Cristina Pacheco
La Jornada
I
Nuestros muebles están en una bodega. Mañana, antes de irnos, quitaremos el letrero de
Se alquilan cuartos a mujeres solas. La casa de huéspedes ya no rinde y el negocio se ha vuelto peligroso. Como está la situación, uno, sin saberlo, puede estar tratando lo mismo con un secuestrador que con un asesino o un maniático.
Otro motivo para cerrar la casa es que Graciela y yo estamos cansadas
después de tantos años en esto. Tener la pensión al centavo es difícil,
pero menos que el trato con las personas. Hay que darles gusto,
respetar sus manías y mantenerse prevenido por si se enferman o mueren.
Tuvimos suerte: sólo una pensionista se nos murió, pero en la calle: la
atropelló un camión.
Casi todas nuestras huéspedes han sido de provincia. Salvo dos o tres
que nos causaron problemitas, con las demás llegamos a tener cierto
grado de amistad; a pesar de eso jamás volvieron a comunicarse. ¡Ni
modo! Sólo el caso de Feli nos ha dolido. Ella se fue como si huyera de
alguien, dejándonos su ropa, sus libros y el dichoso baúl.
II
Fue una de nuestras primeras huéspedes. Su nombre
completo es (o era) Felícitas García Correa; para nosotras, Feli era
algo retraída pero muy amable. Pocas veces se disgustó con nosotras y
siempre porque habíamos movido su baúl para barrer debajo de su cama.
No recuerdo bien los rasgos de Feli, pero sí que era de estatura
regular y delgada. Al paso de los años se hizo enjuta y chaparrita. Su
carácter también cambió: se volvió nerviosa, impaciente, pero no con
nosotras, sino en general.
Parece que fue ayer cuando Feli llegó aquí y dijo que le interesaba
alquilar un cuarto. La invité a recorrer la casa y enseguida se enamoró
de la recámara más reducida, la 4, porque tenía muy buena luz. Me
pareció distraída cuando le expliqué las condiciones del trato: por la
mensualidad tendría derecho al desayuno y la comida; no servíamos cena,
ni dábamos servicio de lavado y planchado.
Feli me interrumpió: le importaba saber quién iba a ocuparse del aseo
de su cuatro. Le dije que Graciela o yo lo haríamos dos veces por
semana.
Pero que no sea en sábados ni en domingos: los dedico a mi trabajo, aclaró. ¡Perfecto! Los fines de semana Graciela y yo salíamos a hacer las compras. De acuerdo en todo, Feli me dio un pequeño adelanto para asegurarse el cuarto y prometió volver apenas recogiera sus cosas.
Las tenía en una casa que ella y su sobrina Mónica alquilaban en
Puebla. La muchacha iba a casarse y no quería ser un estorbo para el
matrimonio. Además, un médico amigo de su familia le había ofrecido
trabajo como recepcionista en su consultorio durante los meses que
tardaría en regresar su antigua empleada. Dadas las circunstancias, lo
más prudente era alojarse en una casa de huéspedes.
III
Una semana después de que nos conocimos, Feli reapareció
con una maleta, tres cajas de libros y un baúl. Ese fue el problema: el
cuarto era muy reducido y no había dónde ponerlo. Sugerí el corredor.
Feli prefirió que lo metiéramos debajo de su cama. Mientras Graciela y
yo lo acomodábamos, la nueva huésped nos pidió que por ningún motivo
fuéramos a sacarlo de allí.
¿Guarda un tesoro?, le pregunté en broma:
No, pero algo así.
Esa respuesta despertó nuestra curiosidad y en la noche, mientras
espulgábamos las lentejas, Graciela se puso a imaginar qué contendría el
dichoso baúl como para que su dueña nos prohibiera tocarlo. Pensó en
mil cosas, hasta en restos humanos. Los descarté. Feli podía ser todo,
menos asesina.
IV
Uno pone y Dios dispone. La recepcionista del doctor
Martínez no regresó en el plazo fijado y Feli se quedó a trabajar con él
por más de once años. Salía de la casa tempranito y regresaba como a
las siete de la noche, a veces con un paquete envuelto en papel de
estraza. Apresurada se iba a su cuarto y mantenía la luz encendida hasta
muy tarde.
Graciela se dio cuenta y se propuso preguntarle a Feli,
discretamente, qué tanto hacía por las noches. Se lo prohibí. Los
huéspedes (ya para entonces alojábamos a dos estudiantes de
arquitectura) podían hacer en sus cuartos lo que quisieran, menos
recibir hombres, instalar hornillas o traer mascotas.
V
Ocurrió un lunes hace cinco años. Eran las once de la
mañana y Feli aún no se presentaba en el comedor. Pensé que estaría
enferma y fui a ver. La noté alterada. Le pregunté qué pasaba. Dijo que
tenía que irse de inmediato.
¿A dónde?Sin responderme, sa
lió de prisa. Fui tras ella:
¿Cuándo volverá?Agitó la cabeza. “¿Y sus cosas… el baúl?” Se volvió a mirarme con una expresión muy extraña y se fue.
Desde entonces no hemos sabido nada de Feli. Sus cosas permanecen en
el cuarto y debajo de la cama el baúl. Por temor, jamás, ni Graciela ni
yo nos hemos atrevido a tocarlo. Mañana, cuando nos vayamos, lo
dejaremos donde siempre ha estado. Los nuevos ocupantes de la casa
sabrán lo que contiene.
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