¿De qué hablamos cuando hablamos de energía?
La concepción de la energía es cultural. Si buscamos su definición en
la Wikipedia, nos encontramos con que, desde las ciencias de la
tecnología y la economía, se refiere a un recurso natural, incluyendo a
la tecnología asociada para poder extraerla, transformarla y darle un
uso industrial o económico. Buen ejemplo de ello sería el petróleo.
Sin embargo, existen sociedades radicalmente distintas que consideran a
este último como la sangre de la Tierra. Un ejemplo de ello son los
U’wa, habitantes de las profundas selvas del oriente colombiano, que
amenazaron con un suicidio colectivo si su territorio era intervenido
por la industria petrolera. Bajo su cosmovisión promovían su lema: «El
petróleo es ruiría y ruiría es la sangre de la Madre Tierra… tomar el
petróleo es para nosotros como matar a nuestra propia madre».
La
energía, por tanto, va mucho más allá de un concepto físico que se mide
en julios, pues es un elemento también social, político, económico y
cultural. No se puede entender sin el contexto en el que se usa y se
extrae.
En términos generales, la energía que consumimos podemos
agruparla en la producida por los propios cuerpos —endosomática— a
partir principalmente de la alimentación. Y la generada fuera de estos
—exosomática—. Los debates actuales de expertxs en transición energética
ponen el foco, no casualmente, en esta última.
De esta forma se
invisibilizan una serie de flujos energéticos necesarios para el
mantenimiento del actual modelo económico-energético y, sobre todo, de
la vida. Aquí nos encontramos con los trabajos de cuidados, llevados a
cabo de forma mayoritaria e injusta por cuerpos feminizados. Estos
trabajos comprenden una parte material, como puede ser la preparación de
alimentos, entre otros. Pero también una parte relacional y emocional
tan reclamada por el movimiento feminista: necesitamos amor y afectos
para vivir. Esto también es energía, y de la buena.
Un modelo que expolia territorios y cuerpos
Sin embargo, como decimos, el discurso dominante se centra en la
energía exosomática. Históricamente siempre ha estado presente el fuego
—producido por la combustión de la madera en un primer momento, después
turba, carbón, petróleo y gas—, siendo también antiguo el uso de las
energías renovables de origen solar. Pero recientemente ha cobrado
especial importancia un vector energético: la electricidad, pudiendo
utilizarse esta como trabajo, calor y luz.
Así, este vector se
ha tornado tan importante que se han llegado a crear grandes monopolios
en torno a su control. Ello se ha traducido en una lucha sin fin por el
dominio de los recursos materiales y del territorio, así como del cuerpo
de otras personas.
Sin embargo, esto no es nuevo. El control de
la energía ha sido a lo largo de la historia el control de las fuentes
(recursos y territorio) y de los vectores (trabajo humano y trabajo
animal). Es imposible entender el momento actual de consumo energético
sin los procesos de colonización de los países del Sur Global en su
momento, y los de neocolonización actuales. Un ejemplo de estos son los
tratados de libre comercio (TTIP, TISA o el CETA) que afectan de forma
agravada a la población femenina, así como a otros colectivos en una
situación vulnerable.
Entre los muchos derechos que se pierden
con ellos, se encuentran los energéticos y la construcción de la
soberanía energética de los pueblos, que se ve amenazada por la
acentuación del modelo fósil y mercantilizado, la posibilidad de
ampliación de la frontera extractiva (fracking, arenas
bituminosas, etc.). Además de la amenaza que suponen estos tratados y
políticas para los procesos de remunicipalización de los suministros, ya
que facilitan el terreno para que las empresas lleven a los Estados y
administraciones ante los tribunales de arbitraje (ISDS).
La
consecuencia directa de estos impactos es que aumenta la vulnerabilidad y
hace falta cuidar todavía más. Los impactos del modelo energético —y
socioeconómico— nos muestran cómo degradamos el planeta a la vez que
excluimos más vidas, precarias y abandonadas a su propia suerte o a la
de las personas de su entorno, que las acaban sosteniendo. A la vez, en
contextos de precariedad se acentúa la búsqueda de apoyo en redes de
soporte mutuo que pide una mayor inversión de tiempo en tareas de
cuidados, que principalmente asumen las mujeres.
La historia de
la humanidad puede ser detallada, por tanto, a partir del funcionamiento
de las sociedades y sus ciclos energéticos. Estos se basan en el
agotamiento de unos recursos y en una fe ciega en la tecnología para que
invente una nueva forma de acceder a ellos. A través de esta visión se
invisibiliza el límite de los recursos tanto del planeta como de las
personas y de las externalidades que estos procesos conllevan: crisis
alimentarias, conflictos medioambientales, guerras, etc., allí donde la
población cada vez es más vulnerable y necesita mayor asistencia. Se
solapan de esta forma la crisis ecológica con la crisis de cuidados.
Unido a todo ello se suma la creencia de que, ante la superación de los
límites físicos del planeta debido a los altos consumos energéticos, la
solución estará una vez más en la tecnología. Además, ante percepciones
de mejoras basadas en la creencia de que si algo es bueno, entonces más
de lo mismo será mejor, aceptamos el crecimiento continuo de la
producción, de la movilidad, del consumo y del comercio internacional.
Incluso en ocasiones, las alternativas que se presentan desde este
paradigma como sostenibles, pueden tener efectos negativos en el
bienestar humano y del planeta.
Un ejemplo de esto último es el
caso de los biocombustibles: si bien en cantidades pequeñas podrían
jugar un papel importante para garantizar las necesidades de movilidad
en unas sociedades que limitaran su transporte, en un marco como
el actual, su generalización resulta físicamente imposible. Además, sus
implicaciones ecológicas y sociales (deforestación y hambre) pueden ser
mucho más desastrosas que afortunados sus pretendidos beneficios.
A pesar de todo ello, el debate actual sobre la transición energética,
vuelve a centrarse en una sustitución tecnológica: energías renovables.
Sin embargo, está comprobado que si bien estas energías serán
necesarias, no son la solución, ya que el equilibrio energético del
planeta depende también de la energía que llega del Sol. Además, los
sistemas de captación de éstas dependen de unos materiales finitos y por
tanto no puede asegurarse su permanencia en el tiempo. Con lo que,
aunque serán útiles, la solución que se hace urgente debe contemplar un
decrecimiento energético en el Norte Global.
Propuestas ecofeministas desde la energía
Así, parece que las dimensiones más relevantes a abordar para una
transición sostenible y justa son: (1) cambio de matriz productiva hacia
energías renovables descentralizadas, esto es, producción a pequeña
escala y cerca del punto de consumo, (2) un descenso del consumo en el
Norte Global y (3) la construcción de un modelo basado en la justicia,
la participación y la soberanía energética. Esta última reside en la
capacidad de una comunidad de gestionar la producción de la energía que
consume. Esto se contrapone a cualquier modelo de producción
centralizado y en manos de pocas personas o empresas.
Sin
embargo, desde una lógica ecofeminista se va más allá. De igual forma
que por parte del ecologismo se denuncia la explotación de la naturaleza
al considerarla como recursos infinitos apropiables, el feminismo pone
encima de la mesa la explotación de los cuerpos feminizados, los cuales
han sido, y siguen siendo, fuentes energéticas indispensables para el
sistema. Ambos paradigmas se unen y confrontan a través del Ecofeminismo
que propugna un modelo económico ligado a la sostenibilidad de la vida,
humana y no humana.
Por ello, al hablar de energía, la
propuesta ecofeminista la considera como un bien público y un derecho
social y por tanto es imprescindible priorizar su uso para abastecer de
manera equitativa las necesidades básicas de la población. Por lo que
habrá que preguntarse: ¿qué necesidades sociales tenemos?, ¿cuáles son
los trabajos que están sosteniendo la vida?, ¿y los necesarios para
garantizar vidas dignas? Abastecer estas necesidades y trabajos debería
ser la prioridad esencial en la distribución energética, por encima de
la obtención de beneficios económicos.
El cambio cultural se
torna entonces clave en todo este proceso. Es necesaria una combinación
de experimentación y reflexión, de crítica y pedagogía. Como se señala
desde el pensamiento crítico ecofeminista, el hecho de que los seres
humanos vivamos de espaldas a nuestra supervivencia viene determinado
principalmente por dos elementos articuladores de nuestra cultura: la
desvalorización de los trabajos de cuidados, promovida por el
patriarcado, y el tratamiento de la naturaleza como recurso apropiable,
desde el antropocentrismo.
Es hora de que las sociedades
europeas (y otros sectores del Norte) se empiecen a cuestionar también
el sistema cultural. Es necesario aprender de otras experiencias y
saberes de distintas latitudes que nos pueden proporcionar enseñanzas
básicas para nuestra propia supervivencia y para la construcción de un
modelo centrado en el mantenimiento de la vida, también en el
energético.
Para ello, una vez más, el papel de las mujeres es
primordial. Estas, junto con otros colectivos vulnerabilizados, son las
que más sufren los impactos de las políticas energéticas neoliberales.
La desigualdad de género es un factor de riesgo para sufrir pobreza
energética, o un obstáculo para exigir la plena participación y poder de
decisión en los temas referidos a la energía. Factor que es
interseccionado con otros como la edad, diversidad funcional, tipo de
vivienda, municipio, país o continente en el que se viva.
Sin
embargo, también son ellas las que a partir de esas discriminaciones han
creado experiencias únicas de superviviencia que pueden insertarse en
proyectos emancipadores. Debido a sus papeles de cuidadoras, poseen un
conocimiento real y situado de las necesidades de abastecimiento
energético de sus comunidades y de cómo afrontarlas manteniendo además
una relación armoniosa con los ecosistemas donde viven.
La Red de Mujeres por una Transición Energética Ecofeminista
Así, conociendo el modelo energético actual, siendo conscientes de las
ausencias presentadas y del camino ya construido pero no suficiente,
desde el ecofeminismo proponemos nuevas maneras de relacionar las
necesidades energéticas con los recursos naturales.
Sin embargo,
como hemos visto, este modelo actual además de oligopólico, ecocida e
injusto, es machista y falocrático. Y de esto último no se habla. Ello
supone que, tanto en los espacios de poder del sector eléctrico
tradicional, como en aquellos en los que se están articulando propuestas
de cambio de modelo, se reproducen conductas y prácticas que
profundizan en las desigualdades y crean barreras a nuestra
participación como mujeres.
Todo ello, unido a la creación de la
comisión de 14 expertos —todos hombres—, seleccionados por el Gobierno,
oposición, CCOO y UGT en 2017, colmó el vaso de la indignación común de
mujeres profesionales y activistas de la energía. Y siguiendo la
premisa de defender la alegría, organizar la rabia, se llevó a cabo el I Encuentro de Mujeres sobre Género y Energía, en el 2018 en Bilbao.
Allí nos reunimos hasta 150 mujeres de diversos territorios,
demostrando que la masculinización de los espacios de mayor
visibilización del sector eléctrico, poco tiene que ver con la ausencia
de mujeres y mucho con la falocracia imperante en este campo.
De
ahí surgió la Red de Mujeres por una Transición Energética
Ecofeminista, sustentada por la elaboración de unos principios de
identidad y con acciones llevadas a cabo, como el manifiesto En energía, no sin mujeres, cuyo objetivo es promover la presencia pública femenina en los eventos del sector.
Otra acción destacada ha sido la creación de una base de datos de
mujeres expertas en energía, para visibilizar que no hay ni una, ni dos,
ni catorce; sino muchas más. Y donde entendemos que el adjetivo experta
tiene mucho más que ver con la persona que trabaja para acabar con la
pobreza energética que con la que sabe del negocio pero poco hace por
cubrir las necesidades de la gente.
Por ello, tanto en el
encuentro de Bilbao como en su continuación a través de la Red, no
hablamos de precios, ni de cómo extraer más cantidad de combustible
fósil a menor coste. No. Hablamos de impactos diferenciados, de
solidaridad con las mujeres y de los territorios expoliados; de cómo
relacionar los cuidados de las personas con los cuidados al planeta…
Hablamos, en resumen, de la vida, en el centro.
Cristina Alonso Saavedra. Ingeniera superior industrial, investigadora y activista ecofeminista. Integrante de la Red de Mujeres por una Transición Energética Ecofeminista