Sayah Bana fue maltratada y repudiada por su marido./ Zigor Aldama
La relación de Janki Devi con el hombre del que se
enamoró nunca fue fácil. Tenía sólo 15 años cuando conoció a Anand
Kumar, un veinteañero con el que pocos meses después perdió la
virginidad, y los padres de ambos se opusieron a la unión desde un
principio. No en vano, en las zonas rurales del estado indio de Uttar
Pradesh, y como sucede por todo el país en diferente medida, las
relaciones de pareja son un asunto que se arregla entre dos familias sin
tener en cuenta los sentimientos. Son una operación matemática en la
que importan la casta, el estatus económico, y las relaciones políticas
entre ambos clanes. El amor, dicen, surge con el tiempo y el roce.
En el caso de Janki y de Anand la ecuación no daba el
resultado esperado, así que los progenitores les exigieron que dejasen
de verse. Pero, al contrario, ellos decidieron casarse en secreto y
apelar a los hechos consumados. Así, como manda la tradición, finalmente
Janki se mudó al hogar de sus suegros en 2006. Y ahí comenzó otra
pesadilla para ella. Por razones desconocidas, ya que nunca se le
permitió acceder a pruebas médicas, fue incapaz de concebir un hijo. Así
que, el pasado 23 de febrero, los padres de Anand la rociaron con
gasolina y le prendieron fuego. Los vecinos lograron trasladarla al
hospital todavía con un hilo de vida, pero esa misma noche Janki Devi
murió. A pesar de la denuncia que presentaron sus padres, la Policía no
llevó a cabo investigación alguna, y ningún medio de comunicación se
interesó por su historia.
Janki es sólo una de las más de 300.000 mujeres que
cada año sufren las diferentes formas que adquiere la violencia machista
en India, un país en el que, según estadísticas oficiales de 2013, una
mujer es raptada cada 10 minutos y otra es violada cada 20 minutos. Son
cifras que, a pesar de su contundencia, no llegan a reflejar en toda su
crueldad la situación del país. Porque, como explica Doreen Reddy,
directora de programas de Mujer de la Fundación Vicente Ferrer, “por
cada caso que se denuncia hay al menos otro que se sufre en silencio”.
De hecho,
según una encuesta gubernamental
llevada a cabo entre 2005 y 2006, el 51% de los hombres -y,
sorprendentemente, el 55% de las mujeres- consideran que la violencia
doméstica está justificada en algunos casos. El más citado es faltar al
respeto de los suegros, seguido de postergar las labores domésticas y
discutir con el marido. Y no es un problema exclusivo de zonas rurales
pobres: el propio Tribunal Supremo ratificó en febrero que la violación
dentro del matrimonio es legal.
El padre de Janki Devi muestra una foto de la boda secreta de su hija y otra de su cuerpo en el hospital./ Z.A.
Muchos también consideran que una mujer estéril es un
animal inservible, pero el padre de Janki, Dinesh Prasad Panday, cree
que no existe justificación alguna para asesinar a una mujer. Por eso,
después de haber tratado en vano de conseguir que la Policía persiguiese
a la familia de Anand, perteneciente a una casta superior y con
contactos en el gobierno local, ha decidido buscar justicia de otra
forma: ha acudido con toda la documentación del caso al cuartel general
de Gulabi Gang, la Banda de las Mujeres del Sari Rosa, en el pequeño
pueblo de Badausa. Creada en 2006, esta asociación en la que ya
participan unas 400.000 personas distribuidas por toda India, se ha
convertido en el terror de violadores, maltratadores, y policías
corruptos. Porque su fundadora, Sampat Pal, no se anda con chiquitas.
Es una enérgica mujer de 53 años que recibe a Panday
en la planta baja del edificio, revisa con el ceño fruncido las
fotografías que el padre tomó en el hospital, entre las que hay
terribles imágenes de las quemaduras que sufrió Janki, y escucha con
atención la historia. Pocos minutos después, agarra su pequeño teléfono
Nokia y llama a la comisaría en la que el oficial Ajay Kulghat se ha
negado incluso a recibir a Panday. Pal sólo necesita pronunciar su
nombre para que al otro lado de la línea presten atención, y vaya si la
van a oír. A gritos advierte de que, si no se abren ya las diligencias
oportunas para investigar la muerte de la joven, van a tener que
vérselas con un tumulto de mujeres encolerizadas en la puerta.
“No soy partidaria de utilizar la violencia, pero hay
ocasiones en las que sólo se puede combatir de esa forma”, explica nada
más colgar. “Hay gente con la que las palabras y los argumentos no son
suficiente”, recalca. Por eso, quienes engrosan las filas de Gulabi Gang
van ataviadas con un peculiar uniforme que ya todos reconocen en el
país de Gandhi: sari -el tradicional vestido indio- rosa, y un palo. “Es
para protegernos, pero también para amenazar y, si es necesario, para
proporcionar una paliza a los agresores”, cuenta Pal. Eso último es lo
que hizo en una de sus primeras acciones con un policía que se negó a
registrar una denuncia por violación. Y su estrategia no ha cambiado
mucho: hace unos meses acusó a un magistrado del juzgado de Atarra de
inacción contra la violencia machista y lo sacó a rastras a la calle.
Sampat Pal empezó a organizar a las mujeres contra el maltrato con solo 16 años./ Z.A.
Salta a la vista que sus métodos funcionan, porque en
la siguiente conversación que mantiene, media hora después de la
primera, el comisario acuerda encontrarse con Panday, que se marcha
agradecido y con esperanza renovada. Pero el de Janki no es, ni mucho
menos, el único caso con el que Pal está lidiando. Cada día le llegan
varios, y con la mayoría es incapaz de contener su ira. No en vano sabe
perfectamente cuál es el sufrimiento de las mujeres que le piden ayuda.
Ella misma, hija de unos campesinos pobres, fue obligada a contraer
matrimonio con un joven de 25 años poco después de que le llegara la
primera menstruación. “Me sacaron del colegio cuando apenas sabía leer y
escribir, y me pusieron a trabajar de sirvienta en la casa de mis
suegros”, recuerda.
Tres años después, a los 15, dio a luz al primero de
sus cinco hijos, que llegaron seguidos, “uno cada año”. Pero su fuerte
carácter se impuso a la dureza de su situación e hizo que su familia
política la respetara. Es más, con sólo 16 años organizó a las mujeres
de su poblado para humillar en público a los hombres que las pegaban.
“Las palizas se hicieron cada vez menos frecuentes, así que, poco
después, alentada por ese resultado, me interesé por el trabajo de
grupos que decían buscar la independencia de la mujer. Pero me di cuenta
de que no lograban ninguno de sus objetivos. La gente se reía de
ellas”, cuenta mientras algunas de las integrantes de Gulabi Gang se
suman a la conversación. “Sé que mi postura parece muy radical, pero es
la única forma de lograr un cambio”.
No obstante, la figura de esta activista también
tiene sus sombras. De hecho, en los tribunales hay una decena de causas
abiertas contra Pal, acusada de haberse tomado la justicia por su mano.
Además, en marzo del año pasado, un grupo de asociadas de Gulabi Gang
trató de relevarla de su cargo como presidenta, alegando que hacía gala
de un autoritarismo preocupante y que estaba utilizando la organización
como forma de promoción personal. No en vano, ha escrito varios libros
(entre ellos ‘El ejército de los saris rosas’, Planeta 2009) sobre su
experiencia, que también ha sido objeto de documentales e incluso de un
‘biopic’ de Bollywood. Ella, no obstante, rechaza esas críticas. “Uno de
los aspectos clave de nuestra lucha es su visibilidad. La mujer en
India ha sido invisible y es hora de que se la vea en todas partes
luchando contra el patriarcado que la oprime”.
A pesar de que son sus métodos poco ortodoxos los que
más llaman la atención, Sampat Pal también ha puesto en marcha
programas de corte más tradicional para conseguir trascender los casos
puntuales que le llegan a diario y lograr un mayor impacto en la
comunidad. “La sociedad sólo cambiará si conseguimos eliminar la
subordinación inherente al papel que se le otorga a la mujer. Y esa es
una revolución que tiene que partir de nosotras. Por eso, además de
haber establecido grupos de autoayuda y de consejería legal para tratar
casos particulares, nos centramos sobre todo en programas destinados a
lograr su emancipación: desde fondos para el ahorro, hasta eventos con
empresas para que las contraten.”, cuenta. De lo que huye es del sistema
de microcréditos. “Hay demasiado corrupción en el sistema bancario, que
es, además, uno de los más machistas. El ahorro es mejor solución”.
Tiene su meta muy clara, y es tan ambiciosa que suena
a utopía. “Erradicar el matrimonio infantil y la tradición de la dote,
actuar con firmeza contra la violencia doméstica, e impulsar la
emancipación de la mujer a través de la educación y de la concienciación
social”, enumera Pal. “Y no entiendo que alguien pueda escandalizarse
por esos objetivos, porque si se implementasen las leyes, incluidos los
artículos más básicos de nuestra Constitución, esta lucha no sería
necesaria. Pero vivimos en un patriarcado violento que cala en las
instituciones, sobre todo en la Policía, y en políticos al más alto
nivel. Si las mujeres no nos salvamos a nosotras mismas, nadie lo va a
hacer”, sentencia. A su alrededor, sus compañeras asienten en silencio.
Vanita, triplemente discriminada por ser mujer, con una discapacidad y de una minoría étnica
Más de mil kilómetros al sur, en la localidad de
Anantapur, Vanita es un buen ejemplo del drama que vive la mujer india.
Porque sufre una discriminación triple: por su discapacidad física, por
pertenecer a una minoría tribal, y por ser mujer. Su vida refleja bien
los diferentes obstáculos de un país en el que las mujeres son
discriminadas incluso antes de nacer. No en vano, la popularización de
la tecnología para determinar el sexo de un feto ha hecho que haya quien
se gana la vida en las zonas rurales con un equipo de ecografía que
lleva de casa en casa, en busca de embarazadas. Si descubren que en el
vientre se gesta una niña, muchas son forzadas a abortar. Así, mientras
en el mundo nacen de media 106 varones por cada 100 mujeres, en el país
hindú ellos son 112. Se estima que en las últimas tres décadas
12 millones de niñas no han llegado a nacer por esta práctica del feticidio.
Afortunadamente para Vanita, que ahora tiene 21 años y 4 hermanos, sus
padres no supieron cuál sería su sexo cuando se guarecía en el útero. De
esta forma, su verdadera pesadilla se pospuso hasta que cumplió los 15
años.
“Fue cuando murió mi madre. Tuvo un accidente en un auto-rickshaw
-triciclo motorizado utilizado a modo de taxi- que volcó, y no pudieron
salvarla”, recuerda entre sollozos. “Mi padre sólo tardó tres meses en
volver a contraer matrimonio. Se casó con una hermana de mi madre que me
maltrataba y con la que ya mantenía antes una relación secreta.
Entonces, todo cambió. Mi padre me dijo que tenía que dejar los estudios
y ponerme a trabajar, así que me fui al campo como jornalera, donde me
pagaban 100 rupias (1,4 euros) al día. Pero como yo no aprobaba su
relación con mi tía, ella decidió quitarme de en medio casándome con
otro tío mío, mucho mayor que yo”.
La ley india permite estas uniones entre familiares,
pero Vanita se negó. Para forzarla, su madrastra dio con una solución
demasiado habitual: pidió al pretendiente que la violara para que no
pudiese rechazar el matrimonio tras haber perdido la virginidad. “La
violación premeditada es una de las fórmulas más habituales, incluso con
niñas de menos de 12 años, para forzar a una chica a casarse con un
hombre en concreto o para obligar a que rompa una unión que mantiene por
amor contra el criterio de los padres”, explica Sampat Pal.
Afortunadamente, Vanita se enteró del plan que urdía
su madrastra y decidió preservar su dignidad. “Hice polvo las pulseras
de cristal que suelo llevar y me lo bebí para suicidarme”, cuenta. En un
hospital consiguieron salvarle la vida, pero desde entonces su familia
le ha dado la espalda. “Ahora me han buscado otro pretendiente. Ya está
casado, pero como no tiene hijos puede contraer matrimonio otra vez. Yo
no lo quiero. Es gordo y viejo. Pero sé que será difícil encontrar a
alguien que me acepte con mi discapacidad”. Vanita sufrió un episodio de
fiebre cerebral que le provocó la parálisis en la mano derecha y en la
pierna izquierda. No es muy evidente, y apenas afecta a su movilidad,
pero en la India rural supone una pesada losa social. “Al final
terminaré casándome con quien escojan para mí”, se lamenta.
Aunque la mayoría de los matrimonios en la India
rural no tienen nada que ver con los sentimientos de los cónyuges,
Sampat Pal es contraria al divorcio. “Es una forma de convertir a la
mujer en una mera mercancía. Los hombres tienen que entender que las
mujeres no son como las sandalias, que las puedes cambiar cuando te da
la gana”, justifica. A su lado, Sayah Bana, una joven musulmana de 22
años, asiente. Hace dos años que fue repudiada por su marido, un
profesor de escuela que la maltrataba física y psicológicamente y que
decidió casarse de nuevo, de forma ilegal, con otra mujer.
“A mí me dijo que volviese a casa de mis padres con
los dos hijos que tenemos en común”, recuerda Bana. “Fui a la Policía
para denunciarlo por bigamia, pero nadie me hizo caso, así que hace unos
meses decidí asociarme a Gulabi Gang para hacer valer nuestros
derechos”. A pesar de las palizas que le propinaba su marido, sobre todo
cuando bebía, ella no quiere el divorcio sino que abandone a la segunda
mujer para continuar viviendo en familia. “No conseguimos avanzar hasta
que sacamos los palos y nos plantamos delante de la comisaría”, cuenta.
Mujeres asociadas a Gulabi Gang con Pal en el centro./ Z.A.
Desafortunadamente, la Justicia puede ser el mayor
enemigo de la mujer india. Lo sabe bien Suseelamma Nirugutta, que quedó
viuda cinco días después de haber dado a luz a su segunda hija. Sin
posibilidad de obtener ingresos y en una muestra de excesiva ingenuidad,
aceptó la oferta de una mujer que le prometió un trabajo decente en la
capital, Nueva Delhi, adonde fue con su hija pequeña, de sólo año y
medio. “Nos llevaron a una casa en la que yo trabajaba como sirvienta y
en la que me ofrecían alcohol y carne. Soy vegetariana y nunca bebo, así
que no acepté”. Pero un día la forzaron, y tres días estuvo con mareos.
“Me dijeron que me iban a llevar al hospital, pero acabé en un salón de
belleza donde me maquillaron y me dieron ropa sexy. Allí me amenazaron
con matarnos a mi hija y a mí si no hacía lo que me decían”.
Nirugutta cayó por el precipicio de la prostitución
forzada. Pero no por mucho tiempo. “Durante una redada nos metieron a
unas 25 chicas en un cuarto secreto. Como hacía muchísimo calor y apenas
se podía respirar, una comenzó a gritar y la Policía nos encontró”. Su
liberación no fue motivo de celebración. Nirugutta acabó en la cárcel,
donde estuvo encerrada tres años después de que la ‘madame’ del burdel
la acusara de haber traficado con mujeres. Más adelante fue internada
con su hija en un centro de acogida, donde conoció a decenas de mujeres
víctima de la trata, hasta que consiguió probar su inocencia y fue
liberada. “Pero no podía regresar a Chinapalli -el pueblo del estado de
Andhra Pradesh del que es originaria- porque no tenía dinero, así que
pedí a un Policía que me ayudase a encontrar un trabajo para ahorrar
durante unos meses y regresar con algo de dinero para que nadie
sospechase. Mi familia creía que había muerto”, recuerda.
Grafiti en Delhi contra la violencia machista y en favor del empoderamiento de la mujer./Z.A.
La suya es una historia que comparten miles de
mujeres, y no siempre tiene un final tan feliz. De hecho, una encuesta
realizada hace tres años entre 370 especialistas en temas de género
reveló que
India es el peor país del G-20 para ser mujer.
Las estadísticas
dejan claro el porqué: 56.000 mujeres mueren al año dando a luz, muchas
son apartadas de la escuela, algo que se hace evidente en la tasa de
alfabetización -55% frente al 77% de los hombres-, de media ganan un 62%
del salario del hombre, y un 57% de adolescentes -52% en el caso de las
chicas- considera aceptable pegar a la mujer, un hecho que aumentó un
7,1% entre 2010 y 2011. Y quien se sorprenda de que las leyes del país
no protejan más a la mujer quizá no necesita más que ver la composición
del Parlamento: sólo un 11% de los diputados son mujeres.
A pesar del negro horizonte que pintan las
estadísticas, Sampat Pal es optimista y asegura que la situación está
cambiando. “Sobre todo desde que fue violada Jyoti -Singh- en Delhi. Su
caso ha supuesto un punto de inflexión en la percepción que parte de la
sociedad tiene de la violencia de género”, afirma. Se refiere a la joven
estudiante de medicina que, la noche del 16 de diciembre de 2012, se
subió a un autobús en la capital india para regresar a casa con un amigo
después de haber visto una película en el cine. Los ocupantes del
vehículo privado, amigos que habían estado bebiendo, decidieron entonces
golpear a su acompañante varón y violarla.
No sólo abusaron sexualmente de ella, también le
introdujeron una barra de acero por el ano hasta que sus intestinos
quedaron al aire. Los tiraron a una cuneta y Jyoti murió tras dos
eternas semanas de agonía en un hospital de Singapur. “La brutalidad del
caso, y el hecho de que se produjese en la propia capital, han hecho
que mucha gente tome conciencia de la gravedad de la situación. Por eso,
creemos que su muerte no ha sido en vano, y que puede haber servido de
catalizador para que la mujer india sea respetada como se merece”,
sentencia Reddy