No sólo porque el mandatario estadounidense concibe la lucha contra
las drogas como una guerra que tiene uno de sus principales escenarios
en la frontera con México, sino porque varios funcionarios clave del
área de seguridad y justicia están en las antípodas de la política
antidrogas que propone López Obrador.
El futuro presidente mexicano es partidario de enfrentar el tema con
un enfoque preventivo, de salud pública y con elementos de la justicia
restaurativa.
Esto debe sonarles a claudicación a Trump y sus “halcones”, quienes
insisten en mantener la fallida estrategia contra los estupefacientes
que lanzó hace más de medio siglo el presidente Richard Nixon –la cual
pone el acento en la represión– y cuyos resultados son decepcionantes:
no ha logrado reducir ni el consumo ni la producción de drogas.
Al contrario, Estados Unidos sigue siendo el principal consumidor
mundial de estupefacientes, no solo de los tradicionales, como
mariguana, cocaína y heroína, sino de una amplia variedad de drogas de
diseño que se pueden fabricar en casa y de productos químicos como el
oxicodona, un opiáceo sintético producido mayoritariamente en China.
En contraste con la flexibilidad que mostró el presidente Barack
Obama para al menos debatir a nivel hemisférico la conveniencia de
mantener políticas antidrogas represivas y prohibicionistas que han
agravado el problema del consumo y han causado varios miles de muertos
en México, Colombia y Centroamérica, Trump propone más mano dura para
enfrentar el problema.
En marzo pasado, planteó incluso aplicar la pena de muerte a los
traficantes de drogas y aseguró en todo épico: “Ganaré esta batalla”.
Pero la guerra contra las drogas ya demostró suficientemente su fracaso.
En México, Felipe Calderón, el presidente que le declaró la guerra al
narcotráfico, la perdió de manera incontrovertible. Durante su sexenio
(2006-2012), los homicidios aumentaron en 102 por ciento con relación al
de su predecesor, Vicente Fox, y los cárteles de la droga alcanzaron un
control territorial sin precedentes.
Y luego de que Calderón perdió la guerra, y de que dejó un país con
121,613 muertos y 24,956 desaparecidos –según el Registro Nacional de
Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED)–, Enrique Peña
Nieto mantuvo la misma estrategia.
El resultado es que en los dos últimos sexenios se han producido
257,556 homicidios, uno cada 25 minutos en promedio, según cifras del
Inegi y del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
El fenómeno que los dos últimos presidentes de México se propusieron
combatir con mano dura y con tropas del Ejército y la Marina en las
calles se agravó y ubicó el fenómeno de la violencia como el de mayor
preocupación para los mexicanos.
Esa estrategia contó con todo el respaldo de Estados Unidos y de sus
agencias de seguridad, que tuvieron un protagonismo sin precedente en
México, aunque no siempre transparente frente a la opinión pública.
Ahora que López Obrador propone ensayar políticas diferentes contra
las drogas y alienta un debate nacional para buscar enfoques que logren
reducir la violencia, Washington se ha mostrado entre escéptico,
cauteloso y renuente a respaldar la nueva estrategia.
La próxima secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, ha dicho
que para lograr la paz en México es necesario considerar una ley de
amnistía para campesinos dedicados a los cultivos ilícitos, reducción de
penas a los narcotraficantes que se sometan a la justicia, reparación
integral a las víctimas y la despenalización de drogas como la mariguana
y la amapola.
En julio pasado, la vocera de la Casa Blanca, Sarah Huckabee Sanders,
dijo que el gobierno de Trump no apoyaría “la legalización de todas las
drogas en ningún lugar” ni nada “que pudiera permitir que más drogas
entraran en nuestro país”.
El año pasado, en Estados Unidos murieron por sobredosis de drogas
63,600 personas, el 66 por ciento de ellas por el consumo de opiáceos
que no sólo llegan desde México, Colombia y Asia, sino también se
adquieren en las farmacias de ese país.
El año pasado, las farmacias estadounidenses distribuyeron 11,200
millones de pastillas con contenido de opioides que se utilizan para el
tratamiento del dolor pero a las cuales son adictos millones de
estadounidenses.
Un estudio de Jama Psychiatry reveló que el 75 por ciento de los
heroinómanos en Estados Unidos empezaron con esos analgésicos opioides.
La respuesta de la administración Trump ha sido más mano dura. El
fiscal general, Jeff Sessions, ha pedido a los fiscales pedir la pena de
muerte para las personas vinculadas con el tráfico de drogas “cuando
corresponda”, lo que es rechazado por defensores de derechos humanos y
libertades civiles.
Trump ha elogiado la estrategia antidrogas del presidente filipino
Rodrigo Duterte, quien según denuncias de organismos humanitarios ha
matado personalmente a presuntos traficantes de estupefacientes.
Y una de las razones que expone el presidente de Estados Unidos para
justificar la construcción del muro en la frontera con México es que
“detendrá” el flujo de drogas a ese país.
Es evidente que las políticas alternativas de seguridad que busca
implementar López Obrador se perfilan como un elemento de tensión en las
relaciones México-Estados Unidos.
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