Antes de continuar con estos tres puntos, es necesario reconocer que en un país con la desigualdades lacerantes que existen en el ámbito educativo, utilizar la televisión como principal medio para la transmisión de información tiene sentido. Con esto, ante la crisis producida por el Covid-19, por lo menos se soluciona en parte el problema de cobertura. Pero como en muchas cosas, el diablo está en los detalles.
Como pedagogía pública, la imagen del Presidente rodeado por las televisoras, es por lo menos contradictoria y, por lo más, claudicante. El acuerdo se firma con quienes por décadas se han dedicado a denostar al magisterio mexicano, han apoyado sistemas punitivos de evaluación, defendido la represión contra las y los docentes organizados, además de crear cercos informativos o se han dedicado abiertamente a desinformar. El nuevo acuerdo, da la prerrogativa de emitir el discurso educativo público a un poder privado. Este acto, una vez más, quita la voz a los docentes. En didáctica, como en la política, la forma es fondo. Darle el monopolio comunicativo de la educación al gran capital enseña que para poder tener educación pública necesitamos pagarle a la televisión privada. Que hombres ricos sean quienes firmen el acuerdo por la educación pública nacional es representativo del riesgo por venir.
También, la abrumadora presencia televisiva en la pandemia reproduce formas de gestión verticales enquistadas en nuestro sistema educativo. La ausencia de organizaciones civiles, radios comunitarias, jefas de familia, maestras y maestros o representaciones del SNTE y la CNTE en la firma del acuerdo, es una forma de gestión educativa unidireccional. El gobierno produce contenidos, son trasmitidos por la empresa privada y reproducidos por madres y padres de familia, para finalmente ser evaluados por maestras y maestros. Aunque se diga que las y los docentes tendrán libertad de acción, ésta parece reducirse a mantener el contacto con los alumnos. Por esto, quizá estemos en el preámbulo de una comunicación directa entre empresa y estudiantes, sin mediación docente alguna.
¿Qué puede hacer la pedagogía ante esto? Ir en sentido contrario a la verticalidad y la unidireccionalidad educativa. Hay que pulverizar la toma de decisiones para que los cuerpos colegiados de cada escuela asuman su responsabilidad pedagógica. En otras palabras, que cada escuela, con base a sus condiciones objetivas y las necesidades de los estudiantes, seleccione los contenidos, diseñe didácticas específicas y luche por preservar una función básica de la escuela pública, hacer comunidad. Esto no excluye a la televisión, pero le quita centralidad.
Esta pedagogía de lo local es, desde mi punto de vista, lo que requiere una pedagogía de la emergencia. Pero una pedagogía de la emergencia debe partir de una convicción didáctica nodal: la casa no es la escuela y las madres de familia -y a veces los padres- no son docentes, por lo que los enfoques educativos, los tipos de contenidos, las didácticas y las relaciones entre estudiantes y entre docentes y estudiantes deben modificarse. Tengo claro, porque lo he escuchado innumerables veces, que las y los docentes dirán que lo saben y actúan en consecuencia. Pero también hay un sinnúmero de quejas en varias partes del mundo que reflejan lo opuesto: la tendencia a creer que las madres y padres de familia deben reproducir la escuela en casa y ser meros transmisores de las órdenes del o la docente.
El mensaje del 3 de agosto no debe considerarse como algo irrelevante. La televisión es necesaria para la educación en los complejos tiempos que vivimos, como otros tantos medios de comunicación. Habrá que ver los contenidos para hacer un juicio más cabal y ver las posibilidad docentes ante ella. Pero independientemente de esto, si no aprovechamos la crisis producida por la pandemia de Covid-19 para romper con la añeja tradición centralista, autoritaria y unidireccional del sistema educativo mexicano, y si no nos responsabilizamos como docentes de todo el proceso educativo, corremos el riesgo que la imagen de hombres ricos celebrando el rescate educativo de la nación no sea más que el festejo por alcanzar el sueño dorado de unos cuantos, una educación pública sin escuela y sin docentes, pero con mucha televisión.
*Doctor en Pedagogía e investigador del IISUE en la UNAM. Su último libro: Calidad educativa. Historia de una política para la desigualdad.
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