León Bendesky
La situación económica y
política va a seguir siendo complicada. El ajuste que es necesario
hacer, ciertamente profundo, no vendrá de modo automático y tendrá altos
costos. Eso ya está ocurriendo.
Como muestra hay que ver lo que sucede con la actividad productiva o
bien con el crecimiento de los precios, incluyendo el dólar y las tasas
de interés. También hay que ver las periódicas encuestas sobre el estado
de confianza que prevalece en el país, cada vez menor.
Desde el norte no van a amainar las presiones respecto de la
migración, el comercio y el muro, y las secuelas serán, sin duda,
relevantes.
Hay quienes tienen una postura distinta frente a esos asuntos y minimizan las repercusiones. No estoy de acuerdo.
Dicen algunos que no cambiará esencialmente el modo de operación del
TLCAN, pero lo ocurrido con las decisiones de no abrir nuevas plantas en
México de empresas como Carrier y Ford indican un cambio en la forma
convencional en que se movía la inversión entre ambos países en el marco
del tratado. Los flujos de capitales se van a alterar –ya está
pasando–, y suplirlos no es cosa rápida ni trivial.
Otros señalan que las nuevas medidas que están en proceso en
Washington y que tienden a relajar la regulación financiera impuesta en
Estados Unidos, luego de la crisis de 2008, tampoco tendrán impacto
aquí.
El caso es que habrá un cambio significativo en las normas emanadas
de la Ley Dodd-Frank de reforma de Wall Street y la Protección al
Consumidor pasada por el Congreso en 2010.
La máquina de innovaciones financieras, que agrandan los riesgos para
ahorradores e inversionistas, volverá a echarse a andar con renovada
fuerza. El sistema financiero de México está dominado por bancos
extranjeros, que siguen muy de cerca las disposiciones que se aplican en
ese país.
La sociedad deberá hacerse de los medios para replantear el
funcionamiento de esta economía y, también necesariamente, de la forma
en que se gobierna. En esto reside de manera crucial la tan traída
demanda de unidad nacional.
Lo que resta de este gobierno debería usarse para impulsar esos
cambios. Pero en este sentido no se abrigan expectativas muy favorables y
lo que aparece, en cambio, es el reflejo de un poder anquilosado y poco
capaz para remprender un cambio y no atenerse primordialmente a la
lucha electoral que se abre ya pronto a escala estatal.
Hasta ahora la estrategia seguida por la cancillería en Washington no
parece provechosa. Hay poca habilidad y tiempo para aprender. Cuando
menos eso se desprende de la información pública. Y el curso de las
negociaciones no debería estar oculto. Tampoco es clara la estrategia de
negociación de las secretarías de Economía y de Hacienda, si es que
existe alguna de modo explícito.
En este entorno hay ciertas nociones básicas que me parece
deben replantearse como medio para establecer un modo de relación entre
la gente, por un lado, y, por otro, quienes gobiernan, quienes gestionan
las instituciones públicas y también con las empresas estén ligadas con
el Estado y/o las que tienen que ver con el patrimonio de las personas.
Me refiero, en concreto, al asunto de la responsabilidad fiduciaria.
El Diccionario de la Lengua Española define el término fiduciario como
aquello que
depende del crédito y confianza que merezca. Recuérdese que crédito proviene de creer.
En términos legales, la responsabilidad fiduciaria representa el más
alto estándar de cuidado. El fiduciario es quien tiene esa
responsabilidad y a quien se dirige tal cuidado es el beneficiario. Si
el fiduciario rompe su compromiso, entonces debe dar cuenta de los daños
que provoca y repararlos.
De modo claro significa actuar en el interés de otro. Debería ser
este un aspecto inherente a la actividad pública de cualquier tipo –la
rendición de cuentas como práctica política–, pero igualmente de las
corporaciones privadas y de los bienes y servicios que se producen. En
ambos casos la norma fiduciaria abarca cuestiones como la salud, la
educación, la administración de los bienes y del patrimonio (físico o
financiero), sean de la nación o de los individuos.
Una vez integrada esta noción amplia de responsabilidad fiduciaria y
que así dejara de ser una especie de letra muerta o una práctica poco
generalizada, o sólo una referencia ética, puede servir para intentar
reparar la fractura que se advierte en nuestra sociedad.
Este asunto de índole práctico, pero ciertamente amplio, podría ser
uno de los ejes de una verdadera recomposición de la unidad, que ahora
tanto se demanda.
No se trata sólo de una cuestión de buena fe, que la es, como podría
aparecer en un tratamiento estrecho de lo fiduciario. Esto es tal como
debe exigírsele al
albacea
de un testamento. Va mucho más allá e involucra a quienes gestionan los
ahorros forzosos de los trabajadores, al consejo de administración de
las empresas que cotizan en la bolsa de valores, a la junta de gobierno
del banco central o a la gestión de los impuestos que recauda la
hacienda pública, a lo que se hace con los recursos naturales, etcétera,
etcétera.
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