Franquismo & Violencias machistas
CTXT
La dictadura también impuso un castigo de género: despojar a las mujeres y las niñas del cabello, un acto que iba acompañado de un ritual público de humillación |
Solo
quedan unas pocas fotografías de mujeres rapadas por los vencedores en
la inmediata posguerra española. Un parco testimonio de un tipo de
castigo que se dio de forma generalizada en casi todo el territorio,
muchas veces hasta en pueblos diminutos, y que dice mucho de una época,
de un régimen que nacía sobre la brutalidad sistemática y el intento de
moldear una sociedad desde sus cimientos a partir de la derrota y la
humillación. ¿Cómo se dio esa represión en las mujeres? ¿Hubo
diferencias determinadas por el género?
Si estas imágenes de mujeres rapadas nos impactan, el acto de despojar a
las mujeres y las niñas de una de las principales marcas de género
venía acompañado de todo un ritual público de humillación.
Cuando eran detenidas se les obligaba a beber ricino, un poderoso laxante que provocaba diarreas, y se las paseaba por las calles para que defecasen mientras caminaban. En ocasiones, se las acompañaba de la banda del pueblo, o eran obligadas a cantar ellas mismas. Entre tanto, sufrían insultos y a veces pedradas y otras agresiones por parte de sus vecinos y vecinas. Se trataba de un castigo ejemplar para las mujeres que según los vencedores se habían salido de su papel “natural” al haber ejercido una política activa en el bando de los republicanos. La humillación como correctivo social.
Una deshonra pública de carácter “instructivo”, que buscaba que toda la comunidad participase de la victoria ejerciendo de verdugo, o tuviese que fingir odio hacia esas mujeres que a veces eran amigas o vecinas, para dejar claro que también estaban en el bando de los vencedores. Si la práctica del ricino la introdujo la Falange copiándola de los Fasci di Combattimento italianos –que la usaban también contra hombres– los rituales públicos de humillación provienen de una tradición muy española: la Santa Inquisición.
Los herejes, las brujas, los falsos conversos condenados algunos siglos antes, o los indígenas acusados de idolatría en las colonias, también eran deshonrados de la misma manera pública –con rapados incluidos– para buscar un impacto psicológico en la población. Una de las principales finalidades del derecho penal del Antiguo Régimen consistía en su capacidad aleccionadora. Así, el franquismo como restauración llegó vinculado a los principios reaccionarios a los que vino a proteger de la modernización que implicaban la República y la revolución social y sus nuevos valores y propuestas de organización del mundo.
El castigo público funcionaba aquí como advertencia hacia futuras disidencias femeninas. Sin embargo, el involucionismo franquista no será el único en aplicar este tipo de penas de resonancias medievales. La Francia liberada se caracterizó por celebrar su victoria con la humillación de las mujeres francesas que habían tenido amantes alemanes y, sobre todo, hijos “de sangre alemana”. De ellas sí nos han quedado abundantes imágenes, incluso en cine, que dan testimonio del castigo destinado a las que estaban llamadas a preservar la pureza de la patria ultrajada y que traicionaron “su destino biológico y nacional”. Discurso propio de la época y de los distintos nacionalismos que desembocaron en la II Guerra Mundial.
Mujeres para una revolución
Cuando eran detenidas se les obligaba a beber ricino, un poderoso laxante que provocaba diarreas, y se las paseaba por las calles para que defecasen mientras caminaban. En ocasiones, se las acompañaba de la banda del pueblo, o eran obligadas a cantar ellas mismas. Entre tanto, sufrían insultos y a veces pedradas y otras agresiones por parte de sus vecinos y vecinas. Se trataba de un castigo ejemplar para las mujeres que según los vencedores se habían salido de su papel “natural” al haber ejercido una política activa en el bando de los republicanos. La humillación como correctivo social.
Una deshonra pública de carácter “instructivo”, que buscaba que toda la comunidad participase de la victoria ejerciendo de verdugo, o tuviese que fingir odio hacia esas mujeres que a veces eran amigas o vecinas, para dejar claro que también estaban en el bando de los vencedores. Si la práctica del ricino la introdujo la Falange copiándola de los Fasci di Combattimento italianos –que la usaban también contra hombres– los rituales públicos de humillación provienen de una tradición muy española: la Santa Inquisición.
Los herejes, las brujas, los falsos conversos condenados algunos siglos antes, o los indígenas acusados de idolatría en las colonias, también eran deshonrados de la misma manera pública –con rapados incluidos– para buscar un impacto psicológico en la población. Una de las principales finalidades del derecho penal del Antiguo Régimen consistía en su capacidad aleccionadora. Así, el franquismo como restauración llegó vinculado a los principios reaccionarios a los que vino a proteger de la modernización que implicaban la República y la revolución social y sus nuevos valores y propuestas de organización del mundo.
El castigo público funcionaba aquí como advertencia hacia futuras disidencias femeninas. Sin embargo, el involucionismo franquista no será el único en aplicar este tipo de penas de resonancias medievales. La Francia liberada se caracterizó por celebrar su victoria con la humillación de las mujeres francesas que habían tenido amantes alemanes y, sobre todo, hijos “de sangre alemana”. De ellas sí nos han quedado abundantes imágenes, incluso en cine, que dan testimonio del castigo destinado a las que estaban llamadas a preservar la pureza de la patria ultrajada y que traicionaron “su destino biológico y nacional”. Discurso propio de la época y de los distintos nacionalismos que desembocaron en la II Guerra Mundial.
En la República, pero sobre todo en el
magma de ideas que se produjeron en las culturas obreras que dieron
lugar a la revolución social, las mujeres tendrían un papel bastante
diferente. El cambio de roles había empezado antes, pero las ideas del
igualitarismo radical le darían un nuevo impulso. Durante el periodo
republicano se consiguieron algunas conquistas importantes. Se eliminó
una parte de la legislación discriminatoria que impedía participar a las
mujeres en política y que mantenía su subordinación en el trabajo y en
la familia. Durante la guerra, y sobre todo durante la revolución, las
mujeres asumieron papeles hasta hace poco reservados a los hombres.
La agrupación anarcosindicalista Mujeres Libres –que organizaba a las obreras pero en la que también se les enseñaba a conducir para que pudiesen participar en las tareas de guerra– llegó a tener más de 20.000 afiliadas en octubre del 38. La imagen de la miliciana condensó simbólicamente estas nuevas atribuciones de la mujer pública y luchadora, y por tanto, fue utilizada para demonizar y reprimir más duramente a las acusadas. En realidad, operará como fantasma, porque las milicianas fueron una minoría y se les expulsó del frente bastante pronto cuando el ejército se “profesionalizó” y relegó a las mujeres a la retaguardia. Sin embargo, esta será la acusación más fuerte de la represión franquista. En diciembre de 1936 ya eran pocos los carteles propagandísticos republicanos que utilizaban el icono de la miliciana, que fue sustituido por el de la “madre combatiente”. Sin embargo, como explica Fernández Duro en “Las rapadas” (S.XXI,), “las milicianas encarnaron el modelo contrario al que el régimen quería implantar”.
Así, la represión contra las mujeres revolucionarias o republicanas “buscaba enviar un mensaje de presión a toda la sociedad de cuál debía ser el modelo de conducta femenino”, uno que las colocase en el espacio privado que “les era propio”, como explica Maud Joly. En general, las “rojas” para el franquismo fueron aquellas mujeres que se habían comprometido en la defensa de la República o la revolución, pero también –y aunque faltan datos que cuantifiquen su relevancia– simplemente esposas e hijas de “rojos”, de vencidos. Las mujeres se convirtieron en una pieza más de la guerra, en un terreno de combate. Consideradas como extensión del hombre, las penas recayeron muchas veces sobre ellas también.
Represión "generizada"
La agrupación anarcosindicalista Mujeres Libres –que organizaba a las obreras pero en la que también se les enseñaba a conducir para que pudiesen participar en las tareas de guerra– llegó a tener más de 20.000 afiliadas en octubre del 38. La imagen de la miliciana condensó simbólicamente estas nuevas atribuciones de la mujer pública y luchadora, y por tanto, fue utilizada para demonizar y reprimir más duramente a las acusadas. En realidad, operará como fantasma, porque las milicianas fueron una minoría y se les expulsó del frente bastante pronto cuando el ejército se “profesionalizó” y relegó a las mujeres a la retaguardia. Sin embargo, esta será la acusación más fuerte de la represión franquista. En diciembre de 1936 ya eran pocos los carteles propagandísticos republicanos que utilizaban el icono de la miliciana, que fue sustituido por el de la “madre combatiente”. Sin embargo, como explica Fernández Duro en “Las rapadas” (S.XXI,), “las milicianas encarnaron el modelo contrario al que el régimen quería implantar”.
Así, la represión contra las mujeres revolucionarias o republicanas “buscaba enviar un mensaje de presión a toda la sociedad de cuál debía ser el modelo de conducta femenino”, uno que las colocase en el espacio privado que “les era propio”, como explica Maud Joly. En general, las “rojas” para el franquismo fueron aquellas mujeres que se habían comprometido en la defensa de la República o la revolución, pero también –y aunque faltan datos que cuantifiquen su relevancia– simplemente esposas e hijas de “rojos”, de vencidos. Las mujeres se convirtieron en una pieza más de la guerra, en un terreno de combate. Consideradas como extensión del hombre, las penas recayeron muchas veces sobre ellas también.
Naturalmente, el rapado del cabello y las
purgas de ricino no fueron las únicas formas represalias. Ellas, como
los hombres, fueron torturadas, recluidas en cárceles, forzadas a
trabajar, fusiladas, enterradas en fosas comunes y sometidas a múltiples
formas de exclusión social. El robo de bebés se convirtió en una
práctica tan habitual que estuvo practicándose hasta prácticamente la
llegada de la democracia. La victoria del campo nacional desató una
violencia desmesurada pero no tan arbitraria como pueda parecer.
El plan era borrar la revolución social, a buena parte de los obreros y obreras comprometidos con ella, exterminar su semilla y su memoria. Pero además, la represión tuvo condicionantes territoriales –murió más gente en Andalucía y Extremadura que en otros territorios, por ejemplo–; condicionantes de clase, y por supuesto, de género. Como explica Arcángel Bedmar, además del rapado y el ricino, muchas mujeres eran obligadas a limpiar el cuartel de la Guardia Civil, la sede de la Falange o la iglesia del pueblo o les prohibieron llevar luto por sus allegados.
Las funcionarias –maestras, matronas, trabajadoras de correos– fueron expulsadas y se les prohibió trabajar condenándolas a la miseria. Por supuesto, había amenazas de agresión sexual, abusos y violaciones. Así como tenían que soportar el asedio de quienes les solicitaban favores sexuales a cambio de gestiones para favorecer a familiares encarcelados.
Y en general las mujeres se enfrentaron a la violación, una de las principales armas de cualquier guerra. El general Gonzalo Queipo de Llano –la máxima autoridad militar de Sevilla–, solo cinco días después de empezada la guerra civil, decía en la radio: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que pataleen y forcejeen”.
Toda esta represión se articuló a partir de los discursos de sometimiento e invisibilidad de la mujer impuestos por el franquismo, y que barrieron los avances obtenidos en materia de ciudadanía femenina. Del rapado sistemático como forma de castigo, y pese a la extensión de su práctica, apenas ha empezado a hablarse hace poco porque el franquismo suprimió sistemáticamente tanto las conquistas de las mujeres como la memoria de la represión que hizo posible esta involución.
La Sección Femenina de la Falange se ocupó de lo demás, reeducando a las mujeres en el papel social que los vencedores de la guerra habían diseñado para ellas: el de reproductoras y esposas dóciles alejadas de las luchas sociales, para que incluso pudiesen servir de freno a la participación política de sus maridos.
Y cuando eso se fue rompiendo, cuando el miedo amainó y la sociedad ya era otra, cuando las mujeres –que nunca abandonaron las luchas– retomaron la primera línea de batalla durante la oleada de conflictos obreros de los 60 y 70, volvieron a raparlas. Eso les sucedió a Anita Sirgo y Tina Pérez, mujeres de mineros que participaron en las huelgas asturianas del 62, como parte de sus torturas en prisión.
El plan era borrar la revolución social, a buena parte de los obreros y obreras comprometidos con ella, exterminar su semilla y su memoria. Pero además, la represión tuvo condicionantes territoriales –murió más gente en Andalucía y Extremadura que en otros territorios, por ejemplo–; condicionantes de clase, y por supuesto, de género. Como explica Arcángel Bedmar, además del rapado y el ricino, muchas mujeres eran obligadas a limpiar el cuartel de la Guardia Civil, la sede de la Falange o la iglesia del pueblo o les prohibieron llevar luto por sus allegados.
Las funcionarias –maestras, matronas, trabajadoras de correos– fueron expulsadas y se les prohibió trabajar condenándolas a la miseria. Por supuesto, había amenazas de agresión sexual, abusos y violaciones. Así como tenían que soportar el asedio de quienes les solicitaban favores sexuales a cambio de gestiones para favorecer a familiares encarcelados.
Y en general las mujeres se enfrentaron a la violación, una de las principales armas de cualquier guerra. El general Gonzalo Queipo de Llano –la máxima autoridad militar de Sevilla–, solo cinco días después de empezada la guerra civil, decía en la radio: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que pataleen y forcejeen”.
Toda esta represión se articuló a partir de los discursos de sometimiento e invisibilidad de la mujer impuestos por el franquismo, y que barrieron los avances obtenidos en materia de ciudadanía femenina. Del rapado sistemático como forma de castigo, y pese a la extensión de su práctica, apenas ha empezado a hablarse hace poco porque el franquismo suprimió sistemáticamente tanto las conquistas de las mujeres como la memoria de la represión que hizo posible esta involución.
La Sección Femenina de la Falange se ocupó de lo demás, reeducando a las mujeres en el papel social que los vencedores de la guerra habían diseñado para ellas: el de reproductoras y esposas dóciles alejadas de las luchas sociales, para que incluso pudiesen servir de freno a la participación política de sus maridos.
Y cuando eso se fue rompiendo, cuando el miedo amainó y la sociedad ya era otra, cuando las mujeres –que nunca abandonaron las luchas– retomaron la primera línea de batalla durante la oleada de conflictos obreros de los 60 y 70, volvieron a raparlas. Eso les sucedió a Anita Sirgo y Tina Pérez, mujeres de mineros que participaron en las huelgas asturianas del 62, como parte de sus torturas en prisión.
Grupo de jóvenes y mujeres rapadas en Montilla, Córdoba.