La cargada contra el nuevo modelo por parte del sistema establecido se ha unificado con belicosidad severidad. El enfoque preferido gira alrededor de un corto ramillete de conceptos que inciden en asuntos públicos sensibles. No sólo atacan los movimientos, proyectos y todas las propuestas gubernamentales, sino que tratan de escarbar en las honduras de la conformación mental del Presidente. Desde esas profundidades sicológicas, críticos y opositores pretenden desentrañar los pliegues subconscientes del que es, en efecto, el conductor designado por la voluntad indiscutible de la mayoría. A veces reconocen que tal vez no se dirija hacia fundar una tiranía, aunque no dejan de sospecharle rasgos de ese nefasto perfil. A lo mejor tampoco sea un ambicioso que pretenda y trabaje para eternizarse en el poder. Pero algo de esos extremos parecen oler los críticos, entre las sombras de caprichos, improvisaciones y los cotidianos ataques que lanza.
No dudan en predicarle su tendencia en pos de la concentración de facultades. Poco es ya lo que le falta por capturar, concluyen. Como si todas las instancias, instituciones formales u organismos autónomos existentes no lo hayan estado. Todo el sistema establecido había caído bajo la ruda férula de las élites y los grupos de presión dominantes. Años, décadas en efecto, fueron empleados en el reparto de cuotas partidistas y retablos completos de posiciones privatizados al gusto. En ellos, las manos, las mentes, mecanismos, leyes, normas y objetivos habían sido colonizados con una consistente saña sin precedentes.
Para contrarrestar tales arreglos, ya institucionalizados, se califica a don Andrés, con pasmosa seguridad, como un pugilista en pleno accionar en el cuadrilátero de la política. Un fajador que, en su diaria faena –mañaneras y sobre púlpitos pueblerinos– está llevando al país a una peligrosa polarización. Aseguran que, en su persona, desplantes y discurso propicia la carga que atosiga al pueblo y, en verdad, a la nación mexicana. La construcción de una alternativa trascendente, llamada hasta peyorativamente, Cuarta Transformación, la reducen a un tinglado (imaginería) sin contenido ni asideros viables.
Aparejado a este escenario, que más bien llaman, con desparpajo y seguridad fingida, como espejismo, va quedando un sedimento capaz de propiciar cambios profundos. La energía para ir tras ese propósito transformador corre paralela con el ramillete de programas de gobierno de gran aliento y envergadura. También se finca en el trabajo, constante, persuasivo y enjundioso que, sin descanso, despliega AMLO. Ciertamente hay algo o un mucho de pleito continuo en este panorama nacional. López Obrador sacó adelante una campaña electoral en medio de un ataque generalizado del sistema establecido a cuya cabeza fue, desde el inicio, el ahora y por fortuna, ex presidente Fox. Lo acuerpaba todo un aparato de poder con varias décadas de experiencia y consolidación. A ese sistema, Obrador tuvo los arrestos de llamarlo mafia del poder. No fue tarea fácil llegar a comprenderlo de esa peculiar, cierta y ominosa manera. Fue un intenso proceso para subir a la conciencia, y análisis, tal definición. Supo, también, que difundirlo le atraería miedos, desprecios y ataques al por mayor y desde las meras cúpulas decisorias. Para un pretendiente a la Presidencia, soltar las amarras de precaución y el buen decir político, era embarcarse en una aventura de retos innegables.
Pero no se achicó el candidato ante las capacidades opositoras que dos veces le impidieron llegar a su cometido: la Presidencia. Más bien le reforzaron sus defensas, depuraron sus mensajes y permitieron el encuentro popular. Desde esa plataforma se lanzó, con consistencia notable, a la conquista de una oportunidad para enderezar el torcido presente de esta injusta nación. Una tarea impuesta como designio personal pero no personalista. Una ambición, con sólidos principios, que permitieran desterrar la plaga de arraigados desequilibrios sociales. Restablecer la equidad perdida por el constante manoseo cómplice de un modelo perverso, inequitativo y concentrador.
Para emprender la tarea descrita, siendo un candidato contestatario, había que luchar sin denuedo. No se trataba de cimentar la trayectoria de un líder social, sino la de un político innovador armado con ideales. No de un poder reducido al cargo en la cúspide, sino para hacer, de una propuesta de campaña, el restaurador modelo del ahora gobierno. Levantar las palancas indispensables para un cambio de régimen exige seguir en lucha continua. Esta presupone cambios, muchos de ellos drásticos y, por tanto, plagados de dolores, retobos y pleitos con los anteriores actores privilegiados y sus formatos consagrados. Y en esa disputa, sin tregua, se van acomodando fuerzas, ideas, nuevas rutas y los nuevos perfiles de innumerables militantes.
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