11/17/2016

Dos visionarios


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La Jornada
Pedro Miguel

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El término visión tiene sentidos distintos y hasta contrapuestos. Además de la complicada función fisiológica que conocemos como el sentido de la vista, designa actos epistemológicos como (tercera acepción de la RAE) la contemplación inmediata y directa sin percepción sensible o la iluminación intelectual infusa sin existencia de imagen alguna; denota, asimismo, las cualidades de la comprensión y la perspicacia (como cuando elogiamos la visión política de alguien), pero también la “creación de la fantasía o imaginación, que no tiene realidad y se toma como verdadera (sexta acepción) y la iluminación intelectual infusa sin existencia de imagen alguna (novena acepción). Me parece que esa polisemia está presente en la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, un ejercicio extraordinario de evocación, por todos los medios imaginables del conocimiento, de lo que fue este pobre valle de México. Qué bueno que don Alfonso no tuvo a la vista una pantalla con el Google Earth ni logró hacer zoom in, en consecuencia, a ese conjunto de costras grises y resecas sobre las que millones de pobladores sobrevivimos a nuestros propios engendros urbanísticos y políticos y a la nueva conquista del Anáhuac por las tropas de la avaricia, la especulación urbana y la privatización, necesitados, más que nunca, de ese fulgor de la emoción histórica para iluminar el teatro con una luz distinta.
Reyes, el regiomontano deslumbrado por las resonancias de nación presentes en el valle de México, construyó el mundo del Anáhuac con una diversidad de materiales: la historiografía, la geografía, la incomprensión explícita, la nostalgia del conocimiento perdido, la imaginación, lo sensorial y el idioma. Al hacerlo fabricó, en forma paralela, un nuevo género literario: la visión, que toma elementos de la crónica de viajes (Humboldt, la marquesa de Calderón), el registro histórico, o como sea que se llame eso que hicieron los cronistas de la Conquista, la exaltación topográfica y una suerte de ejercicio de introspección sociológica que antecede al Laberinto de la soledad de Paz. El Anáhuac de Reyes es mítico, así sea sólo por la carga de juicios y consideraciones del autor, pero al mismo tiempo es un lugar al que cualquiera puede acudir con sólo abrir un libro y, por ello, merecería aparecer en los mapas. Nota a los programadores de Google Earth: ojalá que en las siguientes versiones de su programa incluyan el Anáhuac y otros sitios aún más reales como Ítaca, la Ínsula Barataria y Macondo.
La Visión de Anáhuac inspiró otras cosas. El texcocano Abraham Nuncio se preguntaba por qué Reyes no había empeñado su pluma en una construcción referida a Monterrey y encontró que se la impedía la cercanía sentimental. Abraham no se propuso nunca, como él mismo lo dice, llenar una ausencia en la obra alfonsina, pero tuvo la idea de emprender un ejercicio análogo: aplicar a la capital de Nuevo León una tectónica de valores y referencias culturales a una ciudad que ha llegado a tal grado de desarrollo que desborda su geografía y aun la del país y llenarse de su historia. Y se abocó a escribir, a investigar, a interconectar, a remembrar, a respirar, a amar y a detestar a la ciudad en la que había decidido hacer su vida. El resultado fue Visión de Monterrey, un libro publicado hace 20 años, con motivo del cuarto centenario de la fundación de la ciudad.
La visión de Nuncio es tan distinta a la de Reyes como lo es el templado valle lagunar de México de la meseta aridoamericana de clima arisco en la que los colonos españoles se empecinaron en fundar una ciudad, expropiando el espacio a pueblos indígenas de los que no quedó ni el recuerdo. A diferencia de la construcción alfonsina de Tenochtitlan, el discurso nunciano no puede erigir nada en un pasado prehispánico que se disolvió en la invasión y el despojo, y cuya cultura nómada y precaria fue expulsada geográfica y conceptualmente de la ciudad.
Por lo demás, la pujante Monterrey contemporánea –la de la segunda mitad del siglo XX y los albores del XXI– guarda poca relación con el insignificante y ensimismado enclave establecido en 1594 sin más afán que el ánimo de posesión y expansión de la corona española y que fue, a lo largo del Virreinato y de las primeras décadas de la república independiente, un ariete en la guerra de sometimiento y exterminio en contra de los habitantes originarios de la región. El asentamiento tenía población insuficiente, estaba lejos de los centros urbanos prósperos de la época –Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Saltillo, Monclova– y su entorno geográfico le quedaba grande.
No es sino hasta fines del XVIII que la ciudad empieza su despegue, hecho posible por el desarrollo de la minería en regiones próximas y por la fundación de instituciones clericales y sustentado, luego, por una incipiente industria asociada a las guerras: la de Independencia, los conflictos internos de la joven república y, posteriormente, de la invasión estadunidense, que en Monterrey se tradujo en dos años de ocupación y en un acercamiento de la frontera a la ciudad. Los invasores descubrieron un destino propicio para las inversiones, se incrementó el comercio transfonterizo y a ello se sumó una inmigración de empresarios europeos que habría de cuajar en un proceso de mestizaje oligárquico del que proviene en buena medida el empresariado regiomontano contemporáneo. Se configura, así, el escenario adecuado para el boom industrial y financiero que empezará en la capital neoleonesa a fines del XIX.
Sobre esta base histórica, Abraham Nuncio construye el relato descarnado, realista y preciso de la gestación de un centro metropolitano que desborda su geografía y aún la del país y en cuyo pulso se presiente, con todos sus vicios y virtudes, el futuro de otras ciudades del mundo aún colonizado por las finanzas de las potencias económicas y que –recuérdese que el libro se escribió a principios de la última década del siglo pasado– empieza a dejar atrás su etapa industrial. Esa visión que se dirige al futuro y no al pasado, como la de Reyes sobre el Anáhuac, obliga a recordar sin embargo que, como en el principio, la ciudad es un reino y que quienes mandan son diez. Un reino caracterizado así:
Altas torres, palacios privados y públicos, jardines y perros a los que se da periódico atavío, colecciones de pinturas y joyas de las que se habrían podido jactar las antiguas repúblicas italianas, señores que disponen de todo y de todo disponen, una corte domiciliada en la casa de los espejos; pero también barracas pobres, mendigos privados de todo y analfabetas carentes de computadora conectada a la red internacional y sin página electrónica en su futuro; malos olores, mugre y epidemias coloniales.
En sus notas finales, la Visión de Monterrey adquiere tintes de oráculo y el visionario Abraham Nuncio deja que las palabras finales sean la condición de los habitantes que Raúl Rangel Frías describió en 1972:
Erguidos contra sí mismos, para rehuir la soledad y la locura. Construyen más altos los muros de la ciudad, para defender los bienes que encubren la desviación y el extravío. Y que llevan dentro bajo la máscara de la razón, de la fortuna, del éxito. Una armadura rígida por donde asoma, pese a la victoria de las armas y las galas decorativas de las artes, otro rostro. El reflejo inquieto, descompuesto, del ángel de la melancolía, que es hijo de la locura que hizo préstamos a la razón para edificar este mundo lineal, abstracto, vacío.
Hoy las cosas son peores, como lo advierte Nuncio en el prólogo a la segunda edición: La Sultana del Norte ha dejado de serlo. Presa de la incuria, sus calles, incluso en el primer cuadro de la ciudad, son testimonio, salvo en algunos lugares, de un presente que presagia ruina.
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