¿Los matrimonios entre personas del mismo sexo no son “naturales”? Pues más razones entonces para que firmen un contrato social, ese contrato que a todos nos aleja de la “naturalidad”.
lasillarota.com
Conozco cantidad de hombres y mujeres heterosexuales que no están
a favor del matrimonio cuando se refiere a sus elecciones personales y
que viven una entera vida en coherencia con sus convicciones. No les
interesa firmar un contrato social que ofrezca “un estatus legal” a su
amor. Les parece obsoleto, y/o alienante, o simplemente innecesario.
Desean sentir que cada día renuevan su compromiso en toda libertad y en
la intimidad de sus hogares. Algunos opinan que el matrimonio es una
institución caduca, y/o no consideran que “amarse” sea un pacto en el
que estén dispuestos a aceptar la intervención del Estado.
Algunas de las parejas que menciono han tenido hijas/os (la mayoría
de ellos) y otras/os no. Las hay con hijos biológicos y elegidos por
ambos, con hijos adoptados y elegidos por ambos, con hijos nacidos en
uniones amorosas anteriores (de un lado, del otro o de ambos) y elegidos
por los dos para formar lo que llamamos “una familia recompuesta”, que
en muchas ocasiones incluye otros hijos biológicos y elegidos entre los
dos.
Algunas parejas han durado unos años (tal y como sucede también con
los matrimonios civiles y civiles y religiosos), otras continúan juntas
en parejas construidas en la lealtad, la confianza, el amor y el apoyo
mutuo. Nunca he escuchado a ninguna de estas personas declararse en
contra de que contraigan matrimonio quienes así lo deseen. Podrán
cuestionar al matrimonio como institución, pero no cuestionan la
libertad y el derecho de cada ser humano a firmar los contratos que les
parezcan necesarios, o a vivir los rituales que en cada caso
correspondan a sus indispensables amorosos. ¿Cómo en qué les estorbaría
que las otras y los otros sí se casen entre ellas/os?
Estas parejas “fuera del matrimonio”, “viviendo como animalitos”,
como le escuché decir hace muchos años a un sacerdote en una boda en
Monterrey, y las familias que se construyen a partir de ellas, son un
territorio de “disidencia” al que la jerarquía católica ha perseguido
por siglos. Sí eran “naturales”, (supongo) puesto que en principio
consistían en la unión de un hombre y una mujer y en una de esas hasta
con fines – también- reproductivos, pero al parecer lo eran
“demasiado”. Con demasiado me refiero a que lo “natural” sería la libre
asociación amorosa, y que el matrimonio en tanto que contrato social no
tiene –de manera evidente- nada de “natural”. El matrimonio religioso
(sine qua non de la iglesia), es también una suerte de contrato social
basado en premisas – sobre todo - no “naturales”, sino sobrenaturales,
lo que a los demás no tendría por qué afectarnos.
El matrimonio religioso es “para siempre” (puede anularse pero es muy
complicado, a menos que seas la esposa del presidente de la República,
como hemos visto, o el presidente mismo), y los divorciados han ocupado
lugares incomodísimos y marginales dentro de la iglesia católica. Todos
ellos heterosexuales, hasta donde lo público nos permite entender.
Aunque nunca se sabe. Estas ovejas negras: viviendo en “unión libre”, o
casados por lo civil, pero no por la iglesia, o en su momento casados
“por todas las leyes”, pero divorciados, han sido legendarios chivos
expiatorios de la “caridad cristiana”. Es decir, de ese llamado al amor
que ejercen tantísimas personas a costa del amor mismo. “No tienen
valores”. “¿Con qué principios van a educar a sus hijos?” “Por eso los
jóvenes caen en la droga”. “No se casan porque lo único que buscan entre
ellos es sexo irresponsable”. “No se casan para andar con una y con
otro y exponen a sus hijos a ser víctimas de abuso sexual de sus otras
parejas”. Etcétera. Creo que casi todas/os hemos escuchado estos
argumentos.
Ahora a la jerarquía católica los hechos se le han complicado de
manera considerable y su llamado es a “lo natural”. En aras de “lo
natural” se oponen con uñas y dientes a que las parejas del mismo sexo
firmen un contrato que los inscribe en el registro de lo social,
contrato al que las parejas “naturales” sí tienen derecho. Pero, ¿por
qué entonces casar a los heterosexuales? Que “la naturaleza” siga su
libre curso. El matrimonio igualitario pareciera teñido de tales
horrores y la diversidad de las familias (que ha existido desde siempre)
de otros tantos, que ya el concubinato entre un hombre y una mujer debe
sonarles como un pecadillo que se libra con cada vez menor número de
indulgencias.
Este proceso en las intensidades de la discriminación según los
avances en términos de libertades y derechos civiles, me recuerda (toda
proporción guardada), las secuencias de las rabias y los rechazos
xenófobos en los distintos países por orden de llegada de grupos
migrantes. La constante de la xenofobia (para quienes la ejercen) es la
discriminación y el rechazo a “aquellos que son distintos a mí”, el
grupo discriminado cambia. En Francia fueron los italianos, luego los
españoles, luego los árabes. Para cuando el litigio xenófobo colocó en
el centro a los árabes (el entonces nuevo “enemigo” a vencer), ya pocos
recordaban los niveles de desdén de decenas de miles de personas que a
los italianos les llamaban: “los ritales”, y que se enfurecían ante la
posibilidad de que adquirieran la ciudadanía y sus derechos. Así va con
el Vaticano y las transformaciones sociales.
El matrimonio (civil) igualitario es un asunto de derechos. Conozco
homosexuales que no están a favor, por reflexiones parecidas a las de
los heterosexuales que no están a favor de casarse entre ellos: “Mi vida
privada es mía”, “No quiero al juez en mi cama”, “Hemos luchado por
romper con el statu quo, ¿para terminar casándonos?” “¿Cómo para qué
querríamos reproducir una tan fallida institución heterosexual?” No lo
desean para ellas/os, ¿cómo en qué les afectaría que otros sí lo
deseen? En nada. Y así se entiende. ¿En qué podía afectarle a una mujer
muy devota y casada, o muy devota, soltera y casta, si su vecina
viviera en “unión libre?” Pues ha sido todo un tema. ¿Y que se
divorciara? ¿y que fuera madre soltera? Conocemos la crueldad de las
Ligas de la Decencia y sus campañas represoras que se convierten en
llamados a la discriminación.
Pero me pregunto cada vez: ¿qué nos cuestionan las diferencias? ¿por
qué sentirse invadido cuando nadie te invade? ¿es indispensable sentirse
invadido? ¿en dónde entregan los certificados de superioridad moral por
heterosexualidad? Ahora que de eso se trata la superioridad moral. Se
les ha complicado a los jerarcas, muchísimo. Es cierto. Pero antes como
ahora, como telón de fondo flota aquel fantasma obsceno: “fornicar”. Una
palabra tan antiestética. Tan obscena. Antes (y ahora) “fornicaban”
aquel y aquella que hacían el amor fuera del matrimonio. Hasta las
anticonceptivas están prohibidas para que el mundo no se desquicie y se
dedique a “fornicar” sin techo ni ley, porque a los seres humanos no se
nos ocurre otra cosa. Somos tan “naturales”.
Hasta hace no mucho una mujer embarazada tenía que escuchar que se
casaba “en pecado”, y se ocultaba su embarazo para que no se negaran a
casarla. Y las crueldades del extinto limbo. Todo eso sucede en el
territorio de la iglesia (no me refiero a cada persona católica en su
singularidad y en su diferencia) y la iglesia siempre ha tenido esa
empecinada tendencia a exportar sus dogmas de fe. Y duro y dale con que
los homosexuales “fornican” (sobre todo los varones). Como si no
cuidaran a su pareja y a sus hijos, no desayunaran, no fueran al
trabajo, no pagaran sus impuestos, no estudiaran, no visitaran a sus
amigos y a su familia, no leyeran, no durmieran por las noches. Y
muchos, muchísimos de entre ellos – además- no rezaran. Y no se
sintieran tan hondamente heridos porque “su iglesia”, los rechaza.
¿Y qué tal lo de “ayuntarse”? Entiendo que es un arcaísmo y no un
vocablo sacado de la nada, pero, ¿a estas alturas sus connotaciones no
son tantito siniestras? ¡Qué cargas simbólicas! ¿No es lo más
deserotizante y meramente reproductivo de este mundo? Pues que se
“ayunten” quienes así lo deseen, quienes así lo vivan, quienes así lo
sientan. La mayoría de las personas amamos y hacemos el amor. Y el que
no quiera amar, ni hacer el amor, pues muy su libertad. Y el que quiera
una cosa pero no la otra, igual. En relaciones libres y consensuadas,
respetuosas de la ley. Ese es el punto. El grave problema con la
jerarquía católica, es que cada vez que entra en escena la vivencia de
la sensualidad no acotada a sus fines reproductivos, a ellos, se les
olvidan el deseo y el amor.
¿Cómo aprehendería la jerarquía católica el amor homosexual, si para
ellos el amor “legítimo” y “verdadero” no existe fuera del matrimonio
católico? Tampoco entre heterosexuales. Que no se nos olvide. Las reglas
son muy claras. Espero que las mujeres y hombres que acuden a las
marchas en defensa de la familia vivan una vida de coherencia y
cumplimiento de sus principios a pie juntillas, espero que ninguna/o de
ellas o ellos mantenga relaciones amorosas y sensuales fuera del
matrimonio, porque si lo hicieran, estarían atacando los principios
básicos de su fe, estarían atacando “a la familia” que sólo es posible
entre un hombre y una mujer y sus hijos unidos en un matrimonio
consagrado.
Espero que ninguna/o recurra a los anticonceptivos. Ni a ningún tipo
de “vicio solitario”. ¿Acaso la “fornicación” y el “onanismo” no han
sido – desde el discurso religioso- los caballos de batalla de “la
familia al borde de la desintegración”. Me imagino que nadie iría a una
marcha en contra de los derechos civiles de otras personas, en nombre
de la ley de dios, para luego correr a su casa a infringir la tan suya y
elegida ley de dios. No, ¿verdad? ¡Claro que no!
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