Complicado panorama es
el que se presenta para la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM) en el inicio del ciclo escolar correspondiente a este 2020. Y
aunque de distinto tipo, en diferentes grados y bajo diferentes formas,
las complicaciones afectan a todas las partes ligadas a la institución:
autoridades, docentes, trabajadores, padres de familia y por supuesto
alumnos. No se trata, como en anteriores ocasiones, de un conflicto que
tenga un sólo origen y enfrente a dos sectores claramente definidos,
sino de, por un lado, una conjunción de reclamos estudiantiles
coincidentes en la disconformidad –pero con matices en sus
reivindicaciones– y por otro un cuerpo de autoridades que no pa-recen
tener una línea de acción homogénea para afrontar y dar solución a las
demandas. No es esta última una cuestión menor, porque obstaculiza hasta
la medida más elemental que cabría esperar de la directiva
universitaria: adoptar una actitud que por lo menos sirva para sentar
las bases de un diálogo productivo con los disconformes y no las típicas
mesas de diálogodonde las partes mantienen cada cual su monólogo cerrado.
Esta situación se expresa en datos ciertamente preocupantes, y más
aún para un principio de año escolar: nueve escuelas cerradas, paros
temporales en varios planteles, más de 70 mil alumnos sin clases y un
ambiente de intranquilidad que en la última semana se vio agravado por
un par de amenazas de bomba (una en la Facultad de Estudios Superiores
de Aragón y otra en la prepa 5 de Coapa). Todo ello combinado
con sorpresivas protestas llevadas a cabo por grupos de jóvenes con los
rostros cubiertos, discusiones y reyertas entre padres de familia y
paristas, y entre alumnos dispuestos a continuar con los paros y
partidarios de levantarlos, además de infructuosos llamamientos a
reanudar activi-dades hechos por la Rectoría de la máxima casa de
estudios y por las direcciones de algunos planteles.
Las demandas estudiantiles incluyen la adopción de medidas
institucionales para combatir las agresiones y el acoso sexual, mejoras a
los servicios médicos, medidas de capacitación para profesores y
trabajadores universitarios sobre perspectiva de género, implantación de
pautas de seguridad más efectivas, apertura de espacios jurídicos de
denuncia por acoso, y otras disposiciones relacionadas con la necesidad
de terminar en el ámbito educativo con la violencia contra la mujer.
Los reclamos sobre el tema no surgieron con el recién inaugurado
ciclo escolar; de hecho, vienen arrastrándose desde bastante antes de
que la UNAM diera a conocer su Protocolo contra la violencia de género
–en octubre del año pasado–, días antes de que Enrique Graue Wiechers
fuera relecto como rector de la institución. Pero con este inicio de año
han cobrado fuerza, en especial porque a decir del alumnado que impulsa
y apoya las protestas, la respuesta oficial no ha sido satisfactoria.
Lo cierto es que no se vislumbra una línea de acción por parte de las
autoridades que le reste presión al conflicto que cimbra a la comunidad
estudiantil y a toda la estructura universitaria. La decisión de que
los alumnos de la prepa 9, una de las que se encuentra tomada,
recibieran sus clases extramuros (es decir, en otro espacio en lugar de
sus instalaciones) es un indicador de que, como mínimo, la Rectoría se
halla frente a un problema a cuya solución no le encuentra la salida.
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