Menos de dos años bastaron para que la descomposición del régimen
quedara expuesta, en la desaparición de los 43 jóvenes de la normal de
Ayotzinapa, hasta ahora irresuelta, así como en el escándalo de las
casas que tuvo en la de la familia presidencial la mancha indeleble.
Un mes antes de los hechos brutales de Iguala Guerrero, Peña Nieto
daba por terminado “el período reformador” de su gobierno con la
promulgación de la Reforma Energética. En Palacio Nacional, con
muchísimos compromisos por cumplir conforme a la agenda del Pacto por
México, el mandatario cerró la mesa de “negociaciones”, pues en su plan,
había llegado el momento de la implementación.
El engaño y la simulación se exponían en haber comprometido nuevos
marcos legales anticorrupción, de transparencia y de regulación a la
publicidad oficial, por ejemplo, que dejaba fuera de la agenda.
Era claro que siempre tuvieron por objetivo las reformas de
naturaleza económica, aquellas que, como la reforma laboral servían para
favorecer al empresariado precarizando los derechos laborales
fundamentales; lo mismo en el ámbito financiero, de las
telecomunicaciones; en la reforma hacendaria que amplió la base de
contribuyente sin tocar a los grandes capitalistas mexicanos o
extranjeros; en la educativa que iba en la orientación que las cúpulas
del dinero le recomendaban.
Y, por supuesto, en la energética –que rompió un principio tan
sensible para los mexicanos, quizás como el de la no reelección—abriendo
a la inversión privada la operación de las otrora paraestatales,
entregando negocios multimillonarios a numerosas empresas nacionales de
siempre y extranjeras, dirigidas en la mayoría por la elite política de
economistas del PRI.
Quizás el denominador común en todo lo anterior fue el uso de los
medios coercitivos, de la violencia del Estado, para imponerse.
Represión, jamás admitida en la “verdad histórica”, en Guerrero, una
de las entidades con mayor oposición a la Reforma Educativa; despliegues
masivos de soldados con uniforme de policías federales contra maestros
inconformes, lo mismo que contra aquellos que reclamaban por los hechos
de Ayotzinapa, y en las golpizas y encarcelamientos en la Ciudad de
México –que en su sexenio y con su aliado perredista, Miguel Ángel
Mancera dejó de ser el ejemplo nacional de las libertades republicanas.
Fue represión la que se impuso sobre Carmen Aristegui y su equipo de
investigación, meses después de publicar su reportaje sobre la
residencia mal habida.
Cada caso tuvo picos de notoriedad, justificados siempre en el
discurso oficial en la necesidad de “hacer valer el Estado de Derecho”,
de “vencer inercias y resistencias” al cambio.
Se trataba de los mismos argumentos empleados para la represión, más
soterrada, violenta y letal, pero selectiva y silenciosa por la coartada
perfecta que siempre da la supuesta operación de la llamada
delincuencia organizada, en la implementación de reformas y la
realización de las obras de infraestructura, energética, minera,
hidráulica, turística, carretera.
La reactivación de los mecanismos represivos incluyó todo tipo de
agresiones, desapariciones forzadas, asesinatos y encarcelamiento de
dirigentes sociales que se oponían en numerosas comunidades, en unos 400
conflictos sociales detonados por los negocios impuestos por un mal
gobierno, traducidos en al menos seis mil víctimas directas según los
informes documentados, con nombre y apellido, por el Comité Cerezo
México.
Ese proceso represivo poco suele mencionarse y, sin embargo,
representa una de las características del sexenio que termina y que se
va impune.
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