El día del miedo ha
llegado. La decisión, no de los ciudadanos estadounidenses sino de su
imperfecto y falible sistema político, se concreta con la toma de
posesión de Donald Trump y su demoniaca oferta de cruzado contra todo lo
que no se asemeje a su idea de lo que “América” debe ser. No es el infierno; pero se le asemeja para muchos. No es el apocalipsis; pero quizá se le aproxime.
Con su visión maniquea, con la simplicidad de su pensamiento, con sus
antecedentes de racismo, clasismo y menosprecio a los demás (“You’re fired”,
“Estás despedido”, la frase que lo hizo famoso en sus teleshows),
afincados sólidamente en su militancia familiar y personal en el Ku Kux
Klan, el multimillonario arriba a la cima del poder no sólo económico
sino político mundial con la gracia de un rinoceronte en una
cristalería. Llega para, según lo ha prometido, “hacer grande otra vez” a
la nación estadounidense, ignorando de ésta su naturaleza y su
historia.
Porque si algo de grandiosidad hay en los Estados
Unidos no está en su poderío militar y su capacidad de intervención en
otras geografías; tampoco en su fortaleza económica como centro
financiero mundial, sino en haberse constituido históricamente en un
crisol de nacionalidades y culturas que tuvieron siempre en común la
lucha por alcanzar mayores libertades para los individuos y para los muy
diversos grupos raciales, nacionales o religiosos. Trabajosamente, y no
sin puntos de oclusión como el que ahora representa Trump, se han ido
ampliando en ese país esas libertades y un ambiente de tolerancia que
permitieron, desde hace ocho años, que un afrodescendiente como Barak
Obama ocupara la Presidencia y que éste la deje ahora con asombrosos
índices de aprobación social, superiores al 80 por ciento.
Lo que Trump actualiza, en cambio, son los prejuicios étnicos y el combate al otro como enemigo identificado, que le permitieron encaramarse a la cúspide del imperio. El otro
es, en este tiempo posguerra fría y de extinción del ex socialismo
soviético, el mundo islámico árabe, pero también China y, por supuesto,
México. El primero, como amenaza de terrorismo; los segundos como
causantes del deterioro de la industria estadounidense y de arrebatar
empleos mediante la inmigración o la competencia a los trabajadores de
ese país.
La demagogia colma en ambos temas el discurso
trumpista con el que muchos votantes fueron enganchados. Muchos más
actos de terrorismo se deben a los nativos estadounidenses que a la
amenaza árabe, y aun en los atentados del 11 de septiembre de 2001
subsiste la duda de su verdadero origen. Y engaña Trump a su pueblo
cuando afirma que el retorno de las empresas estadounidenses a su país
de origen generará automáticamente empleos para la clase trabajadora,
cuando los salarios que ahí se pagan no son competitivos con los del
extremo Oriente o con los que atraen al capital al sur de su frontera.
¿No preferirán las empresas del automóvil la automatización y la
robotización en sus líneas de ensamblaje antes que pagar sueldos 20
veces mayores que los que ahora desembolsan en México?
Pero
para México, este enemigo declarado llega en el peor momento. Aun un
errático e improvisado proyecto económico como el que Donald Trump
representa, se convierte en una amenaza para la enclenque y vulnerable
situación mexicana. Con un pronóstico de crecimiento real del PIB del
1.8 por ciento para 2017 y precios petroleros aún deprimidos pese a su
relativa recuperación en los mercados internacionales, el retiro de
algunos capitales o proyectos de inversión de nuestro país, o el freno a
las remesas de nuestros connacionales en el país del Norte y, en el
caso más grave, la posible deportación de millones de ellos, se
convierten en verdaderas amenazas para la estabilidad del país.
Para mayor tragedia, Trump arriba al poder cuando en México el gobierno
de Enrique Peña Nieto pisa la sima de su popularidad, con un raquítico
12 por ciento de aprobación entre los ciudadanos mexicanos, según el
sondeo del diario Reforma publicado el miércoles 18 de enero. Una
administración sin respaldo social ni credibilidad, sin proyecto ni
fortaleza para enfrentar la anunciada embestida del imperio bajo el
renovado mando del gran capital financiero que ha capturado hasta de
manera personal el poder político, unida a una crisis no declarada o que
no se atreve a decir su nombre, hacen de la situación mexicana una
tormenta perfecta. En ésta se encuentran y se combinan, como en un
sistema de vectores, fuerzas provenientes de diferentes direcciones pero
que coinciden en un mismo punto para devastar lo que a su paso
encuentren.
Nada augura, hasta ahora, una relación tersa o
amable de nuestro país y los vecinos del norte. En el demagógico
discurso del nuevo presidente yanqui, si en alguna medida ha de
traducirse en políticas reales, predominan el odio y la exclusión, la
simpleza y la amenaza contra lo que no se amolde a su, al parecer
compartida por muchos, visión de la nación norteamericana y su futuro.
Lejos el llamado Espíritu de Houston que en su momento cultivaron
Carlos Salinas y George Bush como un pacto de dependencia negociada que
abrió paso a la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados
Unidos y Canadá. Distantes de constituirse como un espacio de
entendimiento, las relaciones bilaterales se anuncian como un campo de
confrontación permanente durante la era Trump en los temas migratorio,
comercial, de cooperación antidrogas y hasta de seguridad regional. El
anunciado muro fronterizo, su emblema y su impronta.
Acaso las
anunciadas medidas antimexicanas sean contraproducentes para el imperio,
como muchas cabezas pensantes lo han avizorado. Acaso el cierre de la
frontera, las deportaciones y el muro generen una escasez de
trabajadores que presione al alza los salarios; acaso el retorno de
empresas a territorio estadounidense no genere los prometidos empleos.
Acaso también, las barreras arancelarias y la contracción del comercio
con nuestro país traigan la ruina para muchas empresas en su frontera
sur y en el país entero. Quizás los controles fronterizos y costeros
produzcan un alza en los estupefacientes que haga a los cárteles más
rentable y apetecible su trasiego al más grande mercado consumidor del
mundo.
Pero para México, la concreción de esas medidas no se
traducirá en posibilidades de retroceso económico y social sino en la
seguridad de éste. Desplome de las reservas de divisas, devaluación,
desempleo incontrolable, mayor inseguridad, se anuncian como los efectos
inmediatos de la nueva política exterior yanqui para nuestro país,
aunque en lo mediato ésta pueda servir para replantear los términos de
nuestra dependencia económica y de nuestro alineamiento político. Y lo
hacen en un contexto político delicado, con un gobierno sin respaldo
social, al borde de la ruptura y un inoperante sistema de partidos del
que la población en general desconfía o al que abiertamente rechaza.
Para evitar la catástrofe, los mejores aliados de los mexicanos no
están, pues, en el propio sistema político ni entre sus ineptos
gobernantes, como el, a confesión propia, bisoño canciller Videgaray. Se
encuentran más bien en la misma sociedad estadounidense que, en un 53
por ciento, tampoco está aprobando la anunciada política de su nuevo
gobernante. Hay en ella grupos no sólo de origen mexicano o
hispanoamericano que se sienten amenazados y se opondrán con los medios a
su alcance a lo que Trump representa. Casi nadie se resignará a
pronunciar el “Ave Caesar morituri te salutant” con que
los gladiadores en el Imperio Romano ofrecían sus mortales combates y su
vida al emperador; muchos en cambio estarán dispuestos a resistirlo. Y
es con ellos que los mexicanos pueden y deben ligar su suerte para
dominar la tormenta.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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