El Consejo Universitario de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) aprobó un presupuesto de 43 mil 196 millones de pesos para 2018, sólo 0.7 por ciento por encima del precedente. La suma referida se compone de los 38 mil 300 millones 400 mil pesos que fueron aprobados por la Cámara de Diputados –un incremento de 0.5 por ciento con respecto a 2017– más 4 mil 895 millones de pesos de ingresos propios, obtenidos por la prestación de servicios a entidades públicas y a la iniciativa privada.
En términos nominales, ese incremento presupuestal de medio punto resulta del todo insuficiente para hacer frente a las necesidades de la máxima casa de estudios, como lo señaló el rector Enrique Graue, quien dijo que la afectación será particularmente acentuada en las áreas de investigación. Pero si se considera la elevada inflación experimentada por la economía en el año que está por terminar –6.63 por ciento entre enero y noviembre–, la relación real entre ambos presupuestos es una reducción de casi 6 por ciento.
Así pues, los fondos destinados a la UNAM han sido sometidos en los hechos a un recorte injustificable, y la situación en otras instituciones públicas de educación superior es aún peor.
Incluso si se dejara de lado la necesidad de satisfacer la demanda de carreras universitarias por parte de cientos de miles de jóvenes, y para la cual el número de plazas es dolorosamente insuficiente, resulta claro que el año entrante las actividades académicas en sus dimensiones actuales, la investigación y la difusión de la cultura enfrentarán una situación financiera deficitaria. Y si se considera que una media docena de universidades públicas cierran este 2017 en circunstancias de asfixia monetaria, el panorama para 2018 se agravará de manera inevitable.
El hecho de que el país sacrifique la educación superior es inaceptable por muchas razones: porque la enseñanza universitaria resulta crucial para el desarrollo de México; porque representa el único reducto para los jóvenes en una economía que les cierra las puertas y ante una delincuencia organizada que se las abre; no menos importante, si no hay profesionistas en cantidad suficiente y con el nivel adecuado, si no hay investigación científica, tecnológica y humanística en las modalidades requeridas y si se opera una reducción de las actividades de extensión y difusión, culturales y deportivas que ofrecen las universidades públicas, el país no puede estar en condiciones de resolver sus más acuciantes problemas sociales, económicos y políticos.
Es preciso insistir en la urgencia de abandonar un modelo de supuesto desarrollo que achica en forma sistemática la presencia y el protagonismo de la educación pública en todos sus niveles y que progresivamente se desentiende de la tarea de la enseñanza para dejarla en manos de la iniciativa privada. En lo inmediato, debe restituirse la capacidad de gasto de las universidades del Estado mediante negociaciones y acuerdos coyunturales en el seno del Legislativo y mediante iniciativas del Ejecutivo. De otra manera, más temprano que tarde todos los ámbitos nacionales lamentarán el debilitamiento de las universidades públicas, empezando por la UNAM.
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