La Jornada
El secretario general
de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (Unicach), Ricardo
Paniagua Rodas, anunció ayer en un boletín interno que esa institución
no entregará al titular de la Defensa Nacional-, general Salvador
Cienfuegos Zaragoza, el doctorado honoris causa que el Consejo
Universitario había decidido otorgarle. Cabe recordar que el anuncio de
esa distinción al jerarca militar provocó un acentuado malestar en la
comunidad de la Unicach y fue severamente criticado por organizaciones
civiles de derechos humanos.
Entre otras señales de protesta, la académica Mercedes Olivera y el
fundador y primer rector de la Unicach, Andrés Fábregas Puig,
renunciaron a los doctorados honoris causa que habían recibido
de la institución años atrás. Los inconformes adujeron que el perfil de
Cienfuegos Zaragoza no ameritaba la distinción académica y echaron en
cara el largo historial de violaciones a los derechos humanos cometidas
por militares en Chiapas y otras entidades, tanto en tareas de
contrainsurgencia como en el combate a la delincuencia organizada.
El episodio es lamentable por donde quiera que se le vea. En primer
lugar, resulta sorprendente –por decir lo menos– la falta de criterio de
los integrantes del Consejo Universitario que propusieron y aprobaron
el reconocimiento sin tener en mente los riesgos que la decisión
implicaba, tanto para el prestigio de la universidad misma como para el
propio secretario de la Defensa, quien fue expuesto en forma innecesaria
a un alud de críticas y descalificaciones.
Por otra parte, el fallido otorgamiento del doctorado permite
asomarse a la gravísima fractura que se ha generado entre las fuerzas
armadas y diversos sectores de la sociedad debido a la determinación de
los gobernantes civiles de asignar a los uniformados tareas
cuestionables, como la estrategia contrainsurgente aplicada en Chiapas
desde el sexenio de Ernesto Zedillo, que llevó a la formación de grupos
paramilitares armados y entrenados por efectivos castrenses y a
tragedias como la masacre de Acteal y un sinnúmero de atropellos a las
garantías y libertades de la población tras el alzamiento zapatista de
1994.
Posteriormente, desde las postrimerías del gobierno de Vicente
Fox, y en forma más sostenida e irresponsable durante el de Felipe
Calderón, el Ejército y la Marina fueron empleados como principal
instrumento de una política de seguridad pública a todas luces
equivocada, fallida y costosísima en pérdidas de vidas, desapariciones,
desplazamiento de núcleos de población y destrucción del tejido social.
Esa política, que en términos generales no ha variado durante el sexenio
que está por terminar, erosionó severamente la imagen de las
instituciones armadas entre los civiles y, particularmente, en los
ámbitos universitarios.
En este contexto era plenamente predecible que el otorgar la
distinción académica referida al secretario de la Defensa generaría
protestas, reviviría acusaciones nunca resueltas y produciría
cuestionamientos a granel, tanto a la entidad otorgante como al
homenajeado. En suma, flaco favor le hizo el Consejo Universitario de la
Unicach al general Cienfuegos Zaragoza.
Si algo puede rescatarse de este capítulo deplorable es la necesidad
urgente de reformular de manera radical la estrategia de seguridad
pública oficial, no sólo porque con su aplicación empecinada el país se
ha visto arrastrado a un baño de sangre que dura ya más de 11 años, sino
también porque es necesario empezar a revertir el daño que se ha
infligido a las instituciones militares por el afán de emplearlas en
funciones de policía. Está en manos de la Suprema Corte de Justicia de
la Nación la facultad de iniciar esta reformulación impostergable, toda
vez que le corresponde pronunciarse sobre la constitucionalidad o
inconstitucionalidad de la peligrosa y cuestionada Ley de Seguridad
Interior, la cual busca perpetuar los extravíos actuales y pasados del
poder público en materia de combate a la delincuencia y regularizar la
persistente distorsión de las encomiendas que la Carta Magna asigna a
las fuerzas armadas.
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