La Jornada
El coordinador de los
legisladores priístas en San Lázaro, César Camacho Quiroz, anunció ayer
que la iniciativa de la ley de seguridad interior (LSI) no será aprobada
en el actual periodo ordinario de sesiones debido a los desacuerdos
entre su bancada y las de los partidos Acción Nacional (PAN) y de la
Revolución Democrática (PRD), las cuales piden que antes de esa citada
norma se acepte la minuta senatorial sobre la figura del mando mixto
policial en los estados, la cual es rechazada por los oficialistas,
quienes abogan por un mando único.
Sin entrar en los pormenores de ese desencuentro, lo cierto es que
obliga a un saludable retraso en la aprobación de la LSI y aporta un
margen de tiempo adicional para que la Cámara de Diputados escuche las
múltiples voces adversas a esa norma y reflexione sobre la improcedencia
de definir un marco jurídico que regularice la participación de las
fuerzas armadas en labores de seguridad pública y policiales.
Como han señalado organizaciones sociales y populares,
particularmente aquellas que trabajan en la defensa de los derechos
humanos, la eventual aprobación de la LSI constituye un grave peligro
por cuanto otorgaría al Ejecutivo federal atribuciones discrecionales en
materia de seguridad pública y combate a la delincuencia, incrementaría
la indefensión de los ciudadanos ante atropellos y abusos de las
fuerzas del orden y podría propiciar el uso de las instituciones
castrenses contra movimientos sociales y opositores.
Por otra parte, la legislación referida contravendría el estatuto
constitucional del Ejército y la Marina, que delimita con claridad la
misión de las fuerzas armadas a la preservación de la soberanía nacional
y de la integridad territorial del país, así como al auxilio a la
población civil en casos de desastre.
Tales tareas nada tienen que ver con la prevención del delito
ni con la captura y consignación de presuntos infractores ni con las
tareas de vigilancia e inteligencia para mantener el estado de derecho.
Las corporaciones militares, en México y en cualquier otro país del
mundo, operan con lógica distinta: la de enfrentar y neutralizar a una
fuerza enemiga. Cuando se desvirtúa la función de las instituciones
castrenses, la incompatibilidad entre una y otra tareas conduce de
manera inevitable a la introducción de una dinámica de guerra entre
connacionales y a la comisión de violaciones a los derechos humanos de
presuntos culpables, de inocentes y de grupos enteros de la población.
Tales consecuencias no sólo afectan a la ciudadanía, sino también a
las autoridades políticas, sobre las cuales acaba recayendo la
responsabilidad por la militarización de la vida y el espacio públicos, y
a las propias fuerzas armadas, que sufren la erosión de su imagen
institucional y de la confianza de la población en ellas.
Por otra parte, a más de una década de que el poder civil empezó a
emplear destacamentos militares en el combate a la delincuencia
organizada, el obligado saneamiento, la profesionalización y la
moralización de las corporaciones policiales de los tres niveles de
gobierno ha sido postergado de manera indefinida, y a la fecha no es
posible constatar avances significativos en esta materia.
Se debe, en suma, hacer frente a la obligación de recuperar los
cuerpos de policía y restablecer la observancia de los lineamientos
constitucionales que regulan el funcionamiento y el sentido de las
fuerzas armadas. Y para eso no se necesita una ley de seguridad
interior, sino cumplir las leyes ya existentes.
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