Leonardo García Tsao
Berlín.
La Jornada
Es feo decirlo, pero en Return to Montauk, la
nueva realización del alemán Volker Schlöndorff, pesa cada uno de sus
77 años. Dedicada al fallecido escritor suizo Max Frisch, amigo del
director, la película está de alguna manera basada en su personalidad en
la delineación del protagonista Max Zorn (Stellan Skarsgard), novelista
que viaja a Nueva York para presentar su nuevo trabajo. Aunque está
acompañado por su pareja, Clara (Susanne Wolff), el hombre está
interesado en rencontrarse con Rebecca (Nina Hoss), mujer con la cual
tuvo una intensa relación hace 17 años y es la inspiración de sus nuevos
escritos sobre el amor perdido. Convertida en una poderosa abogada,
ella está renuente de verlo en un principio, pero acepta viajar juntos a
Montauk, un lugar significativo en su historia común.
Siempre resulta difícil hacernos creer en cine que un personaje se
dedique a la escritura, porque de inmediato se le pone a hablar en
diálogos presuntuosamente literarios. Eso sucede aquí con el
protagonista, pero también la gente que lo rodea. Y todas las
pretensiones de su dilema amoroso suenan a pretexto intelectual para
abordar
lo que pudo haber sido. Max no es un personaje, sino un concepto de macho cabrío, que merece la soledad a la que parece estar condenado.
Los actores hacen su mejor esfuerzo por darle peso a lo que es, en
esencia, una banal historia de amor imposible, si bien la dureza en los
rasgos de Hoss la vuelven un muy improbable objeto del deseo. Al final
de la proyección de la película se escucharon algunos aplausos de
cortesía; quizá fueron algunos nostálgicos de El tambor de hojalata (1979).
Exhibida fuera de concurso, El bar marca el siguiente
peldaño en la trayectoria descendiente del español Álex de la Iglesia.
En su tercera colaboración con el guionista Jorge Guerricaechevarría,
después de las excesivas Las brujas de Zugarramurdi (2013) y Mi gran noche
(2015), el cineasta reúne a una decena de personajes variopintos en un
bar madrileño, donde circunstancias misteriosas empiezan a diezmarlos y
obligarlos a adoptar actitudes extremas. Nada se justifica ni se explica
demasiado. El chiste es adoptar desde el primer minuto un tono de
insufrible estridencia y no abandonarlo hasta el mero final. Los
personajes gritan, se insultan y maltratan mutuamente en una lucha
egoísta por la supervivencia. Lo único que queda de manifiesto es el
enorme desprecio que su creador les tiene, al someterlos a todo tipo de
humillaciones que culminan en un buceo por la repugnante cañería.
La película no es graciosa, pero sí grotesca en su intención
de serlo. En particular, el indigente sobreactuado por Jaime Ordóñez
–que cita a la Biblia a gritos cada vez que puede– debe ser uno de los
personajes más irritantes en la historia reciente del cine.
Con esos títulos se está llegando a la recta final de esta Berlinale
sin mucho brío. La verdad, la selección ha sido de una medianía
desmoralizante. De los nombres que todavía pueden aportar algo, quedan
el sudcoreano Hong Sang-soo y el rumano Cälin Peter Netzer. Que
apareciera una película importante a estas
alturas, sería prácticamente un milagro.
Eso sí, si alguien quiere llevarse un souvenir del festival,
para recordar aunque sea algo, el catálogo de mercancías del Berlinale
shop ofrece varios productos a precios algo exagerados. Un par de tenis,
con el logo conocido del oso, cuesta nomás 179 euros. A ese precio uno
esperaría que los zapatos caminaran solos.
Twitter: @walyder
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