El pasado dieciocho de
enero, en un evento que recordó de manera directa a lo que en sociedades
como la estadounidense parece ser parte de su cotidianidad, los
mexicanos presenciaron las imágenes de un estudiante de dieciséis años
despojando de su vida e hiriendo a los compañeros con los que día a día
compartía las aulas de su colegio. El evento, por sí mismo, no entraña
un contenido de violencia —o de crueldad, si se quiere— que el que es
posible advertir en matanzas como las de San Fernando y Villas de
Salvárcar, con Felipe Caderón, que las de Tlatlaya y Ayotzinapa, con
Enrique Peña Nieto, o que cualquiera perpetrada en el seno de los
pueblos indígenas del país —asediados por una guerra genocida
permanente.
De hecho, la conmoción que las imágenes causaron en el
imaginario colectivo nacional no responde al contenido violento de los
actos, sino a la afinidad ética que socialmente construye y (re)produce
la inocencia, la bondad y la ternura sobre y entorno a la persona del
menor de edad. Ello, por supuesto, no implica que el tiroteo perpetrado
en el Colegio Americano del Noreste sea aceptable, o menos reprobable
que el resto de asesinatos que durante décadas han plagado los espacios
públicos con cadáveres, restos corporales mutilados y fosas comunes. Sin
embargo, sí hace visibles algunos aspectos que permiten explicar por
qué la violencia en el país ha alcanzado los niveles y las escalas en
las que actualmente se desenvuelve y, sobre todo, los mecanismos que
favorecen su (re)productibilidad, asimilación y metabolismo social.
En
primera instancia, es claro de que el repudio colectivo de los sucesos
se encuentra en el hecho de que tanto quien despojó a sus compañeros de
su vida como quienes fueron despojados de ésta son menores de edad, de
extracción social acomodada y que compartían un espacio-tiempo común
delimitado por una institución escolar. Y es que, por evidentes que son
estos detalles, su nula trascendencia en los análisis que ya saturan el
debate público es indicativa de la manera en que el cuerpo social, en su
conjunto, recibe y se posiciona frente a cualquier hecho violento.
El
substrato de clase, el lugar en el que sucedieron los hechos y los
individuos involucrados en los mismos no son menores. En realidad, son,
en todo sentido, los factores que definen por completo la proximidad
ética y la reacción con la que responde la sociedad al acto. Así pues,
no deja de ser fundamental reconocer que si bien los homicidios del
Colegio Americano del Noreste son trágicos, éstos son tendencia
cotidiana en otras regiones de la geografía nacional; en donde menores
de edad de escasos recursos y con precarios niveles de escolaridad lo
mismo recurren permanentemente a la violencia para permanecer con
vidaque son objeto de secuestros, homicidios, torturas y trata.
Por
ello, la posición ética que desbordó la discusión apelando a la no
viralización del video en el que quedaron registradas las muertes, lejos
de plantear un claro posicionamiento de responsabilidad social o de
protección del tejido moral que da cohesión a los vínculos sociales de
los individuos de la comunidad, se presenta como el velo por medio del
cual se legitiman las agresiones —y, en este caso en particular, la
eliminación física de la existencia del Otro— en contra de todos
aquellos individuos que no comparten una determina esencia bondadosa, un
ciertohalo de virtud existencial, una identidad racial o una
pertenencia de clase comunes.
Y es que más allá de si las
imágenes debieron o no publicarse, lo que aquí se encuentra en juego, de
fondo, es la capacidad de la sociedad para trasladar su sentir en torno
a la victimas del Colegio a esos otros ámbitos en los que la violencia
es igual de atroz, pero que por su escasa o nula visibilidad, o por la
distancia existencial que media entre los sujetos de la violencia y el
observador, continúan convalidándose.
Una segunda observación
tiene que ver con la manera específica en que el discurso público
invisibiliza el papel determinante que la colectividad ejerce sobre los
canales de (re)producción social de la violencia; individualizando
causas y consecuencias en explicaciones que pretenden explicarlo todo a
través del examen de la psique del individuo. Para observarlo, basta con
mirar la manera en que el discurso público —potencializado por unos
medios de comunicación que hacen uso indiscriminado de adjetivaciones,
conceptos y relaciones causales destinados a cimbrar los sentimientos de
la audiencia—, vuelca toda su potencia sobre el menor de edad que
activo el arma de fuego para explicar que fue su soledad, su depresión,
suinadaptación social, su ira reprimida y su falta de empatía lo que
desencadenó su deseo de matar.
Así, lo que se pone en perspectiva
es que el individuo, con toda su anormalidad y con toda su incapacidad
de adoptar y respetar los cánones de convivencia civilizados, es el
único responsable de lo ocurrido. Y la cuestión es que al abordar en
este sentido el problema se llega, en últimas instancias, a concluir que
es la suma de estos inadaptados sociales (estos lobos solitarios) lo
que propicia la descomposición del tejido social; toda vez que son sus
acciones —y sólo sus acciones— las que rompen con el contrato social de
convivencia fundado por el Estado-Nación moderno.
Apelar a la
inmadurez psicológica, a la personalidad poco estructurada, a los
profundos desequilibrios emocionales o nociones similares —que se
suponen son constitutivos de lamentalidad criminal y de la naturaleza
maligna del sujeto social— conduce a legitimar prácticas sociales de
exclusión, pero sobre todo, a validar y (re)producir mecanismos de
sujeción del individuo que conducen a su descomposición subjetiva. Es
decir, afirma la necesidad de gobernar la personalidad de las personas a
partir del despliegue de instituciones, legislaciones y programas
políticos consagrados a fabricar seres unidimensionales; cuya existencia
se reduce a consentir la estructura social vigente, a permanecer
indiferentes ante las contradicciones del capitalismo y a autoafirmar el
telos de su existencia mediante el consumo insaciable de un cúmulo de
mercancías.
La sociedad, por consecuencia, se exculpa de toda
responsabilidad, y de inmediato anula su propia experiencia de cuatro
décadas de convivencia con los cárteles armados del narcotráfico. Y no
sólo ello, se niega a si misma el desdoblamiento de su historia inscrito
en prácticas sistemáticas, físicas y simbólicas de violencia
naturalizada por su cotidianidad. Sorprende, por ello, que en una
sociedad profundamente marcada por la indiferencia ante el exterminio
cultural de sus pueblos originarios, ante la práctica feminicida
generalizada, ante la utilización del suplicio, del castigo corporal
como método de corrección conductual en el seno familiar; ante el
discurso de odio que lo mismo apela al fundamentalismo religioso
(cristiano, judío, católico o musulmán) que al nacionalismo más laico o,
ante una década de ejecuciones sumarias, desmembramientos y otras
vejaciones cometidas en el marco de la guerra en contra del
narcotráfico; vocifere, ahora, que la verdadera víctima de los
desequilibrios emocionales de un psicópata con fácil acceso a un arma es
la colectividad misma, y no el individuo que se desarrolla y se
autosubjetiva a partir de las condiciones que propicia el cuerpo social.
No
son sólo los videojuegos, las series televisivas, los filmes o las
letras misóginas y misántropas que saturan el consumo colectivo los
causantes de sucesos como los de Nuevo León, sino la totalidad de una
industria mediática que premia la (re)producción de prácticas sociales
violentas como signo de superioridad social, el avasallamiento de una
ideología que fuerza la individuación, la competencia y la eliminación
del Otro como fórmula de superación personal —en detrimento de prácticas
comunitarias en las que el sujeto se sabe parte de una totalidad mayor,
con la cual metaboliza su existir—, y una dimensión cultural
condescendiente con la agresión física, simbólica y ontológica entre sus
miembros lo que concede potencia a la (re)producción social de la
violencia.
Y es que si algo mostraron los niveles de violencia a
los que se llegó en el sexenio deFelipe Calderón es que no se alcanza
ese tipo de descomposición social sólo por la suma de los actos de unos
cientos o miles de inadaptados sociales. Por lo contrario, se asiste a
esas escalas sólo en la medida en que la totalidad de los miembros de la
comunidad adoptan como estrategia de supervivencia personal la
naturalización de esa misma violencia. De ahí que la pretensión de la
comentocracia de anular el efecto que una década de guerra en contra del
narcotráfico (en la cual Nuevo León fue particularmente atroz) tiene,
aún hoy, en la determinación del comportamiento de los individuos y de
la sociedad no sea más que una estrategia simplista, cortoplacista e
inmediatista de procesos que son mucho más complejos, profundos y
duraderos.
En una tercera instancia se encuentra las respuestas
con las que la autoridad pública respondió a los sucesos. Las más
ingenua de las reacciones fue optar por operativos de revisión de
mochilas (que de antemano queda claro que son paliativos de corta
duración), dando por sentado que es el acceso a un arma lo que detona la
violencia. Aquí, la ingenuidad radica en no comprender que si bien
acceder a un arma sí facilita la comisión de algún acto, restringirlas
no implica que la violencia no se desarrolle por otros canales o medios.
En un segundo instante se optó por fortalecer procesos penales que sean
más rigurosos con la comisión de un delito, privando, por sobre todas
las cosas, el recurso carcelario como método de castigo. La cuestión con
esta propuesta es que, nuevamente, se recurre a una institución cuyo
carácter es ser centro de exacerbación de la violencia y de la conducta
criminal, por lo que intentar adaptar socialmente a un individuo con una
maquinaria que nació para la contención y fabricación de inadaptados
sociales raya en el absurdo.
Finalmente, y ésta es la respuesta
que más preocupación y repudio debería causar en la sociedad, la
autoridad local optó por implementar centros escolares especializados en
la impartición de doctrina militar, o lo que es lo mismo, por la
militarización directa de los menores de edad. El principio es muy
sencillo: si lo que causa que un alumno mate a sus compañeros en un
centro escolar es la falta de adaptación a las normas de conducta de su
sociedad, la respuesta es adoctrinar y disciplinar a ese individuo con
el más riguroso mecanismo de disciplinamiento con el que cuentan las
sociedades modernas, el ejército.
¿Cuál es el problema con ello?
Que si la instrucción que se impartirá en esos colegios será mínimamente
parecida a la que se otorga en los colegios del ejército, la marina y
la fuerza aérea mexicanos, lo que se estará propiciando es la
(re)producción de un comportamiento caracterizado por pensar la realidad
en términos de eliminación física de los elementos(personas)
incompatibles, riesgosos o problemáticos para el orden de cosas
establecido.
De nueva cuenta, el sexenio de Felipe Calderón lo
mostró en sus expresiones más prístinas: cuando se trata de hacer
convivir a la doctrina militar con su contraparte civil lo que se
favorece ya no es, ni siquiera, la normalización de la conducta, sino la
eliminación del sujeto. En este sentido, es imperativo que la sociedad
comprenda que la militarización de la vida en comunidad no transita
únicamente por el emplazamiento de efectivos militares en el espacio
público, por la actuación de normas jurídicas extraídas de la
normatividad castrense o por la dirección de las instituciones civiles
por militares.
La militarización de la vida en sociedad responde a
una lógica muy particular de lidiar con la cotidianidad. Y en esa
manera de vivir el día a día, tanto el disciplinamiento del espacio como
la profusión de amenazas a la moral castrense se exasperan. Pero no
porque sea la sociedad la que profundice su descomposición, sino porque
es el actuar de la milicia la que fuerza a ese cuerpo social en el que
actúa a desempeñar sus labores de acuerdo a su propia lógica.
Militarizar a los chicos problemáticos de la comunidad, como el
gobernador de Nuevo León pretende, lejos de solucionar el problema
permitirá expandir a un número mayor de habitantes ese carácter
intransigente que en el ejército permite a sus elementos observar en
cualquier persona un objetivo susceptible de ser asesinado —sin importar
cuan nacionalistas se consideren. ¿O acaso la experiencia de la guerra
sucia —ahora denominada guerra contra el narcotráfico— es banal?
Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/
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