El 8 de marzo se ha
convertido ya en el Día Internacional de (quedar bien con) las Mujeres.
Es decir, el día en el que desde las instituciones se hacen unas
cuantas menciones inundadas de las palabras igualdad, género y
trabajadora; en que se reparte alguna que otra mención a ciertas
honorables y tras el que, cubiertas las espaldas, se pasa a otra cosa.
Hasta el año siguiente.
Como viene siendo costumbre -y
deseable-, es desde el movimiento feminista desde donde se supera la
restricción institucional y se enriquecen las demandas. Es aquí donde se
pide que, más allá de los discursos ensayados y las puestas en escena,
es necesario emprender medidas reales que pongan fin a la desigualdad
existente entre hombres y mujeres. Por supuesto y de manera tajante, la
que se expresa en forma de violencia física, pero también aquella que se
expresa por otras vías menos evidentes y que no tienen tanto impacto
mediático. Por citar algunas, las diferencias salariales, la doble carga
de las tareas domésticas o a la difusión de estereotipos que fortalecen
los roles de género.
El Día Internacional de las Mujeres es una
buena ocasión para dar ejemplo de nuestra autoorganización, como ya
hicimos el pasado noviembre, y salir a la calle más reivindicativas y
fuertes que nunca. Para poner en valor el feminismo como movimiento de
emancipación de las mujeres y para exigir que cualquier propuesta de
gobierno que aspire a ser transformadora debe integrar nuestra lucha y
nuestras demandas como propias.
Celebramos, sobre todo en este día, la supuesta igualdad que
conquistaron las mujeres cuando accedieron al mundo laboral (¡qué bien
estamos ahora!), pero lo cierto es que en 2016 aún hay poco que
celebrar. Como botón de muestra, el reciente informe publicado por UGT
el pasado mes de febrero que revela que la diferencia salarial entre
hombres y mujeres se sitúa en un 24%, el porcentaje más alto de los
últimos años, y que las mujeres tienen que trabajar al año casi noventa
días más para igualar el salario de los hombres.
Esto no es
todo. Además, somos nosotras quienes firmamos los contratos más
precarios (la contratación indefinida presenta porcentajes más altos en
los varones), ocupamos más puestos a tiempo parcial/1 y sufrimos
la limitación conocida como “techo de cristal”, que se refiere a los
obstáculos que tenemos para llegar a los cargos de responsabilidad y
dirección en las empresas/2. Son datos que se explican, entre
otros factores, por la segregación horizontal, es decir, la
concentración de empleos con salarios más bajos en aquellos sectores
donde predominan las mujeres /3.
No ayuda a mejorar las
condiciones laborales la insuficiente protección legal de la maternidad,
por ejemplo, que lleva a que muchas mujeres renuncien o aplacen su
proyecto de ser madres (las que lo tengan) por miedo a las consecuencias
que esto pueda tener en su trayectoria profesional, bien con la forma
de despido, de negativa a contratarlas o de pagarle la baja si quedan
embarazadas.
Para que la carga familiar no se convierta en una
variable que perjudique al empleo de las mujeres, es fundamental exigir
permisos de paternidad y maternidad iguales e intransferibles. Asimismo,
es imprescindible caminar hacia la igualdad salarial, pues supondría un
avance en la erradicación de la dependencia económica y, por tanto, de
la violencia machista. Ésta debe ser una reivindicación del movimiento y
también de todos los partidos políticos que dicen estar a favor de la
igualdad de género. Lo contrario supone dar pasos a atrás en las
conquistas conseguidas.
Aunque en la mayoría de los casos mal, lo cierto es que en muchos
hogares la mujer se ha incorporado, bien por voluntad propia, bien por
escasez económica, al mundo laboral. Sin embargo, este acceso no ha ido
acompañado de una incorporación del hombre al trabajo doméstico, por lo
que la mujer, después de cumplir con su jornada fuera de casa, aún tiene
que atender todas las tareas domésticas al regresar.
¿Esto se
considera trabajo? En nuestra cultura capitalista y patriarcal no.
Cuando hablamos de trabajo no nos referimos ya a toda esa actividad que
genera bienes y servicios orientados a satisfacer necesidades humanas,
sino a aquella realizada exclusivamente a cambio de un salario, ya esté
reglado o no.
Por tanto, se quedan fuera de la definición todas
las tareas de cuidados que surgen dentro de la casa y que las mujeres
(en su gran mayoría) tienen que resolver casi por imposición. La
vestimenta, el alimento, la medicina cuando enfermamos, la crianza y la
atención a nuestros mayores son necesidades básicas e imprescindibles
que tenemos todos los seres humanos. Si no se satisfacen, es imposible
asistir cada día a la fábrica, a la oficina o al colegio. Sin embargo,
los estados capitalistas las convierten en invisibles.
En
momentos de recesión económica como el actual, los recortes que realiza
el gobierno y las políticas de austeridad perjudican sobre todo a estas
tareas domésticas invisibilizadas y por tanto a la atención de la vida.
Se eliminan guarderías públicas, centros de día, becas de comedor para
que nuestros niños y niñas puedan comer en el colegio o ayudas a la
dependencia para nuestros mayores. Qué razón hay cuando se dice eso de
que de las crisis se sale a costa de un retroceso de las mujeres en su
libertad y de una intensificación de su esfuerzo. Obviamente, con
diferente grado según la etnia o la clase social a la que se pertenezca.
Las que cuentan con ayuda familiar pueden seguir trabajando, porque son
las abuelas, abuelos o tías quienes atienden los cuidados de la casa,
sobre todo, a los pequeños. De la misma forma, las mujeres que tienen un
salario alto pueden permitirse contratar a alguien (también mujeres en
la mayoría de los casos) que se encargue de las tareas del hogar, pero
debemos preguntarnos en qué condiciones están estas trabajadoras:
¿Cuánto cobran? ¿Están dadas de alta en la seguridad social? ¿Tienen
tiempo ellas para atender a su familia y su ocio? Dar respuesta a estas
preguntas es comprender la precariedad en la que se encuentran.
Por esto, para asegurar que los cuidados se atienden independientemente
de la clase social a la que se pertenezca, es necesario exigir que
también sean cubiertos desde lo público, con un refuerzo de los
servicios dedicados a ellos. Es necesario, igualmente, que haya una
corresponsabilidad entre hombres y mujeres para atenderlos y que tanto
unos como otras tengamos jornadas laborales “humanas” que reconozcan
nuestra condición de seres interdependientes. Porque necesitamos vivir
una vida que merezca la pena ser vivida, no se puede dar una salida a la
crisis de cuidados por la vía privada y neoliberal que recae sobre las
espaldas de las mujeres.
En este momento en que la configuración
del gobierno aún está debatiéndose, es fundamental exigir que los
partidos políticos incluyan estas medidas en sus programas. No es
suficiente con que maquillen su postura sobre la igualdad de género
añadiendo apéndices vacíos en sus propuestas. Las demandas feministas
deben ser de primer orden y no considerarlas o convertirlas en un cajón
de sastre donde quepa todo es retroceder. Sirva como ejemplo de este
retroceso el pacto de gobierno que PSOE y Ciudadanos firmaron la semana
pasada/4 y que no garantiza la equidad en los permisos de
paternidad y maternidad, una reivindicación básica como se ha explicado
anteriormente.
En la sociedad en la que vivimos, parece que el desarrollo y el
progreso vienen de la mano de poseer más y mejores productos (ropa de
marca, un coche de gama alta, el último modelo de móvil, vacaciones en
lugares exóticos, etc...), pero ¿es posible mantener estos estándares de
vida en un mundo donde cada vez la brecha entre ricos y pobres es mayor
y donde estamos agotando los recursos naturales? Si lo estamos
haciendo, es a costa de quitarle a otras personas lo poco que poseen y
también a costa de destruir el planeta obviando sus límites.
En
la cultura occidental, con la idea hegemónica de la tecnociencia como
progreso, se da una paradoja. Consideramos desarrollados a aquellos
países o regiones que implantan más tecnología y ciencia en su día a día
y subdesarrollados a aquellas que mantienen un apego con la naturaleza y
los cultivos. Sin embargo, todas y todos sabemos que los alimentos, que
son la energía que necesitamos para funcionar día a día, no se generan a
través de una pantalla. Necesitamos la tierra, el ganado, y necesitamos
también agua limpia y aire de calidad. Si acabamos con esto, ¿qué nos
queda?
En este sentido, reivindicar el valor del feminismo como
movimiento que impulsa un cambio de mentalidad es prioritario. Desde el
feminismo anticapitalista, además de exigirse que se coloquen los
cuidados y la sostenibilidad de la vida humana antes que nada, se dirige
también la mirada al ecologismo, al respeto por el medio ambiente,
siendo esta una medida de primer orden en el momento de aguda crisis
climática en el que nos encontramos.
Relacionar ambas corrientes de pensamiento, feminismo y ecologismo/5,
nos ayuda a plantear una alternativa política y cultural a la economía
librecambista y al consumo desmedido que va unida a ella. Conviene tener
en cuenta su imbricación, porque abre múltiples vías orientadas a un
cambio estructural de la sociedad y que sitúan la (buena) vida de las
personas y el planeta por delante de los mercados y la lógica de
competencia que nos impone el neoliberalismo/6.
En febrero, diversos colectivos y líderes europeos, entre los que se
encontraban el exministro griego Yanis Varoufakis, la filósofa y
política Susane George, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau y el
eurodiputado Miguel Urbán, entre otras muchas caras reconocidas,
lanzaron en Madrid el programa Plan B para Europa/7, un programa que sienta las bases para un movimiento europeo contrario a los recortes y el austericidio de la Troika.
Los hitos políticos recientes (como el de Grecia, por citar un ejemplo)
nos muestran que el cambio cultural y de estructura que exigimos no
puede conseguirse en un sólo país y que para devolver la soberanía a la
gente debe haber una unión entre países que fuercen una transformación
del orden económico y político internacional.
El feminismo debe
hacer suya esta vocación internacionalista. No sólo para advertir de que
cualquier propuesta política con halo de transformación debe contar con
una perspectiva de género, también para enriquecerse de la
interculturalidad y la conversación con otros feminismos.
En
este punto, es necesario remarcar la exigencia de tender puentes con
feministas de todas partes del mundo, no sólo de Europa, y enriquecernos
de la interculturalidad que emerja de ese diálogo. Las demandas de una
feminista indígena de Latinoamérica distan mucho de las que pueda tener
una feminista blanca de occidente. Asimismo, no es igual la opresión que
sufre una mujer obrera que una empresaria, pero el fondo de nuestra
lucha es el mismo. Por tanto, la mirada internacionalista no se puede
esquivar si aspiramos a construir un feminismo anticapitalista amplio y
sólido que luche contra todas las opresiones: el sexismo, el racismo, el
clasismo, el etnocentrismo y la discriminación por opción sexual, entre
otras.
Notas
2/ El cuarto informe ’Las Mujeres en los Consejos de Administración de
las compañías del Ibex 35’, elaborado por Atrevia y el IESE, confirma
esta tendencia.
5/ Para profundizar en la relación entre feminismo y ecologismo sirven estos libros: Ecofeminismo para otro mundo posible, de Alicia Puleo (2011) y Cambiar las gafas para mirar el mundo. Una nueva cultura de las sostenibilidad, de Yayo Herrero et al. (2011).
6/ La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, de Christian Laval y Pierre Dardot (2013).
Rebeca Martínez es activista feminista y militante de Anticapitalistas