Belén nos dice que si
hubiera leído la historia en un libro de cuentos de terror habría
llorado. Entonces, cómo no va a deshacerse en lágrimas si el hecho que
la obsesiona es real: a una niña de diez años, su hermano y un amigo
–sin maldad, sólo por juego– la colgaron de un árbol. Aunque se proponga
evitarlo, Belén sigue imaginando el cuerpo tierno balanceándose, cada
vez más y más despacio hasta quedar completamente detenido.
Lo mismo que en otras ocasiones, Belén desea lo imposible: echar el
tiempo atrás, congelarlo en el instante previo a que se cumpliera el
destino inaceptable y trágico de una niña que sólo alcanzó a vivir tres
mil seiscientos cincuenta días. ¿Cómo fueron? ¿En cuál de ellos empezó a
caminar, a decir las primeras palabras, a entretenerse jugando con su
muñeca?
¿La habrá tenido?, nos pregunta Belén. De ser así: ¿la veía como a hija o hermana? ¿Qué nombre le puso? ¿Le hizo un vestidito? ¿La peinó procurando no jalarle el cabello? ¿En qué tono le hablaba? ¿Donde la tenía guardada? ¿Dónde está ahora esa muñeca? Tal vez en una caja estrecha y mustia como un ataúd.
II
Belén ignora todo acerca de esa niña: su nombre, cómo
eran sus facciones, de qué color serían su cabello y sus ojos. Del tono
que hayan sido, los cerró para siempre llevándose la imagen de unos
cuantos rostros, el mismo paisaje revelado a la luz de tres mil
seiscientos días y también el vislumbre de su sombra proyectada en la
tierra.
Si la niña alcanzó a verla tal vez haya creído que era la sombra de
otra persona, porque la suya siempre iba bien pegada a sus pies. Con
ellos ¿cuántos pasos dio, en qué dirección, para ir a dónde? A la
iglesia, el mercado, la escuela, la casa de un vecino o el panteón. Es
fácil imaginarla allí, entre las tumbas, escuchando distraída los rezos
que se iban con el viento y se enredaban en las ramas de los árboles,
inclusive el que a la vuelta de muy poco tiempo iba a esconder en su
follaje la sombra de la muerte.
Belén piensa que desde la hora nefasta, en el pueblo norteño ya para
siempre se hablará de ese árbol. Los viejos, con los ojos húmedos y
recargados en sus bastones, les contarán a las nuevas generaciones que
un día de sus ramas quedó colgada una niña.
Ante los forasteros que se detengan a mirar el árbol que alguien
adornó con un lazo negro, las mujeres repetirán la misma historia, pero
al final agregarán –más que nada para el propio consuelo– que si la niña
perdió la vida, en cambio ganó el privilegio de convertirse en
angelita.
III
A Belén se le ha metido en la cabeza que la niña se
llamaba Ángela y de seguro el nombre está escrito en sus cuadernos de
hojas arriscadas, con manchones de lápiz o de lágrimas. ¿Por qué
lloraría Ángela? Belén dice que ojalá haya sido por el motivo que
siempre entristece a las niñas y les arranca lágrimas:
¿Estás llorando porque perdiste tu muñeca? Búscala. Vas a encontrarla. Ni modo que se haya ido.
¿Qué podemos contestarle a Belén cuando nos pregunta a qué sabrían
las lágrimas de Angelita? ¡Nada! Pero ella, en cosa de segundos,
encuentra la respuesta:
A sal, como el agua del mar que ella no conoció ni le trajo conchitas y ramas para que jugara en la arena.
Belén está segura de que Ángela –ignorante del mar y de la arena, y
curiosa como todos los niños– debe haber hecho infinidad de preguntas
ingenuas y simples a sus fatigados padres: ¿Por qué corren las nubes?
¿Dónde se bañan las hormigas? El gallo, ¿para qué se despierta temprano?
¿A qué sabrán las culebras? Belén confía en que Angelita haya escuchado
respuestas a esas y otras interrogantes que se formula quien necesita
conocer más del mundo, aclararse por qué una cosa es como es, a qué se
debe que la noche sea oscura y la asuste con sus rumores y sus sombras.
Eres muy preguntona y eso no está bien. Ándale: ponte a lavar los platos, para que cuando crezcas y te cases tu marido sepa que eres mujer trabajadora.
Belén se pregunta si a Ángela le habría gustado salir de su pueblo,
estudiar, conocer un zoológico; luego, a su tiempo, enamorarse de un
muchacho, casarse, tener hijos. Pienso, no sé por qué razón, que esa
niña anhelaba tener una hija igual a su muñeca, esa que permanece
guardada en la estrecha caja de cartón sin que nadie la llame
hermanitao
mi nena, la peine, le cuente sus secretos y sus sueños.
IV
Belén nos contagia su angustia cuando habla de los padres
de Angelita. La estremece su desolación al enterarse de la mala
noticia, su dolor al ver el cuerpo tendido en el catre donde la niña
dormía con su muñeca, sus pasos derrotados camino del panteón, su
angustia al oír las paladas de tierra cayendo sobre el ataúd donde está
su hija,
apenas
una niña. Y después de esas amargas horas, ¿cómo vivirán sin ella? ¿Con
qué palabras llenarán su silencio? ¿Cómo soportarán la vista de ese
árbol que, con ayuda del viento, declara inútilmente su inocencia?
Belén teme el día en que el árbol ya no pueda resistir la tristeza y termine ahorcándose con sus propias ramas.
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