Durante su estancia
en París como embajador de México ante la Organización de Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) entre 1977 y
1979, Luis Echeverría abrió las puertas de su biblioteca personal al
público. El ex presidente había rentado el primer piso de un edificio
moderno en la arbolada avenida de Breteuil, atrás del Palacio de los
Inválidos, donde se encuentra la tumba de Napoleón. El piso contaba con
dos amplios departamentos, uno convertido en su domicilio privado, el
otro en oficinas y biblioteca. Dos estudios fueron reservados a alojar
de manera temporal a invitados suyos, en su calidad de periodistas,
investigadores o asistentes.
La biblioteca era frecuentada sobre todo cuando Echeverría se hallaba
presente. Desfilaban por ella muchos turistas mexicanos, sin duda
curiosos de conocer al ex presidente de cerca o de obtener de él algún
favor, un puesto, una prebenda. No sé si algunos lograron algo más que
aproximarse al espejismo del poder que Echeverría sabía hacer exhalar de
su persona, convertido por ellos en un monumento semejante a la torre
Eiffel o al Louvre. En todo caso, el turismo parisiense de sus
visitantes se reducía al de su biblioteca. ‘‘Estamos dedicados al
estudio”, repetía a unos y otros, proponiéndoles escuchar la lectura de
algún autor escogido al azar. En ocasiones, invitaba a alguna persona a
platicar en una pequeña oficina durante unos momentos más o menos
breves.
Aparte de los turistas atrapados durante el vuelo de México a París,
mientras ‘‘estiraba la piernas” en los pasillos del avión, llegaban a la
biblioteca algunos estudiantes. Su personal, en esas oficinas se
reducía a una secretaria particular, una chica que se encargaba de hacer
el resumen diario de la prensa mexicana, futura diplomática entonces
estudiante, y dos militares. En ocasiones, se agregaban al grupo uno u
otro experto, ocupados en prepararle sus discursos.
Echeverría era capaz de permanecer inmóvil, sentado en un sillón de
su biblioteca, en apariencia escuchando con atención la lectura de una
novela, un ensayo sobre la pintura o un estudio económico, escondido
tras sus anteojos opacos que ocultaban sus ojos.
Imposible saber si tenía o no los párpados abiertos, si dormitaba o estaba despierto.
En las oficinas y el departamento reinaba un ambiente al parecer
jovial, en realidad de temor. Incluso los visitantes esporádicos caían
en ese perturbador sentimiento de miedo. Quienes trabajaban en forma
directa con Luis Echeverría llegaban a extremos de turbación pánica,
como si él fuese capaz de inocular a su alrededor un desasosiego
creciente. Dudé de su cordura en algún momento.
Algunas veces, discutí con Cuevas de dónde podía provenir ese
angustiante sentimiento que, para su fortuna, José Luis sabía exorcizar
con sus imitaciones de Echeverría y la consecuente risa.
Curiosa del enigma que representa el poder, platiqué con el ex
presidente muchas veces durante su estancia en París. Me preguntó en una
o dos ocasiones qué buscaba obtener de él. No podía imaginar, hombre de
poder, que alguien no buscase el poder.
Una noche, a solas con él en su departamento, sentados a una mesa de
espesa y sólida madera, sintiéndome en confianza, le pregunté, después
de un silencio, quién dio la orden de la matanza del 2 de octubre en
Tlatelolco.
Lo vi levantarse bruscamente de su silla y caminar de un lado a otro
de la pieza, mudo, agitado. Busqué con la mirada con qué defenderme
viendo el grosor, la fuerza, de sus manos. Después de unos minutos
eternos, volvió a su silla y dio un puñetazo en la mesa. Hizo cimbrar la
madera. Dejé de pensar. Se quedó viéndome y me dijo: ‘‘Sentiste miedo,
¿eh? Mira, durante los 12 años que trabajé bajo las órdenes de Díaz
Ordaz, como subsecretario y secretario de Gobernación, yo viví ese
miedo”. Después soltó una risa amarga de burla quién sabe de qué.
Comprendí, entonces, que si Echeverría propagaba el miedo era porque
él lo había vivido. El poder es una enfermedad que puede volver loco.
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