Editorial La Jornada
De acuerdo con la Secretaría
del Medio Ambiente de la Ciudad de México (Sedema), 85 por ciento de los
habitantes de la capital respalda la prohibición de comercializar y
distribuir bolsas plásticas, la cual entró en vigor el primer día del
año con la intención de reducir 3 mil toneladas de la basura que la
metrópoli arroja cada día en rellenos sanitarios.
Sin embargo, como ante casi cualquier medida gubernamental, existen
inconformes y afectados; en este caso, los industriales y comerciantes
cuyos ingresos provienen de estos ubicuos objetos.
No se trata de un sector menor: de acuerdo con la Asociación Nacional
de Industrias del Plástico (Anipac), dicho mercado genera 30 mil
millones de dólares a escala nacional, sustenta un millón de empleos
directos e indirectos y supone hasta 3 por ciento del producto interno
bruto.
Al manifestarse ayer frente a las instalaciones de la Sedema,
representantes del sector expresaron que la nueva legislación causará
una irremediable pérdida de empleos y dinamismo económico, pues en
apenas dos semanas ya llevó a una caída de 80 por ciento en las ventas,
con el consiguiente parón productivo. Asimismo, acusan que existe una
implementación deficiente de la norma, pues la prohibición y las
sanciones que la acompañan se aplicaron antes que las reglas técnicas a
partir de las cuales deberán fabricarse los nuevos materiales
considerados amigables con el medio ambiente.
La postura expresada por el sector del plástico requiere plantear
diversas consideraciones, la más elemental de las cuales se encuentra en
que ninguna autoridad ha declarado la guerra a los polímeros, cuya
eliminación es simplemente inconcebible en la actualidad, sino a su uso
irracional en forma de bolsas que duran hasta un milenio como basura a
cambio de una vida útil promedio de apenas 15 minutos. Este aspecto de
las bolsas desechables, junto con los graves daños ambientales que
acarrean, hace indefendible la idea según la cual habría que permitir su
permanencia para conservar los beneficios económicos derivados de
ellas: el derecho al trabajo de los miembros del sector no puede
anteponerse al derecho a un medio ambiente saludable del resto de la
población, ni al deber ético de legar a las próximas generaciones un
planeta en las mejores condiciones de habitabilidad posibles.
Lo anterior de ninguna manera debe entenderse como un llamado a la
indiferencia ni mucho menos a la hostilidad hacia las empresas y
personas que dependen de estos productos, sino como un exhorto a la
cooperación entre iniciativa privada, gobierno y sociedad para conciliar
el desarrollo económico con la conservación ecológica.
En este sentido, no está de más recordar que el cuidado del medio
ambiente dista de ser un reclamo romántico, pues cada acto en que el
entorno es degradado por la actividad humana tiene consecuencias cuyo
impacto financiero en el largo plazo excede, a veces de modo
exponencial, al de las medidas necesarias para transitar hacia un
régimen sustentable de uso de los recursos naturales.
Cabe desear que las autoridades subsanen a la brevedad posible
cualquier falla en la redacción y aplicación de las leyes en la materia,
pues el respaldo social a sus esfuerzos únicamente podrá sostenerse
mientras exista consenso en torno a la sensatez de las normas vigentes.
También sería saludable que los industriales aprovechen la coyuntura
para convertir en una realidad las soluciones que, a su entender,
tendrían muchos más efectos positivos que la prohibición, pues resulta
inconsistente apelar al reciclaje como alternativa idónea en un contexto
en el que se aprovecha menos de uno por ciento de las 7 mil 300
millones de bolsas de plástico desechadas anualmente en el país.
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