El fin de semana tuvo lugar un nuevo episodio de bochornosa adulteración de la institucionalidad en Estados Unidos: la decisión del presidente de ese país, Donald Trump, de conmutar la pena de cárcel a la que fue condenado su amigo y ex asesor Roger Stone por mentir al Congreso, manipular a testigos, obstruir investigaciones legislativas y otras imputaciones.
Como se recordará, tales delitos fueron perpetrados en el contexto de las acusaciones contra el actual ocupante de la Casa Blanca por su supuesta colusión con empresarios y funcionarios rusos durante su campaña presidencial de 2016 para robar y divulgar documentos de su rival demócrata, Hillary Clinton.
Como lo señaló Robert Mueller en un artículo, el sábado, quien se desempeñó de fiscal especial para investigar la llamada
injerencia rusaen el pasado proceso electoral, aunque no fue posible demostrar de manera fehaciente la existencia de una conspiración entre el equipo del entonces candidato republicano y funcionarios de Moscú, sí quedó establecido que Stone cometió delitos graves en el afán de impedir el esclarecimiento del episodio, por lo cual fue juzgado y sentenciado a tres años y cuatro meses de cárcel. Por ello, señaló Mueller, Stone sigue siendo
un delincuente convicto.
Poco antes de que el condenado fuera internado en una prisión, Trump decidió llevar al límite su facultad constitucional de conmutación de pena, distinta a las figuras de amnistía y de indulto. Así, Stone queda en una suerte de limbo jurídico, pues su culpabilidad no está a discusión; simplemente es un criminal con permiso presidencial para permanecer en libertad. Como era de esperarse, el hecho ha provocado una nueva tormenta política y un nuevo escándalo mediático en un ambiente de por sí polarizado. Pero lo verdaderamente grave del asunto no es el enojo de los legisladores demócratas ni el clamor de los informadores, sino lo corrosivo que resulta para la institucionalidad estadunidense que un mandatario decida librar de la cárcel a un amigo suyo que fue condenado por actos ilegales cometidos con el propósito de defender a ese mismo mandatario. Es decir, se trata de un alarde de impunidad y de uso faccioso del poder presidencial para provecho propio.
El peligro evidente reside en la normalización de esta clase de acciones despóticas y abiertamente contrarias al espíritu de las leyes y de la justicia. El episodio, en suma, consolida la construcción, por parte de Trump, de una presidencia cínica.
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