Hernán Gómez Bruera
Uno de los elementos comunes a los distintos movimientos anti sistema
que han surgido a nivel mundial es el daño que ha hecho a las democracias el que la opinión y sentir de los ciudadanos sea sustituido por el saber de expertos por los que nadie votó y raramente son llamados a cuentas.
La visión tecnocrática se caracteriza por una fe ciega en su habilidad y conocimiento. Llevada al extremo, la tecnocracia es lo opuesto a la democracia en
tanto plantea que el bien común puede identificarse objetivamente con
base en saberes especializados. Frente a este poder —y sus dogmas— no
hay cuestionamiento que valga y la participación de la sociedad carece
de valor.
Precisamente uno de los principales vicios de las democracias contemporáneas tiene que ver con eso que la politóloga italiana Nadia Urbinatti llama “la democracia impolítica”,
que no es otra cosa que el gobierno delegado a los expertos; uno donde
se considera que los ciudadanos “no saben”, “no entienden”, no pueden
opinar y tampoco decidir más allá de por quién votar cada cierto periodo
de tiempo.
“No tenemos que consultar a los indígenas sobre la
apertura de una mina en su territorio porque nada saben sobre extracción
de metales del subsuelo”, parodiaba hace unos días José Merino en una fiel caricatura del pensamiento tecnocrático que niega la participación democrática, y bien aplica a la discusión del nuevo aeropuerto.
Hoy que podríamos estar frente a los estertores de esa tecnocracia que se instaló en México desde el salinismo, valdría la pena cuestionar —y decidirnos a combatir— al menos tres de sus legados más nefastos:
1) La trampa del “gestor neutral”. En Sospechosos Comunes,
el personaje que protagoniza Kevin Spacey dice: “el mejor truco del
diablo fue convencer al mundo de que no existía”. En esa misma línea se
puede afirmar que la mejor jugada del neoliberalismo fue convencer al
mundo de que su ideología no existía, que estábamos ante una ciencia
rigurosa.
2) La exclusión por la vía del lenguaje. En lugar de
explicar a la ciudadanía de manera sencilla la racionalidad de sus
decisiones, traducir conceptos y hacerlos accesibles, el tecnócrata complejiza todo
excesivamente porque allí radica su poder. En los próximos años la
función pública debe asumir que está obligada a ejercer una labor
pedagógica. En el tema del aeropuerto, por ejemplo, será fundamental traducir elementos técnicos en cuestiones que la ciudadanía sea capaz de digerir.
3) La incapacidad de bajar políticas al territorio. El
tecnócrata gobierna desde sus oficinas y no suele hacer mayor esfuerzo
por entender lo que sucede en las regiones. Por eso sus políticas
fracasan frecuentemente. En pocos terrenos se expresa esto tan bien como
en la política social, donde estamos llenos de programas que solo existen en el papel.
Las delegaciones estatales que ha propuesto el presidente electo
podrían jugar un papel clave para que el gobierno federal pueda gobernar
desde el territorio y no desde el escritorio.
Durante los últimos 30 años la tecnocracia se convirtió en una élite de Estado, transexenal y
poderosísima, que fue capaz de imponer su forma de pensar disfrazándola
de sentido común. Así logró imponer un paradigma económico exclusivo (y
excluyente), y nos hizo creer que era el único posible.
No será fácil superar los dogmas que han dominado la vida pública en
nuestro país y han sido reproducidos de forma acrítica por los medios de comunicación y la oligarquía comentocrática.
Nadie pretende prescindir del expertise y el conocimiento, sino de
colocarlos en su justa dimensión para recuperar el valor de la auténtica
política.
Investigador del Instituto Mora.
@HernanGomezB
Profesor-Investigador del Instituto Mora; analista político, internacionalista y especialista en América Latina.
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