Las últimas esclavas sexuales filipinas del ejército japonés en la II Guerra Mundial claman justicia
Visto desde fuera, los muros desteñidos del edificio de una sola
planta no desentonan ni un ápice con el ambiente de barrio venido a
menos que se respira en este arrabal de Quezón City, la urbe más poblada
de toda Filipinas. En el vano de la puerta, una perra amamanta a
sus cachorros y gruñe al visitante que, tras sortearlos ojo avizor,
accede a un espacio sobrio pero digno. Allí, entre retratos de mujeres de
rostro ajado, paneles informativos o recortes de prensa enmarcados,
aguardan dos ancianas de la organización Lila Pilipina, memoria viva de
uno de los capítulos más oscuros de la Segunda Guerra Mundial en Asia.
“Tenía 16 años”, rememora pausada Hilaria Bustamante, quien, a sus
92 primaveras, es la primera en tomar la palabra. “Una tarde, después de
trabajar en el campo, enfilé el camino de vuelta a casa. Tres soldados
japoneses me cortaron el paso y, a golpes, me forzaron a ir con ellos”.
Los militares la condujeron a uno de los barracones donde estaban
acantonadas parte de las tropas niponas que participaron en la ocupación
de Filipinas durante aquellos años, donde la encerraron junto a tres
mujeres más de entre 17 y 20 años. “De día, teníamos que lavar su ropa,
limpiar y cocinar para ellos. De noche, venían a violarnos. No había
escapatoria”. Su calvario se prolongó 15 meses.
Con su pelo cano y mirada penetrante, Bustamante es una más de las alrededor de 200.000 esclavas sexuales que
el imperio del Sol Naciente mantuvo por todo el continente para uso y
disfrute de sus huestes antes y durante la gran contienda en el
Pacífico. Apodadas eufemísticamente como “mujeres de consuelo” o
“mujeres de solaz”, la gran mayoría eran oriundas de la península
coreana, aunque también se registraron miles de casos en China,
Indonesia, Malasia, Timor, Birmania o Taiwán. En Filipinas, los
investigadores estiman que más de un millar de mujeres acabó en la red
de “estaciones de consuelo” establecidas por el archipiélago entre 1942 y
1945.
Su experiencia, mantenida en silencio durante décadas bajo el peso
de la vergüenza y la estigmatización social, pasó a ser de dominio
público en 1992, cuando la exguerrillera Rosa Henson hizo pública su
historia de abusos y violaciones. “Ver a Lola Rosa en televisión
contando lo que le pasó me dio el coraje necesario para pedir que se
hiciera justicia por el mal que me habían hecho”, cuenta por su parte
Estelita Dy, otra veterana de 88 años, en un correo. Como ella, decenas
de lolas (como se las apoda cariñosamente en este archipiélago)
encontraron en aquel testimonio la fuerza necesaria para dar un paso al
frente y compartir lo vivido.
“De día, teníamos que lavar su ropa y cocinar para ellos. De noche, venían a violarnos”.
Con el tiempo, muchas llegaron a conocerse y decidieron
fundar Lila Pilipina, un espacio de encuentro y activismo desde el que
clamar justicia para las víctimas. En la actualidad, se calcula que
quedan vivas menos de medio centenar de ellas repartidas por el país.
Aunque todas superan los 85 años, no hay visita de alto cargo japonés a
Manila, aniversario o día nacional en el que no se manifiesten
acompañadas de familiares y simpatizantes. “Siempre hemos exigido tres
cosas: que el Gobierno japonés se disculpe públicamente y reconozca a
las víctimas; que las compense como reconocimiento al daño causado; y
que dé garantías de que atrocidades como esta nunca más volverán a
repetirse”, enumera taxativa Sharon Cabusao, directora ejecutiva de la
organización.
Sin embargo, no parece que sus demandas se vayan a materializar
pronto. Históricamente, Tokio consideró a estas mujeres como simples
prostitutas que cobraban por sus servicios en unos burdeles a los que
entraban voluntariamente o de la mano de traficantes. Tras las primeras
protestas a raíz de los testimonios que fueron saliendo a la luz a
principios de los años noventa en Corea del Sur y China, el Gobierno
nipón publicó en 1993 la Declaración Kono, donde por primera vez admitía
su responsabilidad y se disculpaba, pero sin ofrecer compensaciones.
Dos años más tarde, se creó un fondo de compensación para estas mujeres a
partir de donaciones privadas, un dinero que las afectadas rechazaron
porque no provenía de las autoridades.
La situación no parece haber avanzado demasiado
desde entonces y, pese a las evidencias y los testimonios, muchos en
Japón siguen negando que su Ejército creara una red organizada de
esclavas sexuales. Alentados por el nacionalismo del actual primer
ministro, Shinzo Abe, este revisionismo histórico ha cobrado fuerza
entre una derecha nipona que no se corta a la hora de reivindicar su
pasado imperial, homenajear a criminales de guerra o incluso asegurar en
instancias internacionales que los niños nipones “sufren graves daños
mentales” por la “falsa representación” que se está haciendo de asuntos
como el de las “mujeres de consuelo”.
Con declaraciones como estas, el tema sigue levantando ampollas en
la región, en donde naciones como China o Corea del Sur han hecho de la
suerte de estas mujeres uno de los ejes de su relación con Japón.
Como resultado, Tokio ofreció en el 2016 una disculpa formal y un
pago de 8,3 millones de dólares a las mujeres coreanas que fueron
esclavizadas, un tratado “final e irreversible” que, sin embargo, fue
criticado por pactarse en secreto entre las autoridades de los dos
países y sin tener en cuenta la voz de las víctimas.
Aunque ese acuerdo adolezca de imperfecciones, las filipinas
reconocen sentir envidia. “El Gobierno chino y el surcoreano pelean por
sus mujeres ¿Por qué el nuestro no hace nada por nosotras?”, se lamenta
con voz cansada Rechilda Extremadura, anterior directora ejecutiva de
Lila Pilipina, que acaba de salir de una larga estancia en el hospital.
“El Gobierno chino y el surcoreano pelean por sus mujeres ¿Por qué el nuestro no hace nada?”
Para el profesor de Historia de la Universidad de Filipinas,
Ricardo José, la razón de esta actitud responde a factores geopolíticos y
económicos. “Japón es un socio comercial clave y nuestro mayor donante
de ayuda al desarrollo (unos 20.000 millones de dólares desde 1960,
según la embajada nipona en Manila)”, explica por teléfono. “Además, los
dos países recelan de una China en auge cada vez más asertiva en sus
disputas territoriales con ambos. Por todo ello, Manila ha preferido a
lo largo de los años mantener una relación estable con Tokio que
jugársela por la suerte de estas señoras”, añade.
Si alguien albergaba esperanzas de que con la llegada del nuevo
Ejecutivo de Rodrigo Duterte en el 2016 soplarían aires de cambio, este
año les quedó bien claro que no iban a ir por ahí los tiros. Fue en
abril, cuando el Gobierno cedió ante las fuertes protestas niponas y
ordenó la retirada de una estatua de bronce erigida en un paseo de la
capital en honor a las “mujeres de consuelo”. Su decisión, ejecutada con
nocturnidad y alevosía para evitar que ningún grupo tratara de
impedirlo, va en contra de la tomada por otras urbes como Seúl, San
Francisco o Hong Kong, que se han negado a quitar memoriales similares
aún a riesgo de dañar su relaciones con Japón.
“Algunos dirán que Duterte fue pragmático, pero lo
cierto es que claudicó y demostró que somos una nación débil, la única
que ha derribado su monumento en honor a estas mujeres a petición de
otros. ¿Qué clase de país permite que un tercero le dicte cómo
conmemorar su propio pasado?”, criticó a este diario Michael Charleston
Chua, profesor de Historia en la Universidad de La Salle filipina.
Mientras tanto, las lolas siguen con sus
vidas entre nietos, megáfonos y visitas al médico. Son muy conscientes
de que su tiempo está llegando a su fin y de que las autoridades
–filipinas y japonesas– esperan que con su marcha a la tumba se apaguen
sus protestas. Pero, testarudas y orgullosas, ellas se niegan a darles
esa satisfacción. Por eso llevan años tejiendo alianzas, para que los
que vienen por detrás tomen el relevo. “Visitamos escuelas, queremos
organizar charlas en las provincias y colaboramos con grupos juveniles y
partidos progresistas para que mantengan vivo nuestro legado y peleen
por nuestra causa”, asevera, emocionada, Extremadura. “Las generaciones
más jóvenes deben conocer nuestra historia. Es vital.
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