1/20/2017

Donald Trump, México y la tormenta perfecta


Cambio de Michoacán

El día del miedo ha llegado. La decisión, no de los ciudadanos estadounidenses sino de su imperfecto y falible sistema político, se concreta con la toma de posesión de Donald Trump y su demoniaca oferta de cruzado contra todo lo que no se asemeje a su idea de lo que “América” debe ser. No es el infierno; pero se le asemeja para muchos. No es el apocalipsis; pero quizá se le aproxime.
Con su visión maniquea, con la simplicidad de su pensamiento, con sus antecedentes de racismo, clasismo y menosprecio a los demás (“You’re fired”, “Estás despedido”, la frase que lo hizo famoso en sus teleshows), afincados sólidamente en su militancia familiar y personal en el Ku Kux Klan, el multimillonario arriba a la cima del poder no sólo económico sino político mundial con la gracia de un rinoceronte en una cristalería. Llega para, según lo ha prometido, “hacer grande otra vez” a la nación estadounidense, ignorando de ésta su naturaleza y su historia.
Porque si algo de grandiosidad hay en los Estados Unidos no está en su poderío militar y su capacidad de intervención en otras geografías; tampoco en su fortaleza económica como centro financiero mundial, sino en haberse constituido históricamente en un crisol de nacionalidades y culturas que tuvieron siempre en común la lucha por alcanzar mayores libertades para los individuos y para los muy diversos grupos raciales, nacionales o religiosos. Trabajosamente, y no sin puntos de oclusión como el que ahora representa Trump, se han ido ampliando en ese país esas libertades y un ambiente de tolerancia que permitieron, desde hace ocho años, que un afrodescendiente como Barak Obama ocupara la Presidencia y que éste la deje ahora con asombrosos índices de aprobación social, superiores al 80 por ciento.
Lo que Trump actualiza, en cambio, son los prejuicios étnicos y el combate al otro como enemigo identificado, que le permitieron encaramarse a la cúspide del imperio. El otro es, en este tiempo posguerra fría y de extinción del ex socialismo soviético, el mundo islámico árabe, pero también China y, por supuesto, México. El primero, como amenaza de terrorismo; los segundos como causantes del deterioro de la industria estadounidense y de arrebatar empleos mediante la inmigración o la competencia a los trabajadores de ese país.
La demagogia colma en ambos temas el discurso trumpista con el que muchos votantes fueron enganchados. Muchos más actos de terrorismo se deben a los nativos estadounidenses que a la amenaza árabe, y aun en los atentados del 11 de septiembre de 2001 subsiste la duda de su verdadero origen. Y engaña Trump a su pueblo cuando afirma que el retorno de las empresas estadounidenses a su país de origen generará automáticamente empleos para la clase trabajadora, cuando los salarios que ahí se pagan no son competitivos con los del extremo Oriente o con los que atraen al capital al sur de su frontera. ¿No preferirán las empresas del automóvil la automatización y la robotización en sus líneas de ensamblaje antes que pagar sueldos 20 veces mayores que los que ahora desembolsan en México?
Pero para México, este enemigo declarado llega en el peor momento. Aun un errático e improvisado proyecto económico como el que Donald Trump representa, se convierte en una amenaza para la enclenque y vulnerable situación mexicana. Con un pronóstico de crecimiento real del PIB del 1.8 por ciento para 2017 y precios petroleros aún deprimidos pese a su relativa recuperación en los mercados internacionales, el retiro de algunos capitales o proyectos de inversión de nuestro país, o el freno a las remesas de nuestros connacionales en el país del Norte y, en el caso más grave, la posible deportación de millones de ellos, se convierten en verdaderas amenazas para la estabilidad del país.
Para mayor tragedia, Trump arriba al poder cuando en México el gobierno de Enrique Peña Nieto pisa la sima de su popularidad, con un raquítico 12 por ciento de aprobación entre los ciudadanos mexicanos, según el sondeo del diario Reforma publicado el miércoles 18 de enero. Una administración sin respaldo social ni credibilidad, sin proyecto ni fortaleza para enfrentar la anunciada embestida del imperio bajo el renovado mando del gran capital financiero que ha capturado hasta de manera personal el poder político, unida a una crisis no declarada o que no se atreve a decir su nombre, hacen de la situación mexicana una tormenta perfecta. En ésta se encuentran y se combinan, como en un sistema de vectores, fuerzas provenientes de diferentes direcciones pero que coinciden en un mismo punto para devastar lo que a su paso encuentren.
Nada augura, hasta ahora, una relación tersa o amable de nuestro país y los vecinos del norte. En el demagógico discurso del nuevo presidente yanqui, si en alguna medida ha de traducirse en políticas reales, predominan el odio y la exclusión, la simpleza y la amenaza contra lo que no se amolde a su, al parecer compartida por muchos, visión de la nación norteamericana y su futuro. Lejos el llamado Espíritu de Houston que en su momento cultivaron Carlos Salinas y George Bush como un pacto de dependencia negociada que abrió paso a la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá. Distantes de constituirse como un espacio de entendimiento, las relaciones bilaterales se anuncian como un campo de confrontación permanente durante la era Trump en los temas migratorio, comercial, de cooperación antidrogas y hasta de seguridad regional. El anunciado muro fronterizo, su emblema y su impronta.
Acaso las anunciadas medidas antimexicanas sean contraproducentes para el imperio, como muchas cabezas pensantes lo han avizorado. Acaso el cierre de la frontera, las deportaciones y el muro generen una escasez de trabajadores que presione al alza los salarios; acaso el retorno de empresas a territorio estadounidense no genere los prometidos empleos. Acaso también, las barreras arancelarias y la contracción del comercio con nuestro país traigan la ruina para muchas empresas en su frontera sur y en el país entero. Quizás los controles fronterizos y costeros produzcan un alza en los estupefacientes que haga a los cárteles más rentable y apetecible su trasiego al más grande mercado consumidor del mundo.
Pero para México, la concreción de esas medidas no se traducirá en posibilidades de retroceso económico y social sino en la seguridad de éste. Desplome de las reservas de divisas, devaluación, desempleo incontrolable, mayor inseguridad, se anuncian como los efectos inmediatos de la nueva política exterior yanqui para nuestro país, aunque en lo mediato ésta pueda servir para replantear los términos de nuestra dependencia económica y de nuestro alineamiento político. Y lo hacen en un contexto político delicado, con un gobierno sin respaldo social, al borde de la ruptura y un inoperante sistema de partidos del que la población en general desconfía o al que abiertamente rechaza.
Para evitar la catástrofe, los mejores aliados de los mexicanos no están, pues, en el propio sistema político ni entre sus ineptos gobernantes, como el, a confesión propia, bisoño canciller Videgaray. Se encuentran más bien en la misma sociedad estadounidense que, en un 53 por ciento, tampoco está aprobando la anunciada política de su nuevo gobernante. Hay en ella grupos no sólo de origen mexicano o hispanoamericano que se sienten amenazados y se opondrán con los medios a su alcance a lo que Trump representa. Casi nadie se resignará a pronunciar el “Ave Caesar morituri te salutant” con que los gladiadores en el Imperio Romano ofrecían sus mortales combates y su vida al emperador; muchos en cambio estarán dispuestos a resistirlo. Y es con ellos que los mexicanos pueden y deben ligar su suerte para dominar la tormenta.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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