Hace poco más de 25
años mientras se consolidaba la globalización neoliberal, la izquierda
se replegaba después de la caída del muro de Berlín y el derrumbe del
socialismo real. La idea del fin de la historia y las ideologías se
difundió como una verdad científica, eterna y universal.
Serían los
pueblos mayas: tzeltales, tzotziles, choles, tojolabales, zoques y un
pequeño grupo de mestizos agrupados en el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional quienes con su particular manera de hacer política
dieron visibilidad a las luchas indígenas del continente y renovaron el
discurso y los símbolos de algunos de los movimientos sociales de
izquierda a nivel planetario.
Se ha comenzado a discutir cuándo
comenzó el siglo XXI. Para no pocas de las mentes más lúcidas
contemporáneas ello ocurrió, paradójicamente el mismo día en el que
México entraba al primer mundo con el TLC, con la aparición armada del
neozapatismo en 1994, su evolución posterior e impactos no siempre
reconocidos. Con tal acontecimiento inició un ciclo de movilizaciones
que finalmente fueron capitalizadas por la ola de los gobiernos
progresistas.
Cuando dicho ciclo parecía haberse agotado por
una combinación de golpes blandos como en Honduras, Paraguay o Brasil
(el más reciente en Bolivia parece más bien obedecer al tradicional
estilo de las viejas dictaduras del Cono Sur en el siglo pasado), y
alternancias de diversa índole, en las que la única constante fue el
modelo económico aunque con diversos matices en el discurso:
nacionalistas, desarrollistas o incluso socialistas; en México por
primera vez en su historia reciente va a llegar al gobierno (no
necesariamente al poder) un presidente electo democráticamente, mismo
que alguna vez se definió de izquierda.
Pero si en México se ha
iniciado desde el gobierno la Cuarta Transformación del país, en otras
latitudes del continente los movimientos sociales protagonizan una serie
de estallidos sociales en contra de políticas económicas implementadas
por presidentes democráticamente electos. El contraste no podría ser
mayor, a simple vista pareciera que el gobierno mexicano va a
contracorriente de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos con
excepción de los de Cuba y Venezuela (pero sin parecerse tampoco a
éstos). Sin embargo un examen más minucioso nos revela que la afirmación
anterior es tan sólo una apariencia.
En el segundo semestre
del año estamos experimentado un aceleramiento en las contradicciones de
lo que el recientemente fallecido Immanuel Wallerstein denominó sistema
mundo. Desde Puerto Rico a la Patagonia nuestramérica reciente al
agotamiento de un modelo que privatiza las riquezas y socializa las
“perdidas”, un sistema depredador y extractivista que pone en peligro la
reproducción de la vida misma.
El protagonismo de los
movimientos indígenas y feministas en este renovado ciclo de luchas es
un factor que no todos las instituciones e intelectuales están
dispuestos a valorar pero que son fundamentales en Ecuador, Chile,
Bolivia y Colombia.
México que vio los albores de la primera
revolución del siglo XX vive ahora una encrucijada de compleja
resolución tanto para sus movimientos sociales como para su gobierno.
Este último buscando por un lado la ratificación del T-MEC y negándose a
encabezar el bloque antineoliberal que le propusieron los mandatarios
de Venezuela y el presidente electo de Argentina, para en cuestión de
días otorgar asilo a Evo Morales uno de los principales críticos de
EEUU. Los movimientos sociales no deben permitirse la pasividad en aras
de la legitimidad de un gobierno que reproduce las mismas políticas que
favorecieron un golpe de estado como el de Bolivia.
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