Diputados exhiben una fotografía de Peña y Salinas en San Lázaro. Foto: Eduardo Miranda (Archivo) Por Héctor Tajonar (apro) El año próximo se cumplirán tres décadas del fraude electoral de 1988. Los enormes cambios institucionales y jurídicos realizados a lo largo de esos 30 años contrastan dramáticamente con la conducta anclada a las trampas y artimañas del pasado, prevaleciente en los protagonistas de los procesos comiciales: partidos, candidatos, autoridades gubernamentales federales, estatales y municipales e, incluso, algunos representantes de las nuevas instituciones electorales –administrativas y jurisdiccionales– convertidos en cómplices omisos o activos de la corrupción electoral reinante. Ello refleja la vigencia de una cultura política pre-democrática. La existencia de instituciones electorales jurídicamente autónomas, como el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), debería bastar para evitar que un atraco de la magnitud del fraude de 1988 pudiera repetirse. No obstante, a la luz de procesos electorales recientes en el Estado de México y Coahuila, así como la elección presidencial de 2012, hemos podido constatar que la autonomía jurídica del INE y del TEPJF no garantizan su independencia política del gobierno de Enrique Peña Nieto y su partido; menos aún la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade), dependiente de la Procuraduría General de la República, cuyo titular es incondicional del actual presidente. Dicha sumisión ha ocasionado un severo descenso de la confianza en el INE y el TEPJF, condición clave para cumplir con su función primordial: dar certeza a los resultados electorales. Sin la confianza ciudadana de que las elecciones se realizan con base en el respeto a los principios de legalidad, transparencia, imparcialidad, equidad, independencia y certeza, la legitimidad democrática del sistema se tambalea. Por tanto, a ambas instituciones les urge recuperar la confianza ciudadana. Ante la avalancha de protestas contra los comicios plagados de irregularidades y delitos electorales en el Estado de México y en Coahuila, la Unidad Técnica de Fiscalización del IFE dio a conocer que, en Coahuila, los candidatos del PRI y del PAN rebasaron en más de 5% el tope de gastos en las campañas para gobernador. A eso se agrega que la diferencia de los sufragios en favor de los dos candidatos en estos estados también fue menor de 5%, lo cual configura la causal de nulidad de la elección, de acuerdo con la Ley Electoral. El dictamen respectivo debió ser aprobado el 14 de julio por el Consejo General del INE (escribo este texto el 12 de julio) y enviado al Tribunal local. En caso de que la resolución de dicho tribunal estableciera la nulidad de la elección en Coahuila, los partidos podrían impugnarla y la última palabra la tendría la Sala Superior del TEPJF. El magistrado de dicho tribunal, José Luis Vargas, sostiene que la aplicación de las causales de nulidades por el rebase del gasto en más de 5% no necesariamente es automática, sino que “se debe ponderar la determinancia en el resultado” (La Jornada, 11/VII/17). La anulación de las elecciones en Coahulia representaría un precedente importante en el combate a la corrupción electoral. No obstante, resultaría inverosímil e injustificable que no se aplicara el mismo criterio a la elección del Estado de México. Ello confirmaría que ni la autoridad administrativa ni la jurisdiccional tienen verdadera autonomía frente al poder presidencial. En consecuencia, la confianza y credibilidad del INE y del Tribunal Electoral Federal seguirían en entredicho. Las instituciones no son entidades metafísicas, sino que dependen del desempeño, capacidad, eficacia e integridad de quienes las dirigen. En el caso del INE, su respetabilidad y su rendimiento han ido en descenso desde que su primer consejero presidente dejó el cargo. Su actual sucesor cuenta con las credenciales intelectuales y académicas para ocupar dicha responsabilidad, pero no ha logrado detener el desprestigio creciente de la institución. Ello puede deberse a deficiencias de la Ley Electoral vigente y a la dificultad para probar jurídicamente las trapacerías de los protagonistas de los procesos electorales –partidos, candidatos y autoridades gubernamentales, locales y federales– que cada vez encuentran artilugios más elaborados para ocultar sus engaños. Además, el PRI cuenta con una presencia dominante dentro del Consejo General del INE, que le permitió encubrir las evidentes violaciones a los artículos 41 y 134 de la Constitución durante la larga campaña promocional de Peña Nieto de la mano de Televisa –transmitida diariamente, en cadena nacional, durante cinco años–, pero que la ceguera voluntaria de los consejeros del IFE impidió que fuera sancionada. La impunidad de la corrupción electoral del dúo Peña-Televisa contó con el aval del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyos magistrados fueron convincente e ignominiosamente cooptados, para vergüenza de la máxima autoridad electoral del país y de la historia de la fallida democracia mexicana. El patrón para evadir o violar la Constitución y las leyes electorales sigue siendo el mismo. El desvío de recursos públicos, la compra y coacción del voto y el rebase del tope de gastos de campaña se ejercen con libertad y cinismo ejemplares ante la mirada ausente y cómplice del IFE y del Tribunal Electoral. Cuatro de los siete magistrados del TEPJF están de plácemes por haber extendido su permanencia en el cargo entre dos y cuatro años más, con el aval de la Suprema Corte. Seguramente, su gratitud hacia el gobierno y su partido también será suprema, lo cual pone en duda la imparcialidad que debiera normar sus sentencias inatacables. La solidez jurídica –y presupuestal– de las instituciones electorales del país, la realización de comicios en paz, con pluralidad de opciones, participación ciudadana y alternancia en los Ejecutivos federal y estatales, conviven con la cultura política de la trampa y el cinismo impunes. ¿Prevalecerá la podredumbre electoral en 2018? Este análisis se publicó en la edición 2124 de la revista Proceso del 16 de julio de 2017.
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