En la ultima semana se han reiterado desde el gobierno denostaciones
contra las críticas a la política pública (o falta de ella) y a las
decisiones que afectan el presente y futuro de nuestra sociedad. Al
parecer, el choque de la realidad y los retos que hoy enfrentamos no
bastan para fracturar el imaginario oficial y poner en cuestión
prioridades previas. Por ello, habrá que insistir en que continuar con
la austeridad, por un lado, y con megaproyectos depredadores, por otro,
tiene ya y tendrá un costo humano inconmensurable.
Además del empobrecimiento masivo, la pérdida de miles de vidas por
COVID-19 y/o negligencia institucional ha causado duro daño emocional en
miles de familias. Afecta también a una sociedad que, pese a todo, no
puede acostumbrarse a sumar muertes (por violencia, feminicidio o
enfermedades prevenibles) sin perder algo de su humanidad. A estos
daños, visibles, se añaden, para la mayoría, los efectos inmateriales de
la incertidumbre, el miedo y el encierro indefinido.
Para las mujeres, como sabemos, “quedarse en casa” ha significado
convivir más tiempo con el agresor, sin contar con las mismas
posibilidades de apoyo y denuncia que “antes”. Aunque la Red Nacional de
Refugios y otras organizaciones han visibilizado el problema y
promovido iniciativas para ayudar a las mujeres violentadas y
prevenirla, la violencia feminicida aumenta.
A medida que se prolonga la cuarentena sin alternativas al “quédate
en casa”, otras víctimas en potencia, menos visibles, enfrentan un
riesgo creciente de maltrato. Niños, niñas y adolescentes han sido
ignorados como sujetos de derechos, cuyo bienestar mental y físico no
debe sólo garantizarse sino promoverse. Para millones de éstos, no ir a
la escuela, no convivir con otros familiares o ni siquiera con su padre o
madre (separados) significa estar en aislamiento, sentirse
desconectados de su comunidad de referencia, en etapas en que la
socialización entre pares es clave para el desarrollo emocional.
Significa también, para muchos, quedar a la merced de la buena o mala
voluntad de quienes los tienen a su cargo y, a su vez, sobrellevan
bien, mal, o fatal, la cuarentena.
El maltrato infantil no es un fenómeno nuevo, ni se adscribe a una
clase o a un género, ni puede achacarse ahora sólo al efecto de la
cuarentena aunque ésta lo agudice. Según estudios internacionales
citados por la OMS en una nota reciente (8 de junio), 25 por ciento de
la población adulta mundial refiere haber sufrido maltrato físico en la
infancia y una de cada cinco mujeres y uno de cada 13 hombres habrían
sufrido abuso sexual infantil.
En México, según la Encuesta de Niños, Niñas y Mujeres (ENIM 2015),
citada en un estudio de UNICEF (2019), 63 por ciento de niñas y niños
entre 1 y 14 años habían sufrido algún tipo de disciplinamiento violento
en el hogar y las mujeres tendían a ser más maltratadas que los
hombres.
El maltrato infantil puede incluir negligencia y abandono o formas
directas de violencia que van del maltrato psicológico al maltrato
físico, que puede provocar lesiones, hasta la muerte. Mientras que el
infanticidio no es común, la violencia psicológica es frecuente y
profundamente dañina. Cuando se da en el hogar, una de las dificultades
para enfrentar estas violencias es su ocultamiento: quemaduras y
fracturas se justifican como accidentes; lo que es un mal social dañino
se oculta todavía como “problema privado” que atañe sólo a la familia
o, peor, sólo al niño o niña y su madre o padre agresor. También lo
acallan la idealización de la madre, la reticencia a hablar de mujeres
violentadoras (cuando suelen ser violentadas), y la añeja visión de
hijas e hijos como entes subordinados. La intervención social queda
fuera.
Así, quienes deberían recibir protección de la sociedad, las instituciones y el Estado han quedado a la deriva.
20/LMP/LGL
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