota, la
PGJ y la PGR debieron tomar y conservar todas
las pruebas de la existencia de armas de fuego, proyectiles, balas y casquillos o cartuchos. ¿Por qué nunca hicieron pruebas de balística y del armamento utilizado por los soldados del 27 batallón?
Asimismo, según consta en el expediente de la PGR, a través del
sistema del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C-4),
las fuerzas armadas, la Policía Federal, el Cisen y distintas
estructuras de seguridad de Guerrero monitorearon en tiempo
real a los estudiantes de Ayotzinapa desde su salida de la normal. Con
base en las declaraciones del coordinador de Protección Civil de la Zona
Norte del estado, lo novedoso es que esa noche el Ejército manejó la
información del C-4 de
manera restringidaen los momentos en que se estaban dando los ataques contra los normalistas: entre las 22:11y las 23:26 (una hora y 15 minutos) y entre las 23:26 y las 2:21(casi tres horas).
Dichos periodos coincidieron con el tiempo posterior al primer ataque
de la calle Juan N. Álvarez y Periférico norte, donde fueron detenidos
la mayor parte de los 43 estudiantes desaparecidos, y con la agresión en
el mismo lugar –cuando se llevaba a cabo una rueda de prensa–, donde
fueron asesinados a quemarropa dos estudiantes (Daniel Solís Gallardo y
Julio César Ramírez), otro resultó herido de gravedad (Édgar Andrés
Vargas) y fue detenido Julio César Mondragón, quien luego apareció
muerto y con señales de tortura.
Las preguntas obvias son: ¿por qué la Secretaría de la Defensa
Nacional (Sedena) restringió, bloqueó o desapareció las comunicaciones
del C-4 por espacios prolongados en ambos momentos clave? ¿Por qué nunca
explicaron Murillo Karam y su sucesora en la PGR, Arely Gómez, esos
silencios y cortes en las comunicaciones, que podrían ser clave para la
dilucidación del caso?
Lo anterior pone en evidencia la pertinencia del pedido del GIEI de
entrevistar a oficiales y soldados del 27 batallón para que aporten o
aclaren datos que pueden ayudar a esclarecer los hechos, sin perjuicio
de que a la postre pudiera comprobarse que por acción, omisión,
negligencia, colusión, protección o complicidad, algunos pudieran tener
algún grado de responsabilidad, misma que alcanzaría a sus superiores
jerárquicos en la cadena de mando.
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