León Bendesky
La forma usual en que se tratan las crisis económicas, tanto sus orígenes como sus consecuencias, debe ser revisada seriamente.
Los políticos, académicos, analistas y medios suelen tratarlas como
situaciones puntuales, sobre las que centran su atención cuando ocurren
y, muy pronto, las arrinconan como si el paso del tiempo las superara y
los indicadores de una recuperación, aunque sea leve, fuesen suficientes
para pasar a otras cosas más cómodas o rentables.
En México tenemos varios ejemplos de esto desde las crisis de los
años 1980 hasta la de gran dimensión, como fue la de 2008 y de la cual
se recuerda ahora el décimo aniversario. El caso es que cada una deja
una marca.
Tras la caída de la actividad económica (medida como el producto
interno bruto) que provoca una crisis, ésta tiende a recuperarse,
incluso por efecto de rebote estadístico y se le trata como una
superación. Lo mismo ocurre con los precios de los artículos de consumo,
acciones y bonos, bienes raíces, tasas de interés y tipo de cambio. Se
expresa también en la ocupación de la fuerza de trabajo.
Las crisis son recurrentes y manifiestan el movimiento cíclico de las
variables económicas. Este hecho no debe ocultar, sin embargo, el
asunto primordial de las repercusiones sociales que permanecen
subsumidas en la discusión y sólo reaparecen de modo puntual cuando los
indicadores oficiales se publican periódicamente.
Los individuos y las familias resienten el impacto de una crisis,
tanto en el flujo de sus ingresos como en su patrimonio y la manera en
la que se
recuperanno es evidente, ni pareja y no se expresa fehacientemente en los indicadores económicos y financieros que comúnmente se utilizan.
En todo esto tiene un papel relevante la forma en la que se compone
cíclicamente la deuda que contraen las familias, el acervo que se
acumula y los flujos de pago que exige.
En el caso del empleo, o la ocupación como se mide en las encuestas,
es necesario atender al salario, por supuesto, pero también a las
condiciones de formalidad, duración y la precariedad de los trabajos
disponibles. El conjunto de las oportunidades para distintos grupos de
la población se recompone con las crisis y no de manera equitativa.
Abarca cuestiones patrimoniales y el amplio espectro de los servicios
sociales.
Una de las cuestiones que ha recibido atención, sobre todo luego de
la crisis de 2008 es la expansión de la desigualdad económica. Los
beneficios de la recuperación, conforme los criterios con los que se
mide, indican que ésta tiende a concentrarse especialmente en los
estratos de mayor ingreso, en los precios de las acciones y de las
propiedades inmobiliarias y con un aumento de la deuda privada y
pública.
No es casual que 10 años después se sigan debatiendo y analizando las
causas y las consecuencias de la crisis de 2008; entre ambas, por
cierto, no hay una relación unívoca, pero sí tendencias observables.
Fue, en efecto, un fenómeno de gran envergadura. Lo que se discute
hoy sucede a la sombra de los excesos que la generaron y que han sido
sometidos en muchos casos de modo más bien cosmético. La especulación
extrema es predominante con todo lo que entraña.
Tal debate se da igualmente a la sombra de una nueva crisis que se
vislumbra en las condiciones de los mercados: en la producción y el
financiamiento, en la estructura monopólica que los caracteriza y en las
políticas económicas que se imponen a escala global, como el nuevo
proteccionismo.
De modo paralelo, las tendencias que se observan como derivación de
la crisis apuntan a un entorno político y social muy inestable. En
Europa se da con un retorno nacionalista y xenófobo. Ahí están los casos
ostensibles de Hungría, Polonia e Italia y el resurgimiento de los
partidos y movimientos de ultraderecha en Alemania, Austria y Suecia.
Todos ellos de corte racista, antigitanos, antimusulmanes, antisemitas y
antinmigrantes o cualquier otra minoría.
Esto ocurre, sí, en plena Europa, que enfrenta presiones de
desintegración política, social y económica. Estas tensiones parecían
haberse contenido luego de 1945 y 1989. Ocurre en Estados Unidos donde,
como advirtió recientemente el ex presidente Barack Obama, la elección
de Donald Trump es el síntoma, que no la causa, de la división social en
aquel país. Los efectos pueden reconocerse en México con las recientes
elecciones.
Las crisis son, finalmente, de naturaleza social, no pueden
restringirse al ámbito de la economía, de los indicadores de los
mercados y del sempiterno trato que se hace de la confianza de los
inversionistas como una exigencia y a la vez una muestra de las
condiciones políticas.
El caso es que el impacto complejo de una crisis, como la de 2008,
tiene que ser asumido precisamente en términos políticos. Ahí está una
muestra clave del déficit de una sociedad que aún pretende ser global.
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