Hoy empieza
oficialmente a funcionar el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), no
porque todo esté listo para ello, sino porque terminó el plazo legal
definido hace un año, en un contexto de exasperación social por la
opacidad, la discrecionalidad y la falta de rendición de cuentas en el
manejo de los recursos públicos. En ese lapso, las instituciones
políticas del país respondieron con el establecimiento de ese sistema,
para lo cual fue necesario modificar siete leyes federales y crear
nuevas dependencias, como la Fiscalía Anticorrupción, un consejo
consultivo y un secretariado técnico, a las cuales se agregaron los ya
existentes Comité de Participación Ciudadana, la Auditoría Superior de
la Federación (ASF), la Secretaría de la Función Pública (SFP), el
Tribunal de Justicia Administrativa, el Consejo de la Judicatura Federal
y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y
Protección de Datos Personales (Inai).
Sin embargo, la Fiscalía Anticorrupción aún sigue acéfala debido a
que el Senado no ha logrado designar a su titular; no se ha aprobado la
Ley General de Archivos, prevista como parte del sistema; los sistemas
locales anticorrupción no han sido creados en la mayor parte de las
entidades federativas, y no se han emitido los nombramientos para 18
magistrados del Tribunal de Justicia Administrativa, que deberían
encargarse de juzgar casos graves de corrupción. Por lo demás, aunque a
partir de hoy la presentación de declaraciones patrimonial y de
intereses tendría que ser obligatoria para todo funcionario público y
para todo individuo que haga negocios con el gobierno, a la fecha no
existen los formatos necesarios para ello.
Tal es el arranque de un aparato burocrático creado por la
presión de algunas cúpulas sectoriales –la empresarial, notablemente–,
pero sin participación de la sociedad y, hasta donde puede verse, sin un
compromiso claro con la transparencia y el principio de rendición de
cuentas. En tales circunstancias, el SNA cuesta ya una buena cantidad
a los bolsillos de los contribuyentes y promete agregar nuevos pasajes a
la tramitología administrativa, pero su funcionalidad como instrumento
de fiscalización social y de transparencia administrativa resulta cuando
menos incierta.
Este conjunto de instancias y procedimientos nace con un déficit de
credibilidad, no sólo por la falta de seriedad y de compromiso de las
instituciones involucradas en su gestación, sino también porque algunas
de ellas, como la SFP y el Inai, carecen de capacidades reales para
llevar a cabo la tarea de fiscalización y el ejercicio de transparencia
que constituyen sus objetivos oficiales.
Si las deficiencias y carencias referidas condenan al SNA a una ruta
de inicio de operaciones poco clara y hasta inverosímil, un lastre
adicional es la percepción general de un aparato gubernamental tocado
por la corrupción, pero carente de la voluntad política para combatirlo.
En tales circunstancias, y aun suponiendo que el SNA lograra
ensamblar a corto plazo las piezas que le hacen falta, su primera tarea
sería remontar el escepticismo ciudadano que rodea su surgimiento y
ganarse la autoridad y la credibilidad con acciones contundentes e
independencia efectiva de los poderes políticos y fácticos.
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