En su discurso de toma de posesión, el primero de diciembre de 1994, Ernesto Zedillo anunció que trabajaría por una reforma política
definitivaque evitara conflictos poselectorales, garantizara el acceso equitativo de los partidos a los medios de información, estableciera topes a los gastos de campaña y asegurara el financiamiento de los institutos políticos por medio de dinero público con el propósito de impedir –se dijo entonces– campañas sufragadas con recursos de procedencia ilícita. Concretada en 1996, esa reforma sirvió para que en 2000 el régimen oligárquico pasara por un recambio de partido gobernante relativamente terso.
Pero seis años más tarde la institucionalidad electoral exhibió
crudamente sus miserias al hacerse cómplice del fraude monumental con el
que Felipe Calderón fue incrustado en Los Pinos. La historia se repitió
en 2012, cuando tanto el entonces Instituto Federal Electoral (IFE),
como la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales (Fepade) y el
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) voltearon
a ver hacia otro lado con tal de no mirar la inyección masiva de
recursos (distribuidos a través de la firma Monex) en la compra de
millones de votos en favor del PRI, sufragios que permitieron al
candidato presidencial de ese partido, Enrique Peña Nieto, superar por
más de 5 por ciento a Andrés Manuel López Obrador, de la coalición
Movimiento Progresista. Marcos legales aparte, tanto en 2006 como en
2012 los medios oligárquicos llevaron a cabo desenfrenadas campañas de
intoxicación de la opinión pública en contra del tabasqueño y en favor
de los candidatos del régimen.
Con todo y la reforma de 2014, la recentralización de autoridades
electorales y la conversión del IFE en Instituto Nacional Electoral
(INE), desde el ángulo del funcionamiento institucional las cosas no
fueron muy distintas en 2018. La diferencia entre esos comicios
presidenciales y los anteriores no la hicieron las leyes ni los
organismos públicos, sino la determinación de una amplia mayoría del
electorado de tomar las urnas para deponer al régimen e instaurar un
nuevo orden político, social y económico que rescatara al país del
desastre neoliberal y tecnocrático. Con la aquiescencia de las
autoridades, en el proceso electoral del año pasado hubo compra de
votos, robo de urnas, sufragios corporativos y coaccionados, entre otras
sabidas prácticas fraudulentas, pero éstas resultaron insuficientes
einútiles para contrarrestar el tsunami de votos en favor de López
Obrador y de la coalición Juntos Haremos Historia.
Más allá de su incapacidad congénita para garantizar elecciones
democráticas y limpias, las instituciones electorales actuales, cuyas
reglas han seguido imperando hasta lo que va de la Cuarta
Transformación, no están diseñadas para fortalecer y dar certidumbre a
la competencia política, sino para atenuarla y opacarla. Peor aún, estas
reglas están pensadas para despolitizar a los partidos políticos y
convertirlos en organismos administrativos más centrados en sí mismos
que en el país, y en válvulas de acceso a candidaturas. La pesada
normatividad y el laberinto reglamentario ahogan la vida interna de las
organizaciones partidistas y propician que en su interior crezcan en
forma desmedida burocracias y castas gobernantes. Ciertamente, la
profesionalización de la política parece ser un mal tan necesario como
universal, pero en los términos en los que está codificado el
funcionamiento de los partidos en el México actual, los funcionariados
partidistas terminan por ser voceros y agentes de sus propios intereses,
lo que los lleva a abandonar diferencias programáticas, plataformas e
ideologías y a conformar una clase política homogénea y sin solución de
continuidad en la que da lo mismo pertenecer a un partido o a otro.
Más preocupante aún, el régimen de partidos tal y como está diseñado
tiende a sacar las soluciones a conflictos internos del ámbito de las
asambleas y de la voluntad de los militantes para colocarlas bajo la
potestad del INE y el TEPJF. Bajo estas reglas, los partidos se han
convertido, en rigor, en organizaciones tuteladas, autónomas pero no
independientes de esa parte del aparato estatal que, para colmo, sigue
siendo una expresión de la correlación de fuerzas políticas que imperaba
en el viejo régimen.
Es obligado preguntarse si una organización como Morena, que se
reclama partido-movimiento, puede mantenerse como tal en ese contexto y
si no está condenada a transformarse en una estructura de carácter
administrativo-electoral como las restantes, y si las posiciones
legislativas que actualmente ocupa serán capaces de reformar los
rescoldos electorales de un sistema antidemocrático para hacer realidad
el viejo ideal de un poder del pueblo y para el pueblo.
En otros términos, Morena debe recuperar y mantener su convicción de
que el ganar elecciones no es el objetivo último, sino un medio para la
transformación de la sociedad y del país.
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