La Secretaría de Gobernación presentó ayer el Informe sobre búsqueda, identificación y versión pública del registro de personas desaparecidas,
elaborado por la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB). El documento
registra la ausencia de 73 mil 218 personas. Mil 540 de ellas fueron
reportadas como de-saparecidas entre 1964 y 2006; el resto de personas,
97 por ciento de los casos, desaparecieron después de ese año.
Así se tratara de un solo individuo, la ausencia sería una tragedia.
Pero la cifra expuesta ayer por la titular de Gobernación, Olga Sánchez
Cordero, y por el subsecretario del ramo, Alejandro Encinas, quien
preside la CNB, da cuenta de un abismo de horror masivo y colectivo que
no puede ser ignorado ni soslayado, el cual sigue agraviando a la
sociedad de manera permanente.
El correlato de las ausencias es, por desgracia, la proliferación de
fosas clandestinas, de las que se han encontrado 3 mil 978 entre el
primer año del gobierno de Felipe Calderón y la fecha presente –casi un
tercio de ellas, después del primero de diciembre de 2018– y se han
recuperado 6 mil 625 cuerpos. De los mil 628 encontrados durante el
actual gobierno sólo 712 pudieron ser identificados y 431 fueron ya
entregados a sus familiares.
Encinas informó que las entidades con más fosas clandestinas
localizadas son Veracruz, Sinaloa, Colima, Guerrero y Sonora, en las que
se concentra 57 por ciento del total; destacó que ello refleja,
simplemente, la voluntad de colaboración con la CNB por parte de los
respectivos gobiernos y fiscalías estatales; en tanto, las autoridades
de Guanajuato, Baja California, Aguascalientes, Tabasco, Sonora y
Tlaxcala no han aportado la información requerida a las instituciones
federales.
Los datos referidos son un reflejo de la inmensa tragedia en la que el calderonato sumió al país al declarar su
guerra contra el narcotráfico, a partir de la cual la desaparición forzada –que en periodos anteriores había sido sobre todo un instrumento en la represión contra opositores– se convirtió en un recurso de uso masivo en las confrontaciones entre las organizaciones delictivas y entre éstas y las corporaciones policiales y militares.
Más allá de la indudable responsabilidad histórica que corresponde a
Felipe Calderón y a sus principales colaboradores por esta herencia de
pesadilla y de la obvia necesidad de esclarecer crímenes de lesa
humanidad que son imprescriptibles –la desaparición forzada es uno de
ellos, porque su comisión se prolonga durante toda la ausencia de la
víctima–, es dolorosamente claro que procurar e impartir justicia de
manera individual para todos y cada uno de los más de 70 mil casos
resulta una tarea imposible. Muchos de los autores materiales e
intelectuales de esos delitos han sido devorados por el mismo paroxismo
de violencia inducido a partir de 2006; la mayor parte de las pruebas se
ha desvanecido en los entresijos de dependencias públicas muchas veces
coludidas con los criminales y en no pocos casos las familias de las
víctimas fueron diezmadas hasta el punto de que no queda nadie que
reclame a la persona ausente y un número determinado de desapariciones
no llegó ni siquiera a conformar un expediente.
En tal circunstancia resulta obligado recordar el compromiso del
actual gobierno de procurar el esclarecimiento, la procuración de
justicia y la reparación del daño
hasta donde sea humanamente posible. De no cumplirse, resultará impensable superar la violencia delictiva y los hondos desgarramientos que ha generado en el tejido social, así como concretar la garantía de no repetición. Ha de reconocerse que las actuales autoridades han avanzado mucho en este camino, pero también debe admitirse que es mucho más lo que queda por hacer.
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