Cristina Pacheco
Este no es un asilo. Es
una residencia temporal para adultos mayores que padecen limitaciones o
enfermedades propias de su edad. Viven aquí mientras la familia está de
viaje o se ocupa de algún asunto que le impide cuidar a su pariente. La
estancia mínima es de un mes. La máxima carece de término.
Siempre que se va uno de nuestros huéspedes Herlinda y yo regresamos a
su habitación para ver si olvidó algo y enviárselo a su domicilio.
Aunque se trate de objetos o prendas insignificantes, nos apegamos al
protocolo, porque sabemos que a nuestros residentes un estuche vacío,
una chalina, una moneda antigua les significa mucho por la carga
emocional. En una ocasión el propio señor Alcántara –octogenario ex
violinista– escapó de su casa para venir en busca de una prenda íntima
de su mujer, fallecida diez años antes.
II
Ayer se fue la señora Melania. Vino por ella su hijo
René, argumentando que su mamá estaría mucho mejor a su lado y junto a
sus nietos aunque la nueva casa aún no estuviera terminada. Me extrañó
el cambio. Poco antes nos llamó para decir que, debido al retraso en la
obra, tal vez fuera necesario que su madre permaneciera aquí tres o
cuatro meses más.
Melina acató la decisión de su hijo con la misma indiferencia con que
aceptaba todo. Su artritis y, muy en especial las pérdidas de memoria
cada vez más frecuentes, la tenían indefensa, abatida, sin fuerzas.
Herlinda y yo la ayudamos a hacer sus maletas. Dos fueron suficientes. En ningún momento dijo:
Que no se me vaya a olvidar esto o lo otro, ni mostró inquietud. Sonreía extrañada mirando todo y luego salió del cuarto como si nunca hubiera estado allí. Cuando nos despedimos y la abrazamos, se volvió hacia su hijo y le preguntó en voz baja:
¿Quienes son estas mujeres?René la tomó de la mano y la ayudó a subir al coche. Hubiera preferido no presenciar la escena.
III
En cuanto Melania se fue Herlinda y yo, como es nuestra
obligación, regresamos al cuarto 208 para hacer las tareas
reglamentarias: retirar la ropa de cama, las cortinas, los tapetes y
asegurarnos de que no hubiera alguna fuga de agua u otra descompostura.
Encontrar la habitación vacía me afectó. De Melania no quedaba nada más que su olor:
Es Heno de Pravia. ¡Huele!, me decía acercándome su mano empapada en loción cuando la ayudaba a vestirse. El recuerdo me entristeció. Por fortuna Herlinda se puso a contarme sus planes: conseguir la autorización de nuestra directora para instalar un consultorio dentro de la residencia. Mi compañera es muy buena podóloga. De conseguir su objetivo de seguro le irá muy bien.
Mis proyectos eran lo contrario: separarme de la residencia lo
antes posible, quitar mi departamento –cosa que debí hacer cuando Dante
se fue–, vender el coche y aceptar la invitación de mi prima Lourdes
para irme a Tequisquiapan. Desde su punto de vista, entre las dos
podríamos atender su pequeña boutique de ropa deshilada y ganarnos la
vida sin mucho esfuerzo.
También mencionó la conveniencia de que su casa esté a cinco cuadras del balneario.
IV
Desde que Melania llegó a vivir aquí sentí gran simpatía
por ella. Su sonrisa era encantadora y en sus ojos podían leerse la
inteligencia y la sabiduría que se aprende en la vida: según ella
el libro de las pérdidas.
Cuando su enfermedad le impedía salir de la habitación, me llamaba
para que la ayudara a encontrar sus lentes. Las dos sabíamos que era un
pretexto. Me necesitaba para desahogarse, hablar de su angustia ante los
frecuentes olvidos, de los malos recuerdos que a veces se mezclaban con
los buenos. El día que me describió la fiesta de su boda terminó
hablándome de cuánto había llorado la muerte de su padre.
Pensaba en todo eso cuando me llegó la voz de Herlinda desde el baño:
–Melania dejó su secadora. No sé para qué la tenía si ni la usaba.
¿La reporto en la dirección para que se la mandemos o me quedo con ella?
Por el tono de la pregunta comprendí que mi compañera ya había tomado
su decisión. Sin esperar mi respuesta abandonó el cuarto. Iba a ocultar
en el suyo el regalo que involuntariamente le había dejado Melania.
Seguí trabajando. Al retirar la funda de una almohada cayó un sobre
aéreo. Dentro había una hoja de papel doblada con un mensaje escrito en
tinta roja:
Dios mío... Quiero hacer tantas cosas y no poder hacerlas es muy triste.
Al oír que Herlinda estaba de vuelta me guardé el sobre en el bolsillo de la bata.
–No me lo digas: ¡encontraste dinero!
Le respondí que no, pero sin mostrarle el sobre. Ella me sonrió con
la expresión de quien está dispuesto a la complicidad. No quise sacarla
de su error ni decirle que había cambiado mis planes. Hoy mismo llamaré a
Lourdes para decirle que no me iré a Tequisquiapan. Si me pregunta el
motivo le diré la verdad: “Tengo muchos proyectos y aún puedo
realizarlos. No quiero que llegue el día en que, enferma, escriba en un
papel: ‘Dios mío... Quiero hacer tantas cosas y no poder hacerlas es muy
triste.’”
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