El caso de la mencionada fundación creada por Anaya Cortés, cuyo
entramado fue desmontado en el reportaje de Álvaro Delgado, en la
edición 2153 del semanario Proceso, que actualmente está en circulación, puede encajar en una variedad de fórmulas dignas de destacar en un corrupcionario.
Un terreno -de alta plusvalía, por el cambio de uso de suelo que
autoriza el gobierno a la zona a la que dirige sus obras de
infraestructura- propiedad de los queretanos, se desincorporó de los
bienes públicos; lo adquirió la fundación en comento. Ahí, con dinero de
procedencia no explicada (y quizás inexplicable) se construyó un
edificio que posteriormente se vendió con notable ganancia.
Triangulaciones, socios de la fundación y comprador final, en relación
evidente.
Aunque el precandidato presidencial de la alianza “Por México al
Frente” fue consultado al respecto, no pudo articular respuesta, y ya
publicado el reportaje, emitió un comunicado que, sin embargo, no aclara
lo sustancial de la revelación. Pero pretende sembrar la duda sobre el
trabajo periodístico: “la guerra sucia no nos va a detener”.
Justificación falaz, cada vez que los políticos y gobernantes son
sorprendidos en un acto irregular que deviene escándalo, acusan
persecución, “guerra sucia”, venganza… Sus huestes, suelen atacar la
publicación y al periodista; y, ante todo, evadir la acción de la
justicia politizándolo todo. En el caso de Anaya, no era para esperar
menos, dado que este asunto toca la parte medular de su discurso: la
corrupción.
Ricardo Anaya ha intentado aparecer limpio, transparente y no ha
dudado en mentir para hacerlo como ocurrió con el juicio por derecho de
réplica contra El Universal, que publicó la riqueza
inmobiliaria del panista y su familia. El hoy precandidato dijo que un
juzgado declaró que lo publicado era una “vulgar mentira”, cuando en
realidad la sentencia sólo ordenaba -y sin ser última instancia- que el
diario le concediera derecho de réplica.
Ya precandidato, se montó en los reclamos al gobierno federal del
gobernador de Chihuahua, Javier Corral, quien se dijo castigado con
escamoteo de recursos por la investigación sobre el exgobernador César
Duarte. Un asunto rentable, que justo el fin de semana concluyó con un
acuerdo desaseado que compromete justicia por dinero sin importar
órdenes de gobierno ni división de poderes.
En otro episodio, Anaya se burló de Meade, por haberse reunido con
Gabriel Mendicutti, exfuncionario del gobierno de Roberto Borge, pero le
pasó lo mismo y en el mismo lugar, Quintana Roo, con Juan Melquiades
Vergara, en lo que ya parece un intrincado juego de uso político de la
justicia por ambos bandos.
Todo esto ocurre en un contexto marcado por la sangría del PAN, del
que salen candidatos independientes o se pasan al PRI y, señaladamente a
Morena, con los dos expresidentes surgidos de sus filas y tres
exdirigentes nacionales en contra, que le atribuyen traición,
inmoralidad política e inclusive corrupción. Crisis en su postulación,
crisis en su discurso.
De ahí que lo publicado por Proceso, con sentido
periodístico y por interés público, sea tan relevante para Ricardo
Anaya, que lejos de explicar acusa, siembra la sospecha, se duele de
“guerra sucia”. Porque el reportaje y la reacción que ha tenido, lo
exhiben en su justa dimensión: se trata de un político menor, un
político bisnero.
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