Formalmente, Desarrollo de Medios, la razón social que edita La Jornada,
es una sociedad anónima de capital variable. Hace más de tres décadas,
cuando se planeaba el lanzamiento de este diario, se decidió recurrir a
esa figura, con un acta constitutiva y unos estatutos singulares, como
una forma de garantizar la vida democrática en el proyecto informativo e
impedir que intereses externos intervinieran en su línea editorial. Aún
estaban frescas (1984) las amargas experiencias de Excélsior,
cuya cooperativa fue infiltrada por el régimen de Echeverría para dar un
golpe de mano al modelo de periodismo crítico que encabezaba Julio
Scherer, y del unomásuno, en el que la concentración accionaria en manos del director general desvirtuó los lineamientos iniciales de ese periódico.
Con esos antecedentes, los fundadores de La Jornada idearon
un sistema en el que el grueso del capital estuviera disperso en miles
de pequeños accionistas sin voz ni voto en las asambleas (alrededor de
160 accionistas comunes) y en el que el control efectivo quedara en
manos del núcleo de periodistas y colaboradores originales (ordinarios),
ninguno de los cuales podría poseer más de un paquete accionario. Así
pues, este diario pertenece a miles de personas y a nadie en particular,
y en las más de tres décadas transcurridas desde su fundación tal
sistema de candados ha permitido que el grupo fundador –que ha tenido
bajas por salida voluntaria o por fallecimiento, así como nuevas
incorporaciones, incluso de trabajadores sindicalizados– mantenga la
línea editorial primigenia y que ningún consejo de administración pueda
imponerse a las decisiones periodísticas.
Se quería un periódico que diera información y análisis a una
sociedad que estaba sedienta de ambas cosas; se pretendía, ya por
entonces, visibilizar (aunque tal expresión aún no existiera o no se
hubiera puesto de moda) a los actores sociales que no aparecían en el
panorama informativo habitual (movimientos sindicales, agrarios,
sociales y políticos, procesos artísticos, intelectuales y académicos,
entre otros); se buscaba, además, establecer una fuente de trabajo digno
para todos los que participaban en la producción del periódico. Lo que a
nadie se le pasó por la cabeza fue el objetivo de negocio: La Jornada siempre ha tratado, no siempre con éxito, de hacer dinero para informar, pero no ha buscado informar para hacer dinero.
Por ello, la empresa editora no ha repartido nunca utilidades a
ningún accionista. Las ganancias, cuando las ha habido, se han
invertido en la adquisición de activos y, sobre todo, en el mejoramiento
de las condiciones salariales y laborales. Ello explica el hecho de que
se haya conformado en este periódico un contrato colectivo que
probablemente no tenga igual en el país en lo que se refiere a
beneficios para los trabajadores.
De unos años a la fecha, sin embargo, la crisis financiera por la que
atraviesan los medios informativos tradicionales (particularmente los
impresos) en México y en el mundo, se ha hecho sentir en La Jornada.
A ello se sumaron dificultades de cobranza que en el contexto de
estancamiento económico nacional no son exclusivas de este diario. Para
encajar esas tendencias, la administración del periódico fue realizando
año tras año ajustes y reducciones en distintos rubros y sacrificando
incluso sus perspectivas de crecimiento, con el fin de mantener intactos
los salarios, mantener en un mínimo las reducciones a las prestaciones
del personal y evitar un despido masivo. De esa forma, la nómina y los
pagos de personal fueron consumiendo una porción cada vez mayor de los
ingresos, hasta que se llegó a un punto en que ocuparon más de 90 por
ciento, y eso colocaba a Demos y a La Jornada en la perspectiva
de una rápida bancarrota. Se hizo necesario, entonces, apelar a la
comprensión de los trabajadores sindicalizados para eliminar casi todas
las prestaciones que no estuvieran previstas en la Ley Federal del
Trabajo.
Ante el conato de huelga (en menos de 72 horas fue declarada
inexistente e ilegal) emprendido el 30 de junio por la dirigencia y un
sector del Sindicato Independiente de Trabajadores de La Jornada,
algunos han querido ver, por desconocimiento o por mala fe, un
conflicto entre el capital y el trabajo; otros han inventado que hay en La Jornada
directivos privilegiados que, con tal de mantener condiciones de vida
supuestamente principescas, decidieron sacrificar a los trabajadores, y
no ha faltado quien llame
esquirolesa quienes nos mantenemos fieles a los principios y propósitos que hace casi 33 años dieron vida a este periódico. Pero, sobre todo, ha habido una oleada de expresiones de simpatía y solidaridad que ameritan, además de agradecimiento, el compromiso de mantener viva a La Jornada.
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