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La violencia de género es una prisión para las mujeres que la sufren, su objetivo es controlar a las mujeres para retenerlas entre los barrotes que el maltratador sitúa alrededor de sus vidas con el objeto de que, estén dónde estén, queden atrapadas entre los dictados y limitaciones que ellos imponen.
Salir de la prisión de la violencia de género no es fácil, las razones son múltiples. Los primeros motivos que lo dificultan son las características de una sociedad androcéntrica que niega la violencia contra las mujeres, y que cuando no le queda más remedio que reconocerla lo hace culpabilizando a la víctima, contextualizando las agresiones o justificándolas por algunas circunstancias. En segundo lugar, están todas las consecuencias que la propia violencia produce, como son el aislamiento en el que quedan las víctimas, la dependencia emocional y la depresión que se produce por el impacto psicológico que ocasiona. Y en tercer lugar, nos encontramos con la propia limitación de la respuesta social e institucional que en no pocos casos se da a las mujeres que sufren esta violencia, después de interponer la denuncia para salir de esa prisión en la que viven atrapadas.
Cuando las víctimas, además de mujeres son madres la situación es más grave, puesto que la violencia también se dirige contra sus hijos e hijas, y las amenazas contra los menores se convierten en una rutina dentro de ella. Pero, sobre todo, la salida supone hacerlo con esos niños y niñas y todo lo que conlleva sobre la custodia y el régimen de visitas.
Si el resultado de todo este proceso liberador de la denuncia es que algunas madres que denuncian terminan en un centro penitenciario por decisiones de la propia administración de justicia en un contexto de violencia, puesto que la violencia no termina con la sentencia sobre unos hechos concretos, significa que hay algo que no hacemos bien, y que el sistema falla para las mujeres y beneficia a los agresores.
Ahora ha sido María Salmerón, como antes fue Juana Rivas y tantas otras mujeres y madres que fueron maltratadas y reconocidas por sentencia judicial. Una situación que revela que detrás de esos casos hay una estrategia seguida muchos maltratadores para continuar haciendo daño a sus exmujeres, y provocar que ellas, por proteger a sus hijas e hijos, terminen por caer en sus trampas para que sea la propia administración de justicia la que haga el juego al agresor y las mande a prisión, al tiempo de reforzar el mito de la mujer malvada y perversa que la propia sociedad ha levantado sobre ellas.
¿Alguien cree que hombres capaces de asesinar a 5 hijos e hijas y de dejar huérfanos a 41 menores de media cada año, y de maltratar a 1.700.000, de repente dejan de usar la violencia porque tengan una sentencia que los haya condenado?
Es absurdo pensar eso. La mayoría de ellos sigue utilizando las circunstancias para mantener su estrategia violenta contra las mujeres, es decir, intentar controlarlas para que en la medida de lo posible se plieguen a sus dictados tras la separación, pero ahora con el añadido de buscar hacerles daño por haber roto la relación.
Ante estas circunstancias, ¿cómo es posible que el padre maltratador de repente se convierta en víctima, y que la madre maltratada se transforme en victimaria?
Resulta paradójico que el mismo hombre condenado por la justicia sea el referente a la hora de interpretar los problemas que surgen en el régimen de visitas establecido, y que la mujer maltratada, que es madre en una sociedad que ensalza la figura de la maternidad hasta el punto de convertirla en el principal referente identitario de las mujeres, se convierta en lo contrario, y sea condenada por decisiones que toma como madre y enviada a prisión.
¿Cuántos padres maltratadores hay en prisión por incumplir el régimen de visitas o las responsabilidades establecidas en sentencia judicial?
La situación es tan surrealista que vivimos en una sociedad en la que una parte importante no acepta que un maltratador sea un mal padre, y, en cambio, sí acepta que una mujer maltratada sea una mala madre.
Si en una relación donde la violencia ha estado presente hay problemas con el régimen de visitas, lo más probable es que se deban a quien ha hecho de la familia un contexto de violencia y control, no a quien acude a la justicia para que se recupere la paz y se resuelva la situación. Actuar al contrario demuestra que la sociedad no responde con conocimiento ni conciencia suficiente sobre la gravedad y dimensión de una violencia que todavía hoy sólo se denuncia en el 25% de los casos y se condena un 88%, lo cual quiere decir que del total de casos un 87% de la violencia de género queda, por un motivo u otro, sin condenar. Es lo que vimos ayer (2-5-22) en Tarancón (Cuenca) con el último homicidio por violencia de género. El hombre (y padre) absuelto por violencia de género hace unas semanas por un Juzgado de lo Penal asesinó a su mujer delante de los hijos, demostrando la incapacidad del sistema para abordar una violencia que se caracteriza por su continuidad, por una forma de entender la relación sobre esa idea de control que la convierte en una prisión, y que hace de la violencia una realidad constante, no una serie de hechos aislados que se repiten con más o menos frecuencia.
Al final, las mujeres son asesinadas y enviadas a prisión entre el silencio y las palabras equivocadas de unas respuestas incapaces de ver la violencia, y que sólo se quedan con determinadas agresiones. A nadie se le ocurriría pensar que una banda terrorista no existe entre cada uno de sus atentados, en cambio, en violencia de género sí se piensa que no existe mientras no haya agresiones, y mientras que estos ataques no superen un determinado nivel de intensidad, porque si no lo hacen se considera que es “lo normal”.
La violencia de género es una prisión social para las mujeres, y lo que tenemos que hacer es tirar sus muros culturales erradicando la arquitectura del machismo y su violencia estructural. Y para ello, lo primero que hay que hacer es mandar a prisión a los agresores y sacar de ella a las víctimas.