En Brasil, se usa
decir: “No pasarán”. Y se usa por la población para decir que “no
pasarán” los fascistas y golpistas. Es decir, que no triunfarán las
fuerzas del fascismo inoculado en ese país y otros del cono sur
(Venezuela es el caso más agravado). Y uso la consigna para decirles a
esos a cuyas personas alude este artículo que en México “no pasarán”. No
pasarán los Videgaray, ni los Trump, ni los Calderón, ni los Bush, ni
los Salinas de Gortari, ni los Clinton. En 2018, a México le espera un
duelo contra las añejas, corruptas y beligerantes castas políticas
nacionales.
En la última publicación, se advirtió acerca de eso que un escritor uruguayo llamó “el suicidio de los partidos políticos” (http://lavoznet.blogspot.com.br/2017/06/el-suicidio-de-los-partidos-politicos-o.html).
Y eso es exactamente lo que está en puerta, en la antesala de la
elección de 2018: la muerte asistida del único partido gobernante en
México –el Partido Revolucionario Institucional (inclúyase las
ramificaciones caleidoscópicas de pelaje azul o amarillo o verde). El
PRI-partido firmó anticipadamente su carta de defunción en 1992, con la
firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El
funeral es el próximo año (2018).
Históricamente, “el Partido”
(como lo conocen sus prosélitos) definió las formas y fórmulas de la
política en México. La totalidad de las decisiones de interés político
discurrían por los canales del partido. A diferencia de otros países
homólogos (Latinoamérica), en México el significante material e
inmaterial de la política no recayó exactamente en la figura de un líder
bonapartista-caudillista (como Perón en Argentina o Getulio en Brasil).
En México, la soberanía política del siglo XX descansó en el Partido
Revolucionario Institucional (esa entelequia decadente que el no tan
nobel Mario Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”, acaso la única
contribución valiosa que aportó ese inescrupuloso escritor al análisis
de la región). El campo político en el que se dirimió la cosa pública
durante un centenar de años en México fue el PRI. Esta institución, que
constituía el pivote del sistema político, contó con facultades
metalegales extraordinarias: por ejemplo, la elección del
“candidato-presidente”, que por muchos años fue una decisión exclusiva
del partido, aún durante la mal llamada “transición democrática” (que en
nuestro país consistió en un tránsito pactado de un centro-derecha a
una derecha confesional sin recatos de clase).
Pero la evidencia sugiere que eso llegó a su fin. El PRI está en agonía pre mortem . Y la estocada final es 2018.
Pero cuidado: esa muerte anunciada no es por una potencial derrota del
PRI en la elección del año entrante (eso todavía es difícil de prever,
aunque absolutamente deseable); ni tampoco por un desterramiento de la
cultura política que ese partido prohijó e instaló a sus anchas en un
país condenado al clientelismo o el ostracismo o la muerte (y que
perdura en no pocas esferas de la política nacional). El PRI-partido
murió porque perdió esa “facultad metalegal” otrora incontestada: la
selección del “candidato-presidente”. A partir de 2018, el candidato a
la presidencia no será elegido por el partido: lo elegirá Estados
Unidos.
Por eso la carrera por “la candidatura” discurre por
otros canales. En el presente, competir por la presidencia en México
involucra esencialmente hacer campaña en (con) Estados Unidos. El guiño y
los amarres no apuntan a los correligionarios del partido. El “lobby”
tampoco contempla el longevo imperativo de conseguir la aprobación de
las diferentes fracciones intestinas. Las “camarillas” están
desdibujadas, y mudan sus “lealtades” con más promiscuidad que las
componendas matrimoniales de “La Gaviota” (de acuerdo con el testimonio
de las malas lenguas). Y en ese río revuelto, los más astutos e innobles
perfilan aspiraciones presidenciales, naturalmente cosechando simpatías
con el soberano en turno: Washington.
Y adivinen quién es el puntero: sí, el secretario de relaciones exteriores, Luis Videgaray Caso.
Para nadie es un secreto que Luis Videgaray es un operador de Estados
Unidos, y de las oligarquías domésticas beneficiarias del Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Él mismo ha dicho que su
prioridad es la renegociación de ese acuerdo. Y eso explica que el
canciller responda al comando de Washington; que participe personalmente
en la planeación del “muro Trump”; que encabece el proyecto de la
construcción del muro en la frontera México-Guatemala; y que abrace con
ahínco desenfrenado la causa anti-Venezuela en la Organización de
Estados Americanos (OEA). Luis Videgaray es una especie de “encomendero”
de la “era global”, al servicio de Estados Unidos, y de ese no-proyecto
de nación que tiene al país postrado en la ignominia: “El México
neoliberal itamita y su fracasado modelo maquilador/librecambista
quedó amurallado: al norte, el muro Trump, y al sur, el muro Videgaray
con Guatemala” (Alfredo Jalife Rahme en La Jornada 12-II-2017).
Cabe recapitular lo sostenido en otra oportunidad:
“
Al gobierno de México lo único que le preocupa es la renegociación del
TLCAN. Y es absolutamente omiso con las deportaciones masivas y la
fractura de familias mexicanas que está teniendo lugar en Estados
Unidos. La suerte de los migrantes nunca fue de ningún interés para las
elites gobernantes: el TLCAN que esas propias elites firmaron, expulsó a
millones de mexicanos a Estados Unidos. Y ahora que están a punto de
sufrir una segunda expulsión, de Estados Unidos a México, el gobierno
mexicano está cruzado de brazos, haciendo como que la virgen le habla, y
renegociando humillantemente un tratado que dejó muerte y destrucción
en suelo nacional… En materia política, el ascenso de Trump dejó
huérfanas a las élites gobernantes. No tienen fuerza ni siquiera para
movilizar populistamente a la población. Por añadidura, México no cuenta
con el apoyo de los gobiernos latinoamericanos. El TLCAN fue un
harakiri político: la clase política en México eligió el proyecto con
base en la geografía y por oposición a su historia y cultura. El Estado
no tiene brújula, no tiene dirección. La política exterior es de
persistente deshonra y humillación: el alto funcionariado mexicano lanza
gestos de amistad a un gobierno –el de Estados Unidos– que responde con
aspavientos de enemistad e insulto llano. México es un peón acasillado”
(Leer artículo completo en http://lavoznet.blogspot.com.br/2017/04/que-significa-el-triunfo-de-donald.html).
Si el proyecto de “nación” es la entrega de la nación a Estados Unidos,
Luis Videgaray es la figura política más calificada para tomar las
riendas de ese continuum. La muerte anunciada del PRI le confiere
algunas libertades para despreciar al partido, y posicionarse –no sin
recato– frente a la metrópoli: “(…) El canciller tiene que dedicarse de
tiempo completo a esto (de renegociar el TLCAN) y mantener la
neutralidad política… Tengo una militancia de la cual estoy muy
orgulloso pero que no ejerzo, estoy dedicado a ser canciller… Tengo mi
militancia guardada en un cajón” ( El Universal 26-V-2017).
Pero en Estados Unidos están preocupados por la elección de 2018 en
México. En abril del año en curso, el senador republicano John McCain
dijo: “Si las elecciones fueran mañana en México, probablemente se
tendría a un antiestadounidense de ala izquierdista como presidente de
México. Eso no puede ser bueno para Estados Unidos”. Y, para redoblar la
consternación con guiño cómplice a las élites mexicanas, el secretario
de seguridad interior, John Kelly remató: “No sería bueno para Estados
Unidos ni para México” ( El Financiero 5-IV-2017).
No
debe asombrar a nadie que desde Washington dispongan nombrar a Luis
Videgaray como candidato para la elección presidencial de 2018. Hasta
ahora, el secretario de relaciones exteriores ha sido su más fiel
acólito y operador.
El PRI está en la antesala del suicidio.
Estados Unidos necesita neutralizar políticamente a México. La inercia
anexionista es arrolladora. El puntero en las preferencias electorales
de 2018 es “un antiestadounidense de ala izquierdista” (sic). Y
Washington está intranquilo.
No pasarán.
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